¡Absalón, Absalón!, de William Faulkner

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El papel biblia ahuesado con el que el editor ha querido publicar ¡Absalón, Absalón! (1936) no es sino el guiño que le revela al lector el carácter sagrado de esta obra maestra de William Faulkner, del mismo modo en que la primorosa traducción de Martínez-Lage –la tercera, tras la argentina de Beatriz Florencia Nelson (whoever she was) para Emecé, de 1950, y la de María Eugenia Díaz para Cátedra, de 2000 (como el Ulises, ¡Absalón, Absalón! tiene ya tres traducciones al castellano)– y asimismo su vehemente Posfacio –muy juicioso pero con demasiada leña hecha del árbol caído de las dos anteriores (menciona sin miramientos la palabra “estafa”), por otra parte innecesaria, pues al lector versado no le pasa inadvertido el fino trabajo llevado a cabo por Martínez-Lage– muestran sin asomo de duda la trascendencia y el desafío literario que significa la tarea de emprender una nueva traducción de un texto clásico que alcanza a merecer el marbete de sagrado por razones que sobrepasan sobradamente los referentes bíblicos de la novela faulkneriana, y que atañen a la excelencia artística, una enfermiza voluntad de estilo o la poderosa influencia en autores posteriores de distintas lenguas, de Vargas Llosa a Lobo Antunes, de Manganelli a Juan Benet, de Joyce Carol Oates a Gabriel García Márquez, de Thomas Bernhard a Javier Marías.

Como no hay espacio suficiente aquí ni para la letra menuda de la condena de las dos traducciones precedentes ni para la de la alabanza de esta última, baste con decir que ningún lector avezado del original en inglés de ¡Absalón, Absalón! dejará de rendirse a la evidencia de que, de las tres traducciones con que cuenta el lector en español, es la de Martínez-Lage la más sólida y la más escrupulosa (y no con la lengua inglesa sino con la obra de Faulkner, que es en realidad de lo que se trata, como mandan los cánones de la ecdótica y del sentido común). Cualquier colación sensata de las tres refrendaría, a nuestro modesto juicio, la afirmación anterior, pero tanto la más solvente como la más grosera, mistificada o adulterada suponen de por sí un esfuerzo inmenso y un mérito no menor en una novela cautivadora (mesmeric) pero abstrusa como ¡Absalón, Absalón!, escrita por Faulkner para regresar a su universo de afanes dinásticos, aciagos patriarcados, atormentadas conciencias y atmósferas tan febriles como asfixiantes del condado de Yoknapatawpha, después de dejarse caer en la tentación del éxito comercial jugando a construir un bestseller y cargando las tintas en Santuario (1931). ¡Absalón, Absalón!, la historia de la perturbada ambición de Thomas Sutpen y de la tragedia con la que culmina la envenenada relación de ultrajes, incestos, ciegos prejuicios, honor corrupto, recelos racistas y sangre derramada entre Sutpen, sus hijos legítimos, Henry y Judith, y su hijo repudiado, Charles Bon, una trama laberíntica e inspirada en el episodio bíblico de Samuel, 2: 13-19 –que cuenta cómo Absalón, hijo de David, mata a su hermano Amnón por haber forzado a su hermana Tamara– regresa al estilo polifónico de las narraciones apócrifas contrapuestas en un texto convertido en palimpsesto, los monólogos interiores tejidos con anacolutos y una sintaxis desquiciada por las sinuosidades del pensamiento y la presencia de estructuras codificadas como versículos bíblicos, cartas, fórmulas de la novela negra o el folletín victoriano o sermones, las dilatadas elipsis y las subversiones temporales que desplegó de forma extraordinaria en El ruido y la furia (1929). Por el texto enmarañado de voces trenzadas en el tiempo por narradores confusos que hablan y piensan a la vez, que en ocasiones transcriben la oralidad y con frecuencia se abandonan a la verborrea y a una oratoria nacida de un doble mecanismo de digresión y