Hablando de la obra de Gide, Borges se refirió a Francia como el país más literario del mundo. Todo en él es discutible (en el mundo e incluso en Borges), pero teniendo en cuenta la manera en que la herencia cultural y literaria de ese país emana como agente activo y perfila históricamente su carácter contemporáneo, la narrativa francesa actual se muestra como una de las más imbuidas de literatura, una de las más proclives a conformar auténticos universos literarios en la voz de diversos autores en los que se reconoce la “enfermedad de la literatura”, esa anomalía abocada a la nada que singulariza a los barrocos, a los obsesivos, a los perseguidores de una cadencia, la del lenguaje. Entre el absorbente y desmesurado Michel Houellebecq, el enigmático Pascal Quinard y la mirada paciente del obrador de milagros Christian Bobin, se autoabastece la literatura compacta de Pierre Michon (Cards, 1945), un tipo que vive alejado de los círculos literarios parisinos en un barrio a las afueras de Orléans. Uno de esos escritores para quien la literatura no es menos esencial que la vida ni necesita coincidir con la realidad porque tiene más fuerza que la verdad.
Michon, hijo de una maestra rural y un padre militar que se fue de casa sin dejar rastro, escribe su primer libro como “un dispositivo colocado frente a un espejo”. Tras una infancia plagada de ausencias, abandonado después al alcohol y a los barbitúricos, ingresado repetidamente en varias clínicas de desintoxicación, busca refugio en la escritura, pero ésta tarda en abrirle la puerta. Hasta los 38 años no publica esa pequeña joya de apenas un centenar de páginas titulada Vidas minúsculas, uno de esos libros que circula de boca en boca como una consigna y termina generando una ola de entusiasmo soterrado entre incondicionales adeptos. Desde ese momento, la literatura de Pierre Michon adquiere un sello de identidad muy particular, afianzado en libros sucesivos como Rimbaud el hijo, Señores y sirvientes y el reciente Cuerpos del rey. El señuelo de todos ellos será el del biógrafo biografiado a través de la reconstrucción de vidas ajenas. De perfil similar a Claudio Magris o W.G. Sebald, pero con una textura poética de raigambre más barroca, fusiona biografía íntima e historia, pero una historia anónima evocada desde la perspectiva de su presente. Su escritura participa, por tanto, de esa hibridez que define el rumbo de la literatura más reciente.
Michon asume con Rimbaud, su poeta icono, que la existencia sólo se justifica como materia artística. Considera que la auténtica virtud del hombre de letras es la eterna reactivación de la literatura y la importancia de la emoción poética imprimir cadencia a la lengua. Si en Señores y sirvientes reúne cinco textos dedicados a otros tantos pintores en los que crea una atmósfera en la que juguetean lo acontecido y lo no acontecido, en Cuerpos del rey elabora una ficción más conforme con lo que considera verdadero para trazar en diversos textos el perfil más humano de los escritores que han sido fundamentales en su formación literaria, como es el caso de Beckett, Flaubert, Balzac, Villon, Victor Hugo y, sobre todo, Faulkner, además del escritor suizo apenas conocido Charles-Albert Cingria.
El hilo conductor que ensarta los diferentes textos, recopilados de otros libros anteriores aparecidos originalmente en las Editions Verdier, es el concepto medieval de la figura del rey desdoblada en dos cuerpos, el terreno, mortal y funcional, y el eterno y dinástico que su reinado entroniza y consagra. Aplicado a sus escritores más admirados, Michon bucea en el hombre probable que se esconde tras la máscara del texto que lo ha entronizado y consagrado, “y al que arbitrariamente llamamos Shakespeare, Joyce, Beckett […], pero se trata del mismo cuerpo inmortal ataviado con pasajeros andrajos; y hay otro cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña; que se llama, y nada más se llama, Dante y lleva un gorrito que le baja hacia la nariz chata; o nada más se llama Joyce, y entonces tiene anillos y mirada miope y pasmada; o nada más se llama Shakespeare, y es un rentista bonachón y robusto con gorguera isabelina; o se llama nada más, y carcelariamente, Samuel Beckett”. En el caso de este último y de Faulkner, Michon estudia sus posturas fotográficas en sendos retratos para intentar captar ese algo que en su cuerpo denote la diferencia, la huella de su poder literario. Pero todos los autores a los que se acerca, y por eso lo hace, alcanzan “lo Sublime”, sus novelas engloban el mundo a través de las palabras. Michon, como ya ha dicho Jacinta Cremades, se interroga a partir de sus lecturas sobre esa presencia repentina de la literatura, que convierte en “rey” a un escritor.
Uno de los momentos más interesantes del libro, junto con el texto dedicado a Beckett, es aquel en que la figura de Faulkner se hace redundante para descubrirnos un atisbo de ese otro cuerpo que se esconde tras la máscara literaria del actual renovador de la prosa narrativa francesa y que se llama, y nada más se llama, Pierre Michon. A través de un texto elaborado como respuesta a un cuestionario, Faulkner se revela como el incipit de la escritura de Michon, que tanto se le hacía de rogar, “alguien que escribía desde y por esa constelación emotiva que era más o menos la mía, cuya frase respiraba y tenía apetencias que tenían mi misma cadencia; cuyo nihilismo se transmutaba en su contrario por la gracia total de esa cadencia”. A partir de su descubrimiento con la lectura de ¡Absalon! ¡Absalon!, surge el atrevimiento del enunciado, la poderosa voz invencible que echa a andar dentro de un hombrecillo inseguro. Surge la literatura en un hombre llamado Pierre Michon. ~