Al mismo tiempo. Ensayos y conferencias y Cuestión de énfasis, de Susan Sontag

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En una de esas divertidas explosiones de hiel que distinguen el espíritu populista de sus conferencias, Camille Paglia le reprochaba a Susan Sontag haber cambiado el papel de la Madame de Staël norteamericana por “Miss Mandarin in her New York apartment”. Aunque uno tiene la impresión de que la envidia contribuye demasiado a esa lista de los-pendientes-de-Sontag-según-Paglia (le reprocha no ser “lazo mediático entre la academia y la cultura popular”, ni “una talentosa escritora de ficción”, ni la escritora de un ensayo sobre The Supremes –que ella, entonces, tuvo que escribir–, ni “alguien capaz de hablar con franqueza sobre sus preferencias sexuales”, uff…), es innegable que en algún punto de su carrera Sontag murió de éxito, se convirtió en una parte ineludible del mainstream. Y ello trajo consigo un cambio en su manera de entender y escribir ensayos.

Valga el preludio sensacionalista para decir que uno lee estos dos últimos libros suyos como un compendio de opiniones del último gran intelectual norteamericano que podía hablar sobre casi cualquier cosa con un alto grado de solvencia retórica y pareja autoridad mediática. Pero hay un hecho evidente que no alegrará a los editores de estas traducciones recientes: los mejores ensayos de Sontag, libros como On Photography, Illness as Metaphor y, sobre todo, Under the Sign of Saturn, quedaron atrás. Y lo mejor de la última Sontag es precisamente Regarding the Pain of Others, un diálogo crítico con On Photography.

En cambio, en estos últimos volúmenes uno encuentra simplemente fogonazos de inteligencia que premian un largo recorrido por prólogos, artículos, conferencias y textos de ocasión. Viniendo de Sontag, los fogonazos pueden llegar a ser deslumbrantes, pero uno echa de menos las maneras rotundas con las que antaño ejercía una incuestionable originalidad en casi todo lo que tocaba con su prosa. Aquella Sontag que nos enseñó a diferenciar las preocupaciones morales del moralismo sólo regresa a ratos en un ensayo como “Un argumento sobre la belleza”, donde la autora somete a una severa crítica el uso estético del adjetivo “interesante”, o el que da título a uno de los volúmenes, “Al mismo tiempo”, donde clarifica el rol ético del novelista.

Hay varias versiones de esa mutación: algunos piensan que en los últimos tiempos Sontag ejercía con demasiado celo su papel de árbitro moral o de investigadora de las intersecciones entre acto público y responsabilidad personal. Otra gente, incluido su hijo David Rieff, insinúa que la “avidez” de la ensayista, su amplia gama de preocupaciones, acabó por atribuirle a sus ensayos un rol demasiado periodístico. Otros creen que Sontag simplemente empezó a hacer amigos, amigos artistas que le pedían que escribiera de ellos. Y está, por supuesto, esa célebre boutade de Gore Vidal cuando decía que “la inteligencia de Sontag es aún mayor que su talento”, algo que, sin duda, no podría afirmarse del propio Vidal.

Pese a la porción de razón que llevan todas esas objeciones, también sería justo decir que Sontag fue víctima de “ese resentimiento terrible y mezquino que hay en Estados Unidos hacia el escritor que trata de hacer muchas cosas”, asunto que ella misma detalló en su ensayo “Sobre Paul Goodman”. Por otro lado, como decía el bardo, times are a-changin’.

Incluso para el lector en español, la mayoría de los textos de Al mismo tiempo no son novedades. En Cuestión de énfasis sí hay bastantes cosas inéditas, aunque el tomo se resiente demasiado del espíritu de la miscelánea: Sontag habla no sólo de literatura universal y de política, sino de cine, pintura, fotografía, danza… Lo peor: muchas veces nos dice cosas que ya sabíamos sobre Borges, Machado de Assis, Danilo Kis o Pedro Páramo. Otras, nos descubre nombres y hace relecturas de clásicos olvidados. En general, aquellas grandes ideas, realmente originales, con las que Sontag nos deslumbraba hace un par de décadas brillan por su ausencia. Es posible que estén en esos diarios que se anuncian como su próxima contribución editorial al mito de la posteridad. Pero, por lo pronto, ¿quién quiere oírla decir que “A nosotros los escritores nos inquietan las palabras. Las palabras significan, las palabras apuntan. Son flechas”, o que “La traducción literaria es una rama de la literatura, y es todo menos una tarea mecánica”, o que “Un escritor es en primer lugar un lector”? Frases asombrosas por su banalidad, sobre todo firmadas por alguien que dijo alguna vez que una tarea del escritor es combatir los lugares comunes.

El estilo sigue siendo llano (Sontag es una especialista en que creamos que tiene muchas dudas y, al mismo tiempo, convertirnos en cómplices de sus opiniones), y hay siempre en sus razonamientos un pathos característico, elegíaco, casi “ruso” a pesar de que Sontag no leía esa lengua en la que escribieron sus escritores más admirados. La tónica general de su visión del mundo, lo que Sontag siempre carga consigo, ya sea que hable de Beckett o del bunraku, es cierta actitud nihilista hacia el mundo –“como ese gran sombrero negro, un poco demodé”, en palabras de Paglia.

En Al mismo tiempo se incluye también un artículo sobre el atentado terrorista del 11 de septiembre, que tanta polémica trajo aparejada y que, a mi juicio, no dice otra cosa que un par de lugares comunes. Asediada por las banalidades vociferantes de un país con vocación imperial, donde la mayoría de los políticos leen la Biblia de manera literal, la combativa Sontag tampoco se salvó de la banalidad. Su ejemplo político (el destino del pensamiento de aquellos que dejaron de creer en el Estado americano, o que cuando lo evocaban preferían rememorar el Watergate al New Deal y que al final tal vez hayan allanado el camino al conservadurismo actual) nos habla de los curiosos destinos del intelectual moderno y del indiscutible final de una era. ~

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(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).


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