Durante dos terceras partes de Diario de un mal año las recompensas son escasas y el desconcierto del lector crece. Se le mantiene en una zona prácticamente estática, equiparable a esa línea de sombra donde Joseph Conrad encuentra un océano en el que no hay brisa ni oleaje y la inmovilidad reinante causa angustia de muerte. Cuando J. M. Coetzee por fin decide desencajonar los elementos de la trama, el cuadro que emerge nos parece, al principio, forzado y que incluso tienta el plano de la franca inverosimilitud. Da la impresión de que el curso de la novela se tambalea.
El libro está inicialmente dividido en dos secciones que corren en paralelo, ocupando respectivamente un margen de cada página: la primera está conformada por una serie de fragmentos que el protagonista, el escritor “C.” y más tarde “J. C.”, nacido en Sudáfrica hace 72 años y naturalizado australiano, está preparando para un volumen titulado Opiniones fuertes, que contendrá escritos similares de otros cinco literatos renombrados y será editado en Alemania. Se discuten la anarquía, la democracia, Maquiavelo y Bush, en un estilo directo y llano, erudito pero nada doctoral, más bien llevando un tono de coloquio espontáneo. La segunda sección es un diario personal de J. C. que pronto se centra en la figura de Anya, una vecina atractiva a la que conoce en el cuarto de lavado de su edificio. La mujer lo perturba, haciéndolo sentirse un viejo inútil y cercano a la tumba. Lo único que se le ocurre para atraerla a sí es invitarla a transcribir los textos que viene redactando, le ofrece una buena paga. Hacia la página veinticinco irrumpen una sección más y una nueva voz: el tercer margen de cada página ahora es ocupado por una especie de soliloquio de Anya, donde se cuestiona la personalidad del “señor C.” (así lo llama, en castellano, pues ella es de origen filipino), la naturaleza de los escritos que pasa en limpio, y, más allá de eso, expresa sus impresiones del día a día, lo que incluye un repaso de sus conversaciones con Alan, el hombre con quien vive. De ahí en adelante, el propósito de la novela sería presumiblemente el de desarrollar una interacción entre las tres secciones, a veces fortuita, a veces nutrida de coincidencias intencionales, creando un juego de tonalidades en contraste y tensión en el despliegue de los caracteres. En concepto, la propuesta parece rica e interesante pero el contrapunto situacional y la divergencia entre las sensibilidades de los personajes no se traducen en hondura dramática, por más que reconozcamos una situación humana lastimosa. Ni la infatuación elegíaca del protagonista es envolvente o conmovedora, ni el personaje femenino está construido de modo convincente: Anya, en su frivolidad mezquina, no llega a despegar del estereotipo, como carácter no alcanza una metafísica o dimensión propia. Esto resulta crítico pues se trata del motor vital de la narración.
Por su lado, la sección ensayística de Diario de un mal año no guarda un orden progresivo: podría tener una secuencia inversa sin cambiar el resultado. Es de suponerse que Coetzee calculó que este acomodo azaroso de la sección podría conferirle libertad y ligereza a la estructura total del libro, pero simultáneamente ésta adquiere una condición de gratuidad. En una de sus primeras intervenciones, Anya emite una sugerencia al respecto: “Escriba sobre cricket… Escriba sus memorias. Cualquier cosa menos de política. Su tipo de escritura no funciona con la política.” (La ficción ha quedado descartada de antemano, al declarar C. que se siente exhausto como para emprender el esfuerzo de una nueva novela.)
Con todo y las evidencias de un álter ego narrador, que da pie al humor crítico y la autoparodia –J. C., que no solamente puede ser John Coetzee sino Jesús Cristo, nos dice que es vegetariano y autor de una novela titulada Esperando a los bárbaros–, comenzamos a convencernos de que el autor ha quedado atrapado en su propio ardid de espejos, y su protagonista ha de terminar proveyendo una serie de justificaciones, autojustificaciones, que si bien nos pueden explicar la intención del libro, no lo hacen eficiente, no lo salvan del colapso. Casi llegamos a presentir que Coetzee ha abandonado una de sus características más distintivas: el negarse a crear personajes que nos caigan simpáticos, proceder que responde a su ética de la construcción dramática. A punto de concluir el tramo que ocupa esos dos tercios del libro, titulado globalmente “Opiniones fuertes”, detectamos una serie de guiños con los que pareciera el autor querer vendernos a su personaje. Pero hasta este momento el patetismo de J. C. no cautiva.
Al comenzar la parte final del libro, titulada “Segundo diario”, la densidad se disipa de golpe. Las tres secciones cobran dinámica, cada una en sí y entre sí, e interactúan en tensión dramática. Inesperadamente, se hacen presentes el empuje y la potencia de la mejor prosa de J. M. Coetzee. La severidad del libro cobra sentido. Las reflexiones del viejo J. C. adquieren una calidad de canto del cisne, se tornan más personales, envueltas en un halo entrañable, son las que Anya nombra “Opiniones suaves”, con las que siente al fin correspondencia y las que le abren una conexión con el alma de este hombre. En esta serie de fragmentos él ha dejado el sesgo erudicional y, aun hablando de temas elevados, los aborda desde la emoción. En un pasaje, C. admite tener debilidad por aquello que otros desdeñan: los perros ancianos y gruñones, los muebles feos que sobreviven mudanzas o cambios de decoración, los autos a punto de desvencijarse. Advierte que lo sobrecoge “el mudo atractivo de lo no deseado”. Y queda claro que, acaso inconscientemente, así es como se ve a sí mismo, y quisiera que el mundo le tuviera ese mismo apego. Por eso nos lanza frases como “la gente vieja se vuelve cartesiana” (en la variante tengo achaques, luego existo) o nos participa que los críticos vociferan que él no es un novelista de cepa sino un pedante que se ha inmiscuido en la ficción.
(Por su lado, él ha aceptado que sus “Opiniones fuertes” han sido “una oportunidad para gruñir en público […] para tomar mágica venganza contra el mundo por rehusarme la realización de mis fantasías…”)
Los personajes que comenzaron la desolada historia con la disonancia larga de la falta de entendimiento, terminan en una profunda empatía espiritual, una verdadera comunión. A contrapelo, Coetzee el artífice ha tomado riesgos mayúsculos, realizando de nueva cuenta un malabar deslumbrante. ~