contradicción, por ese texto hipertrofiado (“siendo así que la tía una noche se deslizó por el canalón del desagüe… de modo que asunto concluido: que luego su padre se encerró en el desván […], así que asunto concluido […]; así pues, que ella tenía también razón en lo referente al padre…”, p. 226), y trufado de jergas (“¿Susté Rosie Coldfield? Pos más vale que se venga pallá. Henry sacargao a ese menda, al cabrón del francés. Loa dejao más tieso cun filete”, p. 166), y de ecos que construye Faulkner aquí sólo cabe avanzar, como señala David Dowling (William Faulkner, MacMillan, Londres, 1989), “como avanzaríamos en la jungla, cortando la maleza con un machete mientras vemos que a nuestra espalda ya se cierra de nuevo el camino, sintiéndonos ahogados en un exuberante hábitat de modificadores, oraciones de relativo, frases parentéticas, perífrasis”, ambigüedades, yuxtaposiciones, cambios ortotipográficos que revelan otros tantos cambios de voz o de punto de vista, abruptas y laberínticas hipotaxis (“Y así lo que tal vez estaba haciendo a la hora del crepúsculo (pues supo que Sutpen había regresado […]) en el jardín mientras paseaba con Judith […] (y Judith pensando en todo ello como pensaba en aquel primer beso del verano anterior: Así que es eso. Eso es el amor […]); así, acaso lo que estaba haciendo era tan solo esperar, decirse Quizá todavía mandará llamarme […]”, p. 421), y otras violentas especies lingüísticas que nos asaltan cuando tratamos de recapitular y de hacernos con la trama de Sutpen, de su megalómana mansión, de los inhóspitos páramos del espíritu que atraviesan él y su infortunada familia (“la conciencia moral es la maldición que el hombre tuvo que aceptar de los dioses para que le dieran el derecho a soñar”, declaró Faulkner en su entrevista a The Paris Review), y del asesinato de Bon a manos de su hermano Henry, una trama urdida por los discursos amalgamados de la señorita Rosa, cuñada de Sutpen, de su vecino el señor Compson, del hijo de éste, Quentin, y de su compañero en Harvard, Shreve, que recuerdan, imaginan y conjeturan a un mismo tiempo, generando una espiral de distintas y equívocas versiones que dificultan el establecimiento de un relato avalado por algún principio de autoridad, pero que a la vez permiten que el lector penetre en el detectivesco e inquietante microclima moral creado por Faulkner en esta obra maestra en la que relato, acción, personajes, trama y peripecia parecen destinados a desaparecer por el desaguadero del lenguaje. Está aquí el mejor Faulkner del modernism, el que escribe pensando en el proceso de la escritura misma y no tanto en el producto de la historia que escribe. Disfrute el lector avanzando en la jungla textual sin miedo a no poder retroceder, pues es el placer de la aventura del trayecto, y no la satisfacción de la llegada, lo que Faulkner espera que experimente. ¡Absalón, Absalón! responde a una retórica circular en la que ni existe inicio ni existe final, y en la que de nada sirve esperar que las viejas leyes de la causa y el efecto y de la lógica acudan en nuestra ayuda. Como señala Vargas Llosa (La verdad de las mentiras. Ensayos sobre literatura, Seix-Barral, 1990) a propósito de la manipulación de los datos de la historia por parte de sus narradores en el estilo faulkneriano, “toda novela se compone de datos visibles y de datos escondidos. El narrador nunca nos lo dice todo, y a veces nos despista: revela lo que un personaje hace pero no lo que piensa o al revés. Así, la historia se va iluminando y apagando”. No traten de ordenar el texto para entenderlo, piérdanse en su maraña y lo entenderán de verdad, advierte Faulkner en imaginarias notas al pie. Háganle caso, lean así ¡Absalón, Absalón! y disfrutarán del texto sagrado y de su traducción. ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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