Contra la historia oficial, de José Antonio Crespo

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Canta Juan Gabriel, digno profeta del primer nacionalismo revolucionario, que en “aquel tiempo se hablaba de ranchos/ de la milpa y la tabla de arroz/ de la música, el baile y el canto/ del padre, la madre y de Dios/ de la siembra y cosecha del campo/ de la casa, el lugar y el amor”. Pero canta también, en su modalidad de comentarista contemporáneo, que “ahora hablan de que hay terrorismo/ del peso y su devaluación/ ahora hablan con tal pesimismo/ de que ahí viene otra revolución/ ahora en vez de mirarse ellos mismos/ ahora miran la televisión”. La canción se llama “El México que se nos fue”, pero bien podría ser un himno para este México que amenaza con devolverle democráticamente el poder al PRI: entre la despechada añoranza de un pasado que nunca fue y una renovada incapacidad para concebir un futuro no tan peor.

Acaso sea la ausencia de relatos que unan el presente con un ayer inteligible y un proyecto de mañana, la escasez de narrativas que inscriban nuestra experiencia actual dentro de una trayectoria que le dé sentido, la que nos hace tan propicios al falso consuelo de la nostalgia (todo tiempo pasado fue mejor) o al conservadurismo de la desesperanza (más vale malo por conocido). Será que para el siglo XXI nos ha faltado la imaginación histórica que al XIX le sobraba; y que, sin ella, lo que el siglo XX nos dejó es apenas una decepción a que aferrarnos.

Contra la historia oficial es un testimonio de eso, de lo nublado que anda nuestro clima cultural. Promete develar el “lado oscuro” del pasado mexicano mas, en el intento, acaba envolviéndolo todo en una oscuridad muy del presente. José Antonio Crespo quiere hacer una imperiosa crítica de los mitos y distorsiones de la historia “que se enseña de manera obligatoria en las escuelas primarias de todo el país”, pero sin haber consultado los programas de estudio, los libros de texto, las guías o los materiales de apoyo con que los maestros preparan sus clases. No hay una cita, algún ejemplo, ningún pormenor que identifique concretamente aquello contra lo que protesta. Lo que hay es una condena genérica al uso político de la historia, a su mutilación con fines ideológicos, aunque sin mayor referencia a casos específicos que muestren la vigencia del fenómeno en cuestión. ¿De qué se trata, entonces, este libro? De criticar una idea, la “historia oficial”, sin otra entidad que la de su crítica misma, refutar un planteamiento confeccionado a la medida de su propia refutación.

Crespo comienza advirtiendo la necesidad de una interpretación del pasado mexicano menos épica y personalista. Organiza sus capítulos en torno a los vicios de los héroes y las virtudes de los villanos –la astucia de Cortés, la crueldad de Hidalgo, el arrojo de Santa Anna, la arbitrariedad de Juárez, la buena voluntad de Maximiliano, la ingenuidad de Madero– con la intención de mostrarlos “como lo que fueron”, sin exagerar sus logros ni ocultar sus fallos. Sucede, no obstante, que desde esa perspectiva el proceso histórico mexicano queda reducido, semper idem, a la idiosincrasia de un puñado de mandones. Que no aparecen como santos ni demonios, cierto, pero que siguen ejerciendo como únicos motores de la historia en detrimento de otro tipo de enfoques (institucionales, sociales, económicos, culturales o incluso políticos en un sentido más amplio) que permitirían pensar la historia como algo distinto a la sola voluntad de los grandes hombres, y en la que los mexicanos podrían desempeñar otro papel que el de simples acarreados o víctimas del caudillo en turno.

Contra la historia oficial aspira a una comprensión de la historia “más apegada a la realidad, que refleje lo que en verdad hemos sido más que lo que hubiéramos querido ser”. Crespo, sin embargo, pierde la paciencia tan pronto como sus prohombres pierden la compostura de monumentos, y no escatima en regañarlos por recurrir a la fuerza, por no negociar con sus adversarios, por no respetar los resultados electorales, por aferrarse al poder, por ser o demasiado duros o demasiado blandos; en fin, por ser como fueron y no como debieron, según la privilegiada retrospección del autor. Así, por ejemplo, mientras el cura Hidalgo aparece como el sanguinario artífice de una “estrategia genocida”, como un intolerante redentor de la violencia, Madero se presenta como un “pésimo político y peor revolucionario” que no supo actuar con la severidad que exigían los tiempos, como el tibio que sucumbió por ser incapaz de pasar por las armas a sus enemigos –“cosa que cualquier revolucionario que se respete hubiera hecho”.

Por último, tras su enjundiosa diatriba contra la manipulación política del pasado, contra el autoritarismo implícito en la noción de una verdad histórica oficialmente sancionada, Crespo concluye proponiendo, sin asomo de ironía, “una historia oficial para la democracia”. Más democrática porque retrataría a los próceres en su modesta condición humana, sin el aura de lo sagrado ni de lo maldito, pero todavía tan “oficial” que no sabe representarse la enseñanza de la historia más que como una lección sobre los mandamases que nos dieron patria, no vislumbra la posibilidad de que convivan en el aula una pluralidad de historias no oficiales, ni contempla tampoco a los compatriotas salvo como cándidas criaturitas a las que nos debe ser revelada, con paternalismo, la verdad, pues “suponer que por ignorar la verdadera historia de su país los mexicanos serán mejores ciudadanos equivale a pensar que los niños se convertirán en mejores adultos si jamás se les desengaña sobre la verdadera identidad de los Reyes Magos”.

A su manera, Contra la historia oficial cumple en el intento de darle otra historia a nuestra democracia. Ocurre que es una historia, como nuestra democracia, sin imaginación. ~

 

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es historiador y analista político.


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