El camino al fascismo

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En la mejor tradición universitaria americana que él celebra, Huntington ha escrito un libro a contrapelo de la ideología dominante en las universidades mismas, algo que en otras disciplinas habían hecho en el pasado bastante reciente Alan Bloom y Harold Bloom. Huntington escribe contra el antiamericanismo reinante desde los años sesenta en las universidades de los Estados Unidos, que los hispanos amenazan con convertir en un país anglohispano, con grandes sectores de su población no necesitados de o renuentes a asimilarse a la cultura dominante, ni siquiera a aprender el inglés. Esa declinante cultura hegemónica, el meollo ideológico-cultural de los Estados Unidos según Huntington, es de origen anglo-protestante, y es responsable del espléndido desarrollo social, político y económico del país —es el American Way of Life, hecho posible por el puritanismo, lo cual quiere decir el amor al trabajo, el individualismo que abjura de todo poder centralizador, inclusive del Estado, cuyos derechos sobre el ciudadano son celosamente mantenidos a raya por un sistema jurídico que garantiza la libertad e independencia de cada persona—. Es ese sistema de vida el que, dice Huntington, ha servido de imán a los inmigrantes que han llegado a Estados Unidos, hasta fines del siglo XX, con el anhelo de hacerse unos con él para aprovecharse de sus beneficios, siendo uno de los principales la posibilidad de ascenso en la escala económico-social, en contraste con la rígida estratificación clasista de los países de origen de esos nuevos ciudadanos, sobre todo los que arribaron al país durante el siglo XIX y la primera mitad del XX.
     Es irónico que el libro de Huntington, desde su título mismo, nos resulte familiar. Libros y ensayos sobre la identidad española, hispanoamericana o de alguno de los países de lengua española, proliferan. En España abundan los escritos que se preguntan quiénes son los españoles desde los ensayos de Larra, pasando por el Idearium español de Ángel Ganivet y toda la Generación del 98 hasta la novelística de la posguerra, en especial la de Juan Goytisolo. En Hispanoamérica podemos empezar una lista similar con las odas de Bello, la “Carta de Jamaica” de Bolívar, siguiendo con el Facundo de Sarmiento, “Nuestra América” de Martí, Ariel de Rodó, y luego libros como La raza cósmica, de José Vasconcelos, Perfil del hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos, El laberinto de la soledad de Octavio Paz, y así sucesivamente. No ha habido una tradición semejante en las letras de Estados Unidos. El mejor libro sobre el carácter de esa nación sigue siendo el del francés Alexis de Tocqueville, De la democracia en América (1835-40). Es como si Estados Unidos se sintiese tan seguro de sí mismo como nación que no provocara indagaciones de ese tipo, o, más probablemente, que el desarrollo de las ciencias sociales ha sido tal en el país que el ensayismo del tipo hispánico sobre el tema no podría competir con discursos avalados por métodos y pruebas de tipo más sistemático.
     Porque el parecido de ¿Quiénes somos? con las obras en lengua española mencionadas termina en la pregunta misma. El libro de Huntington está escrito en la retórica ramplona de las ciencias sociales, con gráficos, encuestas, cifras, y otros elementos típicos de esas disciplinas. No hay, como en el Ariel de Rodó, libro que es una especie de opuesto correlativo de ¿Quiénes somos?, la aspiración de emparejar belleza y verdad. No hay magisterio fundado en una voz de autoridad, sino la pretensión de que la verdad emerge del método y los materiales aducidos por la investigación y la ciencia. Lo que sí hay en todos los libros mencionados, inclusive el de Huntington, es la sensación de crisis, de que surgen motivados por algún cataclismo que amenaza la nación. Esto es lo que aparea ¿Quiénes somos? y el Ariel, amén de todos los ensayos escritos por los miembros de la Generación del 98. Para Huntington ese cataclismo fue el 11 de septiembre, para Rodó y para los españoles la Guerra Hispanoamericana. Con Rodó comparte Huntington además el ansia provocada por el cambio de siglo: Rodó publica su famoso ensayo justo en el 1900, Huntington su libro este mismo año de 2004.
