El arte de la no espada

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Fabián Casas

Ensayos bonsái

Ciudad de México, Seix Barral, 2016, 232 pp.

La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún

Ciudad de México, Seix Barral, 2016, 232 pp.

Las apariencias engañan. Fabián Casas (Buenos Aires, 1965), quien se autodefine como mestizo, es un erudito en el rock y, peor aún, en el rock argentino y un hincha del San Lorenzo de Almagro. No solo es un buen poeta sino un ensayista cuyas finas maneras habrían merecido la aprobación de los grandes maestros ingleses del género, tan admirados en la Argentina. Un par de títulos suyos, uno de 2007 y otro de 2013 (Ensayos bonsái y La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún), han sido reimpresos en México y su lectura me ha dejado un sabor dulce. El buen ensayista es un conversador solitario a quien uno quisiera dedicarle una tarde, bebiendo mate, café o whisky.

No puede ser de otra manera en quien dedica varios ensayos, además de a ser karateca, a contar la historia de sus amistades (personas o personajes desconocidos para mí) y a la efusión de buenos sentimientos hacia el padre, la madre muerta muy joven, el padrino, la hija recién llegada o a su perra Rita. Más problemático es su hermano el Dragón por sus explosivos problemas gástricos al excederse con el alcohol, personaje a quien el ensayista considera un “wittgensteiniano a full”, atenido a la consigna del Tractatus de no hablar de lo indecible. Se trasluce en Casas genuino escándalo por la maldad incontrovertible de V. S. Naipaul y llama a Burroughs, “otro muchacho de la derecha sicodélica americana”. Le encanta leer biografías.

Casas se presenta como un buen ciudadano para quien Sid Vicious y el punk entero iniciaron la recaída europea en el fascismo. Lo supongo un hombre de izquierda pero antikirchnerