El amor como engaño. “Tríptico de carnaval” de Sergio Pitol

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El caso de Sergio Pitol nunca dejará de ser una rareza y un enigma perpetuo. Más allá de su conocida trashumancia y su nomadismo infatigable, la lectura de su obra narrativa se ha convertido en una aventura literaria cada vez que alguien se sumerge en las páginas de alguno de sus libros. De ese periplo plagado de emociones y preguntas incesantes ha ido surgiendo el testimonio inacabado de sus lectores más atentos y devotos, entre quienes se cuentan escritores y críticos provenientes de distintas latitudes geográficas y literarias: Carlos Monsiváis, Juan García Ponce, Miguel García-Posada, Margo Glantz, Adolfo Castañón, Enrique Vila-Matas, Guillermo Sheridan, José Balza, Juan Villoro, Antonio Tabucchi, entre otros, han atendido los cuentos, las novelas y los ensayos que Sergio Pitol publica como el recuento de su viaje más reciente. Sin duda, la aparición del compactísimo Tríptico de carnaval, que reúne las novelas El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal, prolongará, una vez más, este enigma.
     Ello por varias razones. La primera podría derivarse de un hecho meramente circunstancial, pero que responde también a la condición misma de Pitol, cuyo sino como escritor es la distancia, la lejanía respecto al lugar de origen. Pitol pertenece a una singular cofradía de escritores mexicanos cuya obra tuvo mayor difusión en otros lugares antes que en México. En otras palabras, creo que durante años tuvo más lectores fuera que dentro de México, aunque el escritor siempre mantuvo una secta reducida y leal que nunca dejó de seguirle la pista. La segunda razón es obvia y se deriva de la anterior: la auténtica universalidad de su obra, que sin embargo lejos está de convertirlo en un escritor apátrida.
     En todo caso, la publicación de Tríptico de carnaval significa algo más que la consolidación y el merecido reconocimiento por parte del mercado editorial y literario español que le abrió las puertas de manera incondicional: es también un regreso al enigma del lector. Tríptico de carnaval propone nuevas lecturas y nuevas claves para acercarse a este conjunto narrativo reunido en un solo volumen. Incluso para quienes prefieren la individualidad de cada novela (y entre los cuales me cuento), Tríptico de carnaval ofrece la oportunidad de leer a Pitol acompañado de ese deslumbrante recorrido literario y vivencial que es El arte de la fuga. Así, por ejemplo, es posible releer El desfile del amor y compartir no sólo la emoción de la trama, sino además adentrarse día a día en el largo proceso, en la construcción del andamiaje narrativo y el delineamiento de los personajes, en las preguntas sin respuesta que terminaron haciendo posible la novela. No creo que la apreciación final del lector cambie mucho, pero nunca estará de más hacer propia la exclamación de Pitol que titula la bitácora referida: "¡Y llegó el desfile!"
     Pero el Tríptico de carnaval puede ser leído, igualmente, como esa otra biografía literaria no incluida en El arte de la fuga, y a partir de la cual puede trazarse el camino que el escritor recorrió en la creación de una obra cuya estación más frecuentada es la parodia desenfrenada. Sus fuentes y referencias carnavalescas son de sobra conocidas y harto comentadas. ¿Cómo se relacionan éstas con la condición de extranjería que vivió Sergio Pitol durante sus años fuera de México? Con cierto atrevimiento, aventuro aquí algunas conjeturas, incitado por esa otra posible lectura de Tríptico de carnaval.