     ¿Quiénes somos? es un libro que manifiesta un sentido de alarma por lo que su autor ve no como la disgregación racial, en términos estrictamente biológicos, de su país, sino como la erosión del núcleo cultural e ideológico anglo-protestante que él considera el fundamento de los Estados Unidos —lo que él llama el Credo Americano—. No sólo el origen de la nación, sino aquello que le ha seguido dando cohesión y poder a lo largo de toda su historia. En un momento como el actual, cuando los Estados Unidos han quedado como la única superpotencia en el mundo, papel hegemónico que muchos resienten, no sorprende que ¿Quiénes somos? se haya convertido en seguida en una obra polémica, y un best-seller no sólo en el original sino también en español. A todo el mundo le interesa saber quiénes creen, o creemos, que son o somos los ciudadanos de Estados Unidos. En este sentido, ¿Quiénes somos? es un libro oportuno que abre un debate en vez de inspirar el coro de voces afines que se escucha con demasiada frecuencia en las universidades, donde el antiamericanismo es en efecto componente indiscutible de la jerga diaria, de la cháchara cotidiana, de las poses que afectan colegas extranjeros y norteamericanos. En el subgueto hispanoamericanista la conciencia de culpa de estar, después de todo, en Estados Unidos, devengando jugosos salarios y gozando de privilegios inimaginables en nuestros países de origen, agudiza la urgencia de proclamar (siempre que no ponga en peligro esos beneficios) nuestro desprecio por los Estados Unidos, no sólo su política, sino también su cultura. El libro de Huntington no va a convencer a muchos de nosotros, y nos va a irritar por sus prejuicios, pero tal vez nos haga pensar y asumir nuestra condición de ciudadanos o residentes de este país de forma más premeditada y a tono con las condiciones materiales de nuestra existencia —como dirían los marxistas—.
     Algunas de las quejas de Huntington sobre la educación en Estados Unidos son a mi juicio certeras. Por ejemplo, es cierto que la enseñanza de la historia de Estados Unidos y en general de Occidente se ha descuidado a favor del estudio de historias más locales o étnicas, que la historia como mito nacional inculcado a niños y jóvenes para que sientan orgullo de su país y sepan cuáles son sus virtudes ha decaído. Las fiestas nacionales son cada vez más hueras en los Estados Unidos, donde la mayoría de la población desconoce los inmensos logros de esta nación, sobre todo en lo que respecta a las libertades individuales. Esto se refleja en la actitud de colegas que, como yo grandes amantes y admiradores de Francia, nunca piensan en el mar de cruces que se extiende silente junto a las playas de Normandía; las tumbas de los miles de americanos que dieron sus vidas luchando contra el fascismo. También es cierto, a mi ver, el abandono del estudio de la civilización occidental, y con ella la lectura imprescindible de clásicos desde la Biblia y los griegos hasta Rousseau, Hegel, Marx y Nietzsche en filosofía y religión, para no hablar de Dante, Shakespeare y Cervantes en literatura. En Yale, cuando ofrezco un seminario graduado sobre Cervantes, algunos de los alumnos leen el Quijote por primera vez en sus vidas. ¡Al nivel graduado y en Yale! Sin ese lastre cultural, sea cual fuere la orientación crítica que luego profesen, esos futuros colegas se van a dejar deslumbrar por obras de poco peso de entre las muchas efímeras que conforman el confuso presente de toda literatura. Se está perdiendo la memoria cultural y con ella la capacidad de juicio crítico.
     A pesar de todo lo anterior, no es menos cierto que el libro de Huntington es altamente irritante, para no decir insultante, para los hispanos en Estados Unidos, y que si bien algunas de sus premisas son válidas, sus conclusiones son erróneas y peligrosas en términos políticos —aunque, afortunadamente y contra todos los sueños e ilusiones de algunos de mis colegas, los académicos no tenemos ninguna influencia política, a no ser que nos llamemos Henry Kissinger—. La debilidad de los argumentos de Huntington es, en su base, filosófica, pero en su estrato más profundo es psicológica —quiero decir patológica—. Aunque él advierte que está consciente de que las naciones, como todo, evolucionan con el pasar del tiempo, que son entidades históricas cuya esencia es transitoria, escribe como si la de los Estados Unidos no lo fuera, o si lo es hay que hacer todo lo posible porque no lo sea. Esto último es lo que hace de su argumentación algo no sólo errado sino peligroso —es el camino al fascismo—. A esto se suma el aura religiosa de su postura, que él reconoce y alaba como componente fundamental del no por casualidad llamado Credo Americano. Y más aún cuando le sumamos la dosis de miedo que motiva a Huntington. Los hispanos, sobre todo los mexicanos, proliferamos porque somos más fértiles, en parte debido a nuestro catolicismo, otra de sus obsesiones, pero también porque, como no somos puritanos, no practicamos la abstinencia sexual. Pienso que este es el sustrato irracional del libro de Huntington: el terror a nuestra sexualidad, que nos hace multiplicarnos como curieles e invadir el territorio de su país con ciudadanos de nacimiento que gozan de todos los privilegios de los demás sin agradecerlos. (El curiel es una especie de conejito cubano.) Se trata de una pesadilla sexual parecida a la que motivaba a ver a los negros como seres de sexualidad excesiva, que constituían un peligro para las mujeres blancas. Con lo sexual entra en juego la culpa, y con la culpa el castigo, la necesidad de forzar a largarse a los que no respetan el Credo Americano, o a reeducarse, como se hace en Cuba con los disidentes, y como han hecho todos los regímenes totalitarios.
