Crónicas berlinesas, de Joseph Roth

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El 27 de diciembre de 1921, Kandinsky escribe con regocijo, “Querido Klee: ¡Por fin estamos en Berlín!”, la urbe cosmopolita y magnética que atrae el talento y cuece a fuego lento la modernidad, la guarida de artistas que acelerarían el mundo, de cabareteras casquivanas ganándose un sobresueldo ejerciendo de musas, de inmigrantes y judíos contribuyendo al hervidero urbano en que estaba convirtiéndose el Berlín de entreguerras, aquella capital de Weimar que competía con Nueva York en el papel de modelo para la Metrópolis de Fritz Lang. Joseph Roth habitó este Berlín en la encrucijada de la historia que los nazis llamaron degenerada, en el que se fraguaba la sociedad moderna y el arte del futuro, y lo retrató en estas jugosas Crónicas berlinesas, escritas entre 1920 y 1933 para distintos medios de prensa, en su mayoría publicados en el Frankfurter Zeitung y en el Neue Berliner Zeitung, las reunió hace una década la editorial Kiepenheuer & Witsch y han sido ahora traducidas por Minúscula para que los lectores del autor de La marcha Radetzky (1932) conozcan a un Roth satírico de letra menuda, mirada afilada y sobrada retranca.

Como en un rompecabezas, Roth compone la imagen final del Berlín de su tiempo yuxtaponiendo retratos parciales. En “Noche en los tugurios”, “Refugiados del Este” o “Con los indigentes”, el escritor austrohúngaro desciende a los infiernos de la marginalidad, dirigiendo su mirada a los incontables refugiados llegados por obra y gracia de los pogromos, a los judíos errantes y los hampones miserables, retrato sórdido del vertedero humano en que se convertía una ciudad en la que, en feroz contraste y al cobijo de la ambigua y transitoria placidez regalada por el final de la Gran Guerra –a la que dedicó su novela Hotel Savoy (1924)– florecían cafés, burdeles y teatros por los que derrocharon hedonismo y amour fou burgueses, bohemios y petimetres con botines de charol que Roth inmortaliza en “Rumores en el Schwannecke”, “El Kürfurstendamm” o “La industria berlinesa del entretenimiento”, damas encorsetadas, nubes de humo mentolado, saxofones relucientes, cócteles “cuyo diáfano colorido evoca piedras semipreciosas en estado líquido” (p. 184) y actores de la noche berlinesa y “su alborozo industrializado” (p. 183). Tal vez en “Pasajeros con bultos” establezca Roth mejor que en ningún otro texto del volumen la dimensión social y anímica de ese Berlín escindido en frívolo consumo y marginalidad: “el tren pasa delante de anuncios luminosos, himnos comerciales dedicados a un detergente, a unos puros. Es la hora en que el mundo se va al teatro para asistir a la representación de unos destinos sobre fastuosos escenarios, y en el mismo tren viajan las tragedias más sublimes y las más trágicas minucias” (p. 97). En cualquier caso, tenga el lector en cuenta que Max Beckmann pintaba de forma simultánea ese mismo contraste descomunal entre luces y sombras que definía Berlín en los felices veinte, bares nocturnos (Königinen II o la serie de litografías Viaje a Berlín, por ejemplo), mujeres fumando, abalorios y calles atestadas de ocio y prisas, y de otro lado familias paupérrimas comiendo patatas en un cuchitril. Y junto a Beckmann, Otto Dix, George Grosz (compare el lector su cuadro Metrópolis, de 1917, con los expresionistas de la Neue Sachlichkeit [Nueva Objetividad] –corriente con la que Roth comparte la ironía y la crítica social [deténganse en “Campaña electoral en Berlín”, una pieza sublime del manejo del lenguaje y la burla] y que, dicho sea de paso, transcurre entre los mismos años que limitan estas Crónicas berlinesas–) retratan, como ya lo hicieran Kirchner y los artistas del grupo berlinés Die Brücke, la decadencia y la corrupción moral que aquejan a la misma república de Weimar que le está dando la bienvenida a la mismísima modernidad, llevada en volandas por las vanguardias. Invisibles máscaras de la hipocresía humana, coches atropellando la Historia y calles transitadas por tipos ociosos venidos a más e infinitos Prometeos encadenados motu propio y uno por uno a los siete pecados capitales. A esa modernidad, y a sus acólitos, la gran urbe y la tecnología, les dedica Roth numerosas páginas en las que resuenan las palabras entronizadas por los exaltados popes de esas vanguardias. El maquinismo y la velocidad de las proclamas futuristas de Marinetti (“un automóvil rugiente es más hermoso que la Victoria de Samotracia” y Boccioni (“el abrir y cerrarse de una válvula crea un ritmo igual de bello que el de un párpado animal”) vienen a la memoria leyendo “Paseo” (“todo se acabó el día en que la naturaleza se convirtió en un lugar de recreo”, dice en la página 18, ahogado en ironía), “El hombre resucitado” y su celebración de la modernidad: “a la conquista de la ciudad le sigue la conquista del trabajo. Rodeado de máquinas, el hombre no tiene más opción que convertirse también él en máquina” (p. 87), “Kurfurstendamm” (¡y su escéptica e irónica descripción de un artilugio llamado semáforo!) o “Rascacielos” y su propensión incontestablemente vanguardista a valorar la industria sobre la naturaleza (“cada vez que miro fotos de Nueva York me invade una profunda gratitud por la omnipotencia de la técnica humana”, p. 116 y siguientes). Y si estas Crónicas berlinesas celebran el advenimiento de la gran ciudad, tampoco en eso van a contracorriente de su época. No es preciso leer entre líneas para advertir que, pese a sus críticas al tráfico desbocado, Roth está escribiendo a su manera el elogio de la metrópoli industrial y masificada –“el mérito de los escritores judíos en la literatura alemana consiste en el descubrimiento de la literatura del urbanismo. Los judíos han pintado el paisaje de la ciudad y el paisaje anímico del ciudadano”, escribe en la página 233– como hizo asimismo Döblin en Berlin Alexanderplatz (1929) de la mano de su protagonista Franz Biberkopf, de sus visiones simultáneas à la mode de Joyce (¡y de Delaunay!) y de sus adscripciones futuristas, testimonio en cualquier caso de excepción, como el propio Roth en el espléndido volumen que nos ocupa, del pulso acelerado de una ciudad que parecía adquirir la forma de un libro abierto en el que leer dos textos de forma simultánea, a saber, la teoría de las vanguardias y el prototipo de sociedad contemporánea en la que ya a estas alturas de la vida estamos enjaulados. ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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