     "Los representantes —dice Alfonso Reyes refiriéndose a los diplomáticos en una página de 1943—, a cambio de algunos halagos de vanidad que sólo deslumbran al primerizo y al ligero, llevan una vida contra natura, de extranjería perpetua hasta en su propio país, donde la ausencia prolongada los hace extraños". Como en el cuento de Borges, el oficio de la diplomacia conlleva el riesgo de ver cumplido en quien lo ejerce el destino de Droctulft y el destino de la cautiva: aparecer ante los suyos como tránsfugas sospechosos y hasta culpables de traición. Para los escritores que han ocupado sus horas en la diplomacia existe, además, un riesgo mayor que el hado del guerrero y la cautiva: convertirse en extraños ante su propio idioma, a fuerza de exponerse y utilizar en los menesteres de la vida diplomática un idioma que es sobre todo un artificio protocolario y oficioso, "un idioma de encubrimiento" —como lo ha llamado Juan Villoro.
     ¿Cómo afecta a la obra literaria de un escritor la recurrencia obligada y cotidiana a un lenguaje hecho de manierismos y afirmaciones evasivas? Responde Sergio Pitol en una entrevista: "Tuve que crear un lenguaje paralelo, paródico, para vencer el contagio. De un idioma muerto, rígido, alejado de la realidad, surgió el lenguaje desaforado de El desfile del amor y Domar a la divina garza". Si bien ya desde El tañido de una flauta y los relatos que la anteceden Monsiváis había detectado el contenido paródico y caricaturesco en la obra de Pitol, vale decir que estos rasgos tienden a agudizarse una vez que el escritor se incorpora al servicio exterior y empieza su periplo por los escalafones. De hecho, mientras mayores ascensos obtiene, más relajienta y abiertamente escatológica se vuelve su obra narrativa. Una forma de "medir" esta relación sería considerar cada nuevo rango que obtiene Pitol en el servicio exterior junto al desarrollo singular de su literatura. Que Pitol escribiera Domar a la divina garza siendo embajador no creo que sea, en este sentido, un dato del todo irrelevante, como tampoco lo es su regreso a México luego de una larga ausencia y la aparición de —dicho por él mismo— un "lenguaje más convencional" y "con pocas veleidades de estilo" en la última parte del tríptico: La vida conyugal.
     Dicho todo esto, yo también me atengo al llamado a la sana desconfianza que hace Antonio Tabucchi en su ingenioso y expansivo prólogo al Tríptico de carnaval, e incluso desconfío abiertamente de mis propias conjeturas para regresar al enigma de la literatura. Comparto, eso sí, su intuición de que los personajes principales de La vida conyugal pudieron haber sido lectores de Flaubert y aprendices de Emma Bovary, de Bouvard y de Pécuchet, y que de ellos tomaron "el arte de una insatisfacción fútilmente trágica" y "su serena y sistemática imbecilidad". Las "desconfianzas" de Tabucchi me suscitan una sola objeción, tal vez producto de que La vida conyugal sea, dentro del Tríptico de carnaval, mi novela preferida: Jacqueline Cascorro y Nicolás Lobato también pudieron haber leído La educación sentimental, pero —par de imbéciles al fin y al cabo— sin haber aprendido lección alguna. Las principales pulsiones del joven Frédéric Moreau están presentes en ambos cónyuges, en la miseria de buscar el poder y el amor a golpe de ilusiones artificiosas y anhelos descarriados. Pero a diferencia de aquel memorable diálogo entre Frédéric y el abogado en el que Flaubert resume el trasunto de sus respectivas existencias ("Los dos habían echado a perder sus vidas, el que soñó con el amor, el que soñó con el poder. ¿Cuál podía ser la razón?"), Jacqueline y Nicolás se erigen al final en testigos de su propia ruina sin buscar siquiera una respuesta. Personajes trágicos y fársicos a la vez, abrazan al amor como un engaño. No aprenden nada de la pasión incondicional de Frédéric Moreau por el "amor posible, entrevisto y soñado pero jamás vivido", como lo caracteriza Claudio Magris en un breve pero luminoso ensayo. No tienen el valor ni el arrojo de decir con Pío Baroja en El árbol de la ciencia "que los matrimonios de amor producen más dolores y desilusiones que los de conveniencia".
     El carnaval, que no nos quepa duda, continúa. –

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(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.


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