UN HIJO DE SATURNOCarlos Franqui, Camilo Cienfuegos, Seix Barral, Barcelona, 2001, 223 pp.Los grandes monumentos heroicos se construyen, como bien sabía Elías Canetti, sobre montañas de cadáveres. No de otra manera se edificó el perdurable y, a la vez, moribundo orden simbólico de la Revolución Cubana. Debajo de la multitud de estatuas, emblemas, consignas e imágenes alegóricas que han consagrado, por más de cuatro décadas, el culto a Fidel Castro, sólo hay muertos y fantasmas: los muertos de Bahía de Cochinos y El Escambray, de Angola y el Estrecho de la Florida; los fantasmas del Moncada y la Sierra Maestra, del Kremlin y la Seguridad del Estado.
La muerte es el único dato ineludible en procesos tan saturados de mitos y símbolos. No sólo la muerte del soldado anónimo que cae en combate, sino también la de aquellos líderes que ganan la guerra y entran a la ciudad como héroes vivientes. Entre estos últimos Lenin, Trotski y Stalin en Rusia; Zapata, Villa y Carranza en México se produce un delicado torneo público y privado en el que vence, por lo general, el caudillo menos escrupuloso. Esa aureola saturnina es la que distingue a cuatro muertes de la Revolución Cubana: la desaparición de Camilo Cienfuegos en 1959, la inmolación del Che Guevara en 1967 y los suicidios de Haydée Santamaría en 1980 y Osvaldo Dorticós en 1983. Cuatro episodios de la desconocida y siniestra historia íntima del castrismo.
Carlos Franqui, protagonista de aquella revolución y, tal vez, su político cultural más creativo, dedica su último libro a la misteriosa muerte de Camilo Cienfuegos en octubre de 1959. Desde su exilio en 1968, Franqui ha sido uno de los pocos intelectuales cubanos que, con la autoridad de un actor principal, ha puesto su memoria al servicio de una arqueología del castrismo. Su reciente biografía de Camilo Cienfuegos es la continuación de una crítica iniciada con Diario de la Revolución Cubana y Retrato de familia con Fidel, cuyo argumento central podría resumirse en dos observaciones históricas: 1) el movimiento revolucionario contra la dictadura de Fulgencio Batista, a mediados de los cincuenta, respondió a una ideología nacionalista y democrática en la que se inscribieron amplios sectores de la población cubana y, en especial, la extendida y educada clase media de la isla; 2) a partir de 1958, y parapetado tras la fuerza del Ejército Rebelde, Fidel Castro comenzó a monopolizar el movimiento y a inclinar su ideología hacia el comunismo.
Ya en el poder, Castro incorporó en su gobierno a comunistas profesionales que no habían tomado parte en la insurrección. Con esa jugada se atribuía, por lo menos, tres ganancias políticas: la eliminación forzosa o voluntaria de los revolucionarios demócratas, la concentración del poder en la persona del caudillo comunista él mismo y el apoyo de Moscú. 1959 fue el año de esta delicada operación. La muerte de Camilo Cienfuegos, según Franqui, es un evento más dentro de un sofisticado complot para eliminar a todos los demócratas de la primera dirigencia revolucionaria: desde el presidente Manuel Urrutia Lleó hasta el comandante Huber Matos, pasando por varios ministros del gabinete, como José Miró Cardona y Humberto Sorí Marín.
Antes de proponer su interesante especulación sobre la muerte de Cienfuegos, Franqui dibuja un perfil biográfico del héroe que no prescinde del tono apologético. Camilo aparece aquí como un criollo cabal, bailador, risueño y mujeriego, asiduo de famosos restaurantes y cabarets habaneros, aficionado al béisbol y al carnaval, conocedor del habla, la religiosidad y las costumbres populares. A diferencia de Fidel, quien proyectaba una imagen de dios griego, frío y distante, Camilo, con su melena negra y su sombrero alón, era percibido como un "Cristo rumbero". Su popularidad, mayor que la del Che Guevara o cualquier otro comandante revolucionario, se alimentaba de la leyenda de su columna invasora y se reafirmaba en sus múltiples apariciones públicas en la Habana diurna y nocturna.
Franqui destaca que la formación política de Camilo Cienfuegos estuvo regida por un nacionalismo democrático, inspirado en las ideas de José Martí. Un nacionalismo, por cierto, que no participaba del odio a los Estados Unidos o del rechazo a todo lo norteamericano. A mediados de los cincuenta, Camilo vivió casi dos años entre Nueva York, Los Ángeles y San Francisco, como inmigrante ilegal. En 1956, unos meses antes de unirse al grupo de Fidel Castro en México, le escribió al presidente Eisenhower, ofreciéndose como voluntario para el ejército de los Estados Unidos, pero fue rechazado. Su comprensión de la democracia norteamericana influyó, seguramente, en el hecho de que nunca compartiera el ideario comunista, aunque tampoco se oponía a la existencia del comunismo como alternativa política en condiciones democráticas.
Estas características hicieron de Camilo Cienfuegos un líder incómodo en el primer año de la revolución triunfante. Acertada o no, la especulación de Carlos Franqui posee, pues, un trasfondo de veracidad histórica: Camilo entorpecía, con su popularidad y su simpatía entre los políticos demócratas, la rápida conversión marxista-leninista del gobierno revolucionario. Pruebas al canto de esa incomodidad fueron algunas decisiones de Fidel Castro, semanas antes de la tragedia, como la desmovilización de una buena parte de la columna "Antonio Maceo", incluida la escolta personal de su comandante, la designación de Raúl Castro el entonces joven, ambicioso y severo militar comunista como ministro de las Fuerzas Armadas, es decir, como superior de Camilo quien era jefe del Estado Mayor y el envío de Cienfuegos a Camagüey, para que encabezara las averiguaciones oficiales sobre la supuesta traición de Huber Matos.
Días antes de su desaparición física Camilo Cienfuegos ya ha muerto políticamente. Esta certeza, y las muchas irregularidades que detecta en la investigación oficial del caso, llevan a Franqui a ponderar la conjetura de que la desaparición del mítico guerrillero no fue obra de un accidente, sino de un sabotaje. Una hipótesis, por cierto, de larga tradición oral dentro de algunos círculos militares y políticos de la isla y el exilio, pero que sólo ahora, con este libro de Carlos Franqui, adquiere cierta validez intelectual. Según esta versión, el Cessna en que volaba Camilo, la tarde del 28 de octubre de 1959, habría sido derribado por una antiaérea en la costa norte del centro de la isla. La operación, monitoreada por Raúl Castro desde La Habana y ejecutada por jóvenes comunistas de la naciente Seguridad del Estado cubana, pudo haber sido justificada como un acto de defensa contra una avioneta enemiga.
Aunque Franqui llega a la tesis del atentado por vía deductiva, sus pasajes sobre la eliminación de Camilo Cienfuegos siguen siendo conjeturales. Lo importante es que la conjetura, en este caso, más que una presunción o sospecha, parece un atisbo. Carlos Franqui no descifra, pues, el enigma de la muerte de Camilo Cienfuegos. Sólo nos agranda el misterio, con una pregunta aquí y una revelación allá. Al final, cuando terminamos de leer esta biografía, nos convencemos de que la desaparición de Camilo Cienfuegos, azarosa o deliberada, sacó de escena a un posible rival y allanó el camino para la degeneración de una epopeya democrática en un régimen totalitario. –
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.