Algo va mal, de Tony Judt

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Tras la catástrofe que fueron las dos Guerras Mundiales, Estados Unidos y Europa llegaron a un consenso: el Estado podía y debía intervenir “para compensar las insuficiencias del mercado”, cuenta Judt. Los actores de tal consenso no eran gente que hoy consideraríamos progresista sino hombres de instinto conservador y elitista –Keynes, Attlee, Roosevelt, De Gaulle– que habían sentido un genuino horror ante la inestabilidad social provocada por las guerras, y que comprendieron que el mejor modo de cancelar la posibilidad de un retorno a ese infierno era reducir la desigualdad, el desempleo y la inflación al mismo tiempo que se mantenía un gran espacio para el mercado y las libertades públicas, todo ello bajo estricta regulación estatal.

Durante los treinta años siguientes –los Treinta Años de Oro– ese consenso se mantuvo: fueran demócratas o republicanos quienes gobernaran en Estados Unidos, o socialdemócratas o democratacristianos quienes lo hicieran en los países de Europa, no hubo grandes disensiones: los Estados –cada uno en mayor o menor medida, naturalmente, dependiendo de su cultura política y sus posibilidades– debían proveer infraestructuras, medios de transporte públicos, subsidios al desempleo, viviendas protegidas, sanidad subvencionada, acceso a la cultura, límites de precios y mecanismos de ascenso social a todos los ciudadanos. La fórmula funcionó, afirma Judt: en Estados Unidos y Gran Bretaña se redujo la brecha entre ricos y pobres, Alemania se levantó de dos derrotas en una sola generación, Francia vio cómo el empleo se volvía seguro y en el norte de Europa se forjaron sociedades muy estables.

Pero ese consenso, prosigue, se rompió en el transcurso de una sola década, entre mediados de los sesenta y mediados de los setenta. Por un lado, los jóvenes de la Nueva Izquierda, con su confusa amalgama ideológica de maoísmo, libertad sexual, ecología y psicoanálisis, se hartaron del paternalismo del Estado, del bienestar adocenado, de los maestros autoritarios, y rompieron con la socialdemocracia. Era el 68 y sus aledaños. Por otro lado, en el extremo opuesto del arco, una parte de la derecha –llevada por las ideas de los pensadores austriacos, que tras su experiencia con el nazismo y el comunismo consideraban toda injerencia del Estado una pendiente hacia el totalitarismo– vio en los subsidios una recompensa a la inactividad, en las empresas públicas un monumento a la ineficiencia, y en la burocracia una tortura. Era la grieta que dividiría la derecha entre conservadores y neoliberales.

Separadas y unidas, la nueva izquierda y la nueva derecha acabaron con el orden de las cosas que se había mantenido desde la posguerra y alumbraron nuestro mundo. Por un lado, la economía de Reagan y Thatcher. Por el otro, una izquierda hedonista y más preocupada por las identidades minoritarias que por el proletariado. El resultado de esta simbiosis, en la que desde entonces nos manejamos políticamente, dice Judt en la primera frase de Algo va mal, es que “Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy”.

Algo va mal es la más sólida, razonada y hasta emocionante defensa de la socialdemocracia que uno puede leer en nuestros días. Su reconstrucción histórica del papel del Estado del Bienestar en la formación de las sociedades ricas de Occidente es breve y bella, como lo es su reiterado homenaje a la vieja y buena tradición liberal. Sin embargo, Algo va mal no es solo una historia de la filosofía y la práctica políticas de los últimos 65 años. Es también un análisis del devenir de la izquierda democrática desde sus años de mayor esplendor y un ensayo sombrío sobre el estado del mundo hoy. En esto último, Judt ya no es tan convincente.

Es muy difícil acusar de catastrofista a un libro cuando grandes partes del mundo –incluidas grandes partes del mundo rico– se hallan en un estado tan calamitoso como el de nuestros días. Los índices de desempleo son brutales, las desigualdades vuelven a crecer, los ricos parecen más una casta que una clase permeable y los jóvenes ven interrumpido el horizonte asumido de que, con trabajo duro, vivirían un poco mejor que sus padres, y de que ese ciclo se repetiría eternamente.