     El nacionalismo erigido en religión equivale a fascismo y constituye, además, la más flagrante contradicción en ¿Quiénes somos? Porque la vuelta a la religión que Huntington ve, no sin beneplácito por ser ésta elemento clave en la esencia del Credo Americano, es como un reflejo del fundamentalismo islámico que él percibe como el gran peligro no ya para los Estados Unidos sino para todo el Occidente. Es una especie de aufhebung, el mecanismo mediante el cual, según Hegel, una forma de pensamiento absorbe a su contrario. En términos históricos es, pongamos por caso, el proceso analizado por Américo Castro que lleva a los pueblos cristianos de la Península Ibérica a impregnarse de la cultura islámica contra la cual luchan. Luchar contra un enemigo siempre conlleva el peligro de convertirse en él, y el fundamentalismo de Huntington tiene no poco del islámico que todos debemos ver con justificable alarma. Pero ¿es la religión el único antídoto para la religión? La tendencia a que así sea es tal vez la manifestación más sincera de lo humano, pero pienso que de lo más peligroso de lo humano, de lo demasiado humano.
     En mi opinión lo más loable de los Estados Unidos es, por el contrario, la supervivencia y victoria paulatina pero segura siempre de lo racional, del sustrato no religioso sino de la Ilustración que persiste en el sistema político y jurídico de este país. ¿Quién iba a decir hace apenas unas décadas que dos personas de color, como Condolezza Rice y Colin Powell, iban a ocupar posiciones de tanto poder y en una administración republicana? Era simplemente inimaginable. Los mismos prejuicios que Huntington profesa hoy contra los hispanos prevalecían antes contra los negros. Hay algo en la cultura de los Estados Unidos, que tal vez tenga que ver con su sistema económico, que es otra manifestación del racionalismo aplicado al lucro individual y colectivo, que neutraliza y absorbe los elementos en apariencia más adversos. Por ejemplo, el debate sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo refleja hasta qué punto la sociedad en general ha ido aceptando paulatinamente a los gays, y cuánto quieren los gays sumarse al American Way of Life.
     La incorporación de los hispanos, como tales, tiene que ser menos difícil. Porque Huntington se equivoca al ver las creencias y costumbres de los pueblos hispanos como tan disímiles de las de este país. Los contrastes entre el protestantismo y el catolicismo no son tan grandes hoy ya como Huntington teme, el sustrato cristiano es mucho más fuerte que las diferencias y la Iglesia Católica no es lo que fue en los siglos XVI y XVII. La figura del papa es uno de los ogros que pueblan las pesadillas paranoicas de Huntington. Su conclusión es que, como somos papistas, somos propensos a ser sumisos y someternos a un poder central —pero en Kennedy ya tuvo Estados Unidos un presidente católico—. Es también de un racismo insufrible suponer que los hispanos no le tenemos amor y respeto al trabajo, como cuando Huntington afirma que los hispano-americanos que emigran a Miami lo hacen en busca de la cultura propia y la prosperidad estadounidense. Pero hay zonas prósperas de Hispanoamérica y no pocos hispanos millonarios y multimillonarios no sólo en Miami, sino en Los Ángeles.
     En lo que respecta al patriotismo, el porcentaje de hispanos en las fuerzas armadas de Estados Unidos es alto. En Corea y Vietnam dieron su vida no pocos hispanos, y hasta hace poco el comandante en jefe de las fuerzas de la coalición en Irak era el general Ricardo S. Sánchez, y en esa guerra el 10% de los soldados estadounidenses son hispanos.
