Cóbraselo caro, de Élmer Mendoza

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Que las piedras son un elemento recurrente en la narrativa de Élmer Mendoza salta a la vista. Baste recordar la pedrada con la que David mata a Rogelio Castro en El amante de Janis Joplin, hecho que desata la acción de la novela y cuyo eco, transfigurado en diversas variantes del acto de lanzar, se deja sentir en el resto de la narración. Por el mismo camino, las piedras en las que, convertido, se desmorona el cuerpo apuñalado de Pedro Páramo al final de la novela de Rulfo son el pretexto de Élmer Mendoza para generar la acción en Cóbraselo caro.
     El asunto se antoja atractivo desde el inicio: ¿dónde quedaron esas piedras?, que es como preguntar: ¿qué fue de Pedro Páramo al ingresar al mundo de los muertos, tan a sus anchas en Comala, donde los que van muriendo visitan a los que quedan vivos en un discurrir donde se desvanece la frontera fatal? Por supuesto que a esta pregunta implícita el mismo Rulfo respondió novelescamente desde el principio: es “un rencor vivo”, es decir, una fuerza, una presencia ya descarnada, vuelta piedras, despeñada pero influyente; no el polvo enamorado de Quevedo, sino las piedras rencorosas de don Pedro.
     Estas piedras, este rencor, es el que atiende e intenta rehabilitar Mendoza en su novela; no quiere reescribir o adaptar al siglo XXI la obra de Rulfo, más bien desea retomar el camino a Comala y revisitar las honduras de este pasaje al reino de otro mundo. Empresa nada fácil, pues si bien Pedro Páramo, entre muchas otras cosas, es una novela donde vida y muerte quedan en entredicho, consigue salvar cualquier encajonamiento gracias al gesto poético que la sustenta, que es haber dado con el silencio, con el silencio genuino que está detrás de toda palabra y que le es indispensable a ésta para poder serlo. De tal suerte que en esa hondura sin fin creada por Rulfo surgen, con toda naturalidad y verosimilitud, los murmullos, las voces y el grito descarnado que, al unísono, consiguen arrancarle crujidos a la Tierra: el grito sordo de los muertos que atenebra.
     Mendoza acomete esta hondura desde la única postura que es posible adoptar: la de la paradoja. Así se advierte desde el epígrafe de Cóbraselo caro, tomado de Roberto Juarroz, que reza: “El hombre no vive: resucita.” De modo que es una suerte de no-vida —algo muy distinto a la muerte— la que persigue Mendoza a través de su personaje Nick Pureco, próspero restaurantero chicano de Chicago que decide buscar las piedras en las que quedó convertido Pedro Páramo.
     En apariencia gratuita, esta decisión coincide con un proceso de pérdida progresiva de la memoria que sufre el personaje. Conforme Pureco va perdiendo recuerdos, va ganando plaza en su incorporación a la novida paradójica en la cual su búsqueda tiene sentido. Muy pronto diversas preguntas y asertos repercuten en su pensamiento: “Si la velocidad de la luz es de 300 mil km por hora, ¿cuál es la de la oscuridad?”; “Todo hombre es una idea de Dios y de sí mismo”; “Siempre se puede elegir el sufrimiento”. Éstos son los mandatos —cuyo eco aparece a modo de estribillo a lo largo de la narración— que ocupan la mente del personaje y lo guían en sus incursiones al “lugar fuera de coordenadas” emulador de Comala.
     Estas incursiones ocurren en dos sentidos: uno quijotesco, pues Pureco entabla varios viajes a donde supone está Comala en busca de las dichosas piedras, tomando como realidad literal la realidad literaria, en un regreso al país de origen de sus padres emulador del viaje de Juan Preciado; y otro interior y delirante (además de perder la memoria, el personaje toma píldoras para los nervios y mucho tequila), pues en su paulatino alejamiento de la vida convencional, llega a convivir tanto con sus muertos como con algunos que aparecen en la novela de Rulfo. Es en este segundo plano donde Nick Pureco atisba el llamado de sus raíces y la apreciación de una cultura donde suceden cosas inconcebibles en Estados Unidos.
     El contrapunto que amplifica el contraste entre el cuadriculado confort de los gringos y los ambiguos atavismos de los mexicanos es realizado a través de Lily, la esposa anglosajona de Pureco. Además de llevar la voz en los pasajes que le corresponden a través de cartas con un amigo —acaso mediante correo electrónico— donde aquélla da cuenta de los cambios de comportamiento operados en su esposo, Lily manifiesta su apego al higienismo en sus diferentes vertientes como vía para prolongar los años de vida: productos orgánicos, yoga, dietas y estrategias de consumo procurados hasta el absurdo dan cuenta de los pilates de su vacua idiosincrasia. Resulta notable que Lily termine comulgando con la inspiración de su marido: las ganas de creer que distinguen a nuestro siglo. Junto a Lily, Armando, el cocinero culichi difícil de asombrar; y Macedonio Fernández, amigo argentino capaz de hallarle dirección a cualquier sinsentido, son los personajes de Cóbraselo caro que, a pesar de ser representativos, se antojan atinados.
     Con Cóbraselo caro Élmer Mendoza cubre novelísticamente el hueco que llevan en el alma los chicanos, raza que forma parte del país que el autor ha venido transformando en literatura al tiempo que ofrece una lectura en clave quijotesca de Pedro Páramo. Por desgracia, el silencio primordial del que surgen los murmullos de Rulfo, en la novela de Mendoza se convierte en un opaco “silencio de espátula” de tal suerte que sus sombras se antojan más caracteres de farsa (aunque el humor esté presente en este viaje: “Un hombre no debe morir dos veces con la misma arma”) o de película de Spielberg (baste mencionar el cuarto del Poltergeist en casa de los Pureco), que ánimas de Comala; y el “rencor vivo” y memorable que es Pedro Páramo queda reducido a un montón de piedras apestosas. –

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