Para Judt, está claro que eso se debe al retroceso del papel del Estado en la economía de las naciones –a la desregulación de las finanzas, a la asunción dogmática de que toda privatización de empresas públicas es una mejora en la eficiencia, a la dejación de la responsabilidad pública para con los más desesperados–, pero también, y hasta sobre todo, a la inexistencia de un lenguaje político que permita a la izquierda oponerse a todos esos procesos: la inercia política desde los años setenta ha convertido “la búsqueda del beneficio material” en la virtud suprema, al punto de que esa búsqueda “es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo”.

El Estado ha renunciado. Hemos olvidado que “el estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana” y es responsabilidad nuestra haber dejado que todos creyéramos que sí lo es. La lección de treinta años de estabilidad ha sido arrojada al basurero de la historia y ahora nuestra vida es presa del azar: “Ya no nos preguntamos sobre un acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿es legítimo? ¿Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad del mundo?” Eso a nadie importa, porque todos estamos corriendo a hacernos ricos, o al menos a evitar ser pobres.

Pero sí, esto es catastrofista. Sobre todo, porque el Estado, al menos en la Europa continental, no ha retrocedido tanto como Judt considera: la vida de un ciudadano medio puede verosímilmente empezar en un hospital público, seguir en una escuela pública y continuar en una universidad pública con la ayuda de los libros y periódicos que lee en la biblioteca pública a la que se desplaza en transporte público; después este ciudadano puede convertirse en un funcionario público que habita en sus primeros años como adulto una vivienda pública, ver a su subvencionado equipo de baloncesto preferido en la televisión pública de su región, curar sus achaques en un ambulatorio público, jubilarse con una pensión pública, asistir a clases de yoga en un centro de día público y morir, como nació, en un hospital público. (Paradójicamente, la casa de pompas fúnebres que le enterrará no es pública.)

Esto no es ninguna caricatura, y con la salvedad de la educación –hablo de España– es probable que todos esos servicios sean razonablemente buenos, sea quien sea el que gobierne. Sin duda, este ciudadano deberá optar entre varios bancos para guardar su dinero –el Estado garantiza que no lo perderá aunque el banco quiebre–, entre varias compañías para comunicarse por teléfono y tener acceso a internet –el Estado regula (mal) en qué condiciones y garantiza su derecho a una línea aunque sea en un lugar tan remoto que no resulta rentable para la empresa– y, finalmente, dónde hacer la compra en un sinfín de establecimientos que para operar deben estar en posesión de una serie de licencias y certificados que otorga la autoridad pública. Ahora es demasiado tarde, pero si hace unos meses decidió adquirir un coche, el Estado le echó una mano. ¿En serio ha retrocedido el Estado? Y si es así, ¿de dónde diablos veníamos?

Con todo esto, naturalmente, no pretendo tomarme a la ligera el análisis de Judt, que es extremadamente serio y, sin duda, el mejor que la izquierda puede proponernos. Hasta el más liberal sabe que “lo único peor que demasiado gobierno es demasiado poco”, y nada tiene de malo que el Estado sea una presencia constante en el arco vital de los ciudadanos si hace bien su trabajo, con ambición pero también con prudencia. Y nadie que conozca mínimamente cómo funcionan las sociedades puede creer que la retórica del Tea Party y los nuevos enemigos del gobierno liberal tenga la menor posibilidad de articular un pensamiento político funcional.

Ahora bien, si algo va mal, y son muchas las cosas que van estrepitosamente mal, no es solo debido a que el Estado haya dimitido de sus responsabilidades, sino más bien a que somos la mayor parte de los ciudadanos quienes hemos dimitido de las nuestras. “Como ciudadanos de una sociedad libre –dice Judt– tenemos el deber de mirar críticamente a nuestro mundo. Si pensamos que algo está mal, debemos actuar en congruencia con ese conocimiento.” Tengo para mí que eso significa que en ocasiones deberemos pedir más intervención del Estado y en otras menos. Pero que en la mayoría de casos deberemos exigir que el Estado intervenga de otra manera. La extraordinaria lección de imaginación política que fueron los Treinta Años de Oro, como nos la explica maravillosamente Judt, nos será muy útil. Aunque no sé muy bien si imitarla, como él propone, nos sacará del hoyo esta vez. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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