     En cuanto al idioma, Huntington apunta que no sólo tendemos los hispanos a conservar nuestro idioma mucho más que olas inmigratorias anteriores, sino que con frecuencia la tercera generación de hispanos nacida en este país se dedica al estudio de la lengua de sus abuelos. Esto lo hacen para indagar sobre sus orígenes, pero también por un factor determinante que nos hace distintos de los italianos, irlandeses, alemanes y judíos de diversas partes que llegaron a los Estados Unidos entre mediados del siglo XIX y mediados del XX: la proximidad de nuestros países de origen y el tráfico constante con éstos, a lo cual también contribuye el desarrollo de los medios de comunicación, desde los aviones a Internet pasando por, desde luego, el teléfono. Los inmigrantes anteriores abandonaban sus países para siempre; sólo los que lograban un gran éxito económico regresaban ya fuera de visita o permanentemente. Además, sobre todo en el caso de polacos, alemanes e italianos, estos inmigrantes venían de países fragmentados, que o no se habían constituido aún como naciones o lo habían hecho muy recientemente. Los polacos e italianos se hacían polacos e italianos en Estados Unidos, homogeneizados por la mirada del otro, pero ellos mismos se consideraban más, pongamos por caso, sicilianos o genoveses que italianos. Los que venimos de países hispanoamericanos —con la excepción del área del Caribe— dejamos atrás, y no muy lejos, naciones formadas hace ya mucho tiempo y con un alto sentido de la nacionalidad, hasta el punto que por eso generalmente rechazamos la homogeneización oficialista y burocrática que quiere hacernos “latinos” o aun “hispanos.” Hay un sustrato común, pero somos mexicanos, guatemaltecos, colombianos, venezolanos, y así sucesivamente, y pertenecemos a distintas razas, sin que éstas sean más determinantes que las nacionalidades. Huntington tiene razón, todo esto es muy distinto a lo que ocurrió con los inmigrantes europeos y por lo tanto exige una aproximación diferente, no intentar forzar a los hispanos a adaptarse a los moldes y patrones de italianos, polacos, judíos, etcétera.
     Desde luego, el idioma juega un papel principal en este asunto, y de manera muy distinta a la de los inmigrantes europeos. Huntington no se equivoca cuando ve el español como una fuerza vital porque en comparación con los idiomas europeos es uno en vez de muchos, y el comercio en todos sentidos con los países de origen lo hace una fuente viva, no una lengua muerta o ancestral. A mí me parece que es exagerado pensar, pese a todo, que los Estados Unidos vayan, como resultado, a convertirse en un país bilingüe.
     Ahora bien, afirmar como lo hace Huntington que sólo cuando soñemos en inglés podremos ser realmente ciudadanos cabales de este país me parece otra exageración producto de sus pavores esencialistas. Negarse a ofrecer información electoral en español en áreas en que los ciudadanos son principalmente hispanohablantes a mí se me hace una medida demasiado coercitiva. En Puerto Rico la democracia americana funciona, con todas las imperfecciones de lo humano, pero también con todas las virtudes de ese sistema de gobierno, en español. Los Estados Unidos no tienen que declararse un país bilingüe para permitir la existencia de zonas de tolerancia lingüística en que los beneficios de la democracia se sobrepongan a los prejuicios o aun lo expeditivo del monolingüismo. Las ventajas de aprender inglés son tan poderosas que, aunque a un ritmo más lento, los ciudadanos de comunidades fronterizas poco a poco lo harán, y si no esas áreas seguirán siendo literalmente marginales, sin que por ello perjudiquen al país. El bien y el mal, la verdad y la mentira no tienen lengua propia, y eso es lo fundamental cuando se trata del gobierno como poder ejecutivo, legislativo o judicial. La verdad, como dice Cervantes, se puede comunicar hasta por señas. Claro, el sueño prebabélico de un mundo en que todos hablemos un mismo idioma lo disipa ese mito bíblico, del que aprendemos que en el presente caído —histórico— que habitamos los humanos, la diversidad es una de nuestras condenas, pero también uno de nuestras riquezas.
     Pensar, y sí, soñar, en dos idiomas nos entrena a pensar mejor porque nos enseña a considerar más de un punto de vista, nos enseña a ser otros y nosotros mismos a la vez, a disfrutar de las ambigüedades y polivalencias de la cultura humana. Nos permite, en otras palabras, hacer lo que tanto teme Huntington pero que es ineludible: redefinir el Credo Americano, repensar y replantear el American Way of Life, soñar el American Dream en español y así mejorarlo. –

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(Sagua la Grande, Cuba, 1943) es Sterling Professor de literatura hispanoamericana y comparada en la Universidad de Yale.


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