Cioran cerca de su centenario

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En una revisión de los retratos fotográficos que se le hicieron a Emile Michel Cioran a lo largo de las décadas desfilan las austeridades de su vestir, la expresión corporal del ermitaño, el rigor patente en las líneas de expresión, que también delatan excentricidad, el cabello a veces rasurado en las sienes a una usanza que raya en lo castrense, pero que es abundante, descuidado e hirsuto desde que le nace en la frente y en toda la parte superior del cráneo, los pómulos angulosos que adelgazan la cara en la juventud y pronuncian su gravedad en la vejez. La energía contenida en las placas tomadas por Sophie Bassouls, la languidez que se deja ver en los retratos postreros de Irmeli Jung. En todas estas imágenes, debajo de las cejas pobladas, largas y despeinadas, el brillo de ese ojo en vela perenne. La desesperación inequívoca del rostro mudo. En el fondo, las apariencias no engañan y la cara terrible de Cioran corresponde a lo que nos ha legado por escrito.

Pronto en su trayectoria se aboca al fragmento como género, y así su trabajo entero produce una sensación emparentada a la que por accidente histórico nos dejan los presocráticos, la nobleza de una obra en trozos que sugiere, apunta a algo, pero no impone una visión absoluta a la manera de Aristóteles o Kant; queda libre del mal de los sistemas de pensamiento filosófico que se pretenden completos y producen el efecto de la doctrina totalitaria. Cioran, como Parménides o Heráclito, se presta a la interpretación abierta, a la construcción de una visión ecléctica.

Más allá de eso, por tener un puñado de ideas de las cuales no quiere salir, alrededor de las cuales erige todo su trabajo, con variantes de registro, variantes sintácticas, variantes de fraseo y orquestación, resulta que, más que un filósofo en el sentido clásico, es un prosista exquisito: un estilista. Porque no se conciben sus sentencias inflamadas, el poder sonoro de su provocación o sus consignas sacrílegas sin el giro literario, el matiz lingüístico. Los títulos mismos de los libros, Silogismos de la amargura, Del inconveniente de haber nacido, El aciago demiurgo, denotan un equilibrio impecable de las palabras, un don para lo preciso y lo rotundo. Los atributos del escritor que refuerzan el efecto, redoblan al pensador. Por su adjetivación y su manejo de la tensión fraseológica, a veces está más cercano a un Borges ocupado del infierno (o los infiernos posibles) o al Pessoa de El retorno de los dioses. A diferencia de autores de frases célebres y aforismos como Goethe, Lichtenberg o La Rochefoucauld, que se ocupan de una pléyade de temas, Cioran es casi monotemático.

Quien repase los inicios del pintor holandés Piet Mondrian hallará un curioso cuadro, Estudio inacabado con luna. El título mismo explica mucho del contenido inesperado de este óleo de fecha 1906-1907: en la extensión de un campo brumoso, un árbol negruzco, tan negruzco y frondoso que pudiera semejar un manchón de óleo negro casi a la mitad de la composición. En un tercer plano, una pequeña luna amarillenta irradia su luz del lado derecho de la tela. Una pintura rica en texturas, misteriosa y cálida a la vez. Un cuadro, acaso descuidado en un sentido técnico, que denota, sin duda, la primera intención del pintor. Nada más lejano a lo que conocemos de la obra representativa del Mondrian geométrico, premeditado, terriblemente frío. Con su sentido místico, nos dirán los historiadores del arte, pero frío al fin.

El descubrimiento de este paisaje inacabado se antoja óptimo para ilustrar el caso en el que una parte contradice al todo, una obra en particular parece poner en jaque el conjunto de la producción posterior del artista. Algo semejante ocurre cuando uno se encuentra con los Cuadernos inéditos de Cioran, específicamente al leer el siguiente texto:

 

 

 

Ayer, a bordo del tren que me llevaba de Compiegne a París. Frente a mí, una joven (¿19 años?) y un joven. Trato de combatir el interés que tomo por la joven, por su encanto, y, para lograrlo, la imagino muerta, en estado de cadáver avanzado, sus ojos, sus mejillas, su nariz, sus labios, todo en plena putrefacción. Nada fue eficaz. El encanto que ella desprendía seguía actuando sobre mí. Tal es el milagro de la vida.

 

 

 

Tanto este apunte, donde el nihilista se enamora de la existencia y nos lo confiesa casi entre paréntesis, como el cuadro en que el pintor que será adalid del abstraccionismo muestra una vena de apasionamiento romántico, son brotes inhabituales. Vistos a posteriori representan resquebrajaduras que nos sugieren que el corpus fundamental de sus respectivas obras puede estar sustentado en una negación monumental. Una negación que tensa la cuerda y propicia el registro particular, característico de ellos. Quizás haya aquí algo monstruoso y también muy humano. En mayor o menor escala, es seguro que todo esfuerzo creativo contiene algo de este fenómeno: la supresión de un ángulo vulnerable en aras de edificar la identidad anhelada como propia; acaso aquí se trate de un perfil de reciedumbre para sobreponerse al embate diario de la vida. Esta contradicción abre una perspectiva desde la que se puede evaluar de modo distinto la producción posterior de Mondrian o releer cada página del pensador rumano. En el fondo, tras la severidad, tras la sentencia tajante y cáustica de Cioran, podría aparecer esta segunda esencia suya, que ya no sabremos si corresponde a una fragilidad que humaniza y puede conmover aún más, o si nos habla de los horrores de ese pasado suprimido, las simpatías con el nazismo, los afanes y las actividades innombrables de los camisas negras, a cuyo movimiento se unió de muy joven, todo aquello que desgarradoramente nos viene a señalar Mihail Sebastian en su Diario (1935-1944) y que antes nadie sospechaba. Estas revelaciones obligan a tratar el caso de Cioran con el espíritu de disección que se aplica a los colaboracionistas, traidores o simpatizantes del fascismo y el hitlerianismo, Knut Hamsun, Louis-Ferdinand Céline o Pierre Drieu La Rochelle: nos resulta indispensable un deslinde entre obra y biografía, los méritos de una y los yerros de la otra. Poder apreciar cada cosa en su lugar. Y, por otro lado, estudiar su interrelación.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, Drieu La Rochelle razonó: Yo colaboré con el enemigo, en el entendido de que antes que franceses somos europeos; pero el enemigo no fue inteligente y además perdió, lo que me hace culpable de alta traición; por lo tanto, reclamo la muerte. Y se pegó un tiro. Por más repugnantes que fueran sus inclinaciones políticas, hay una innegable estatura humana en el modo de razonar y encarar la conclusión del juego de intereses. En el caso de Cioran, resulta triste pensar en la posible reinterpretación –necesariamente empobrecedora– de sus abismos e infiernos bajo la óptica de toda la información desenterrada.Y encontrarlo mezquino o impostado, siendo un escritor tan incendiario, tan a rajatabla y, supuestamente, honesto hasta el autoflagelo, incapaz de hacer concesiones. El ocultamiento de su propio pasado representa una doble decepción, una traición a la entrega de sus lectores y una negación a su valor de iconoclasta. Su centenario se acerca (2011) y la evaluación que se le rinda sin duda será indicativa del signo de los tiempos, dictará cómo habrá de reinterpretarse la expresión en sus retratos. ~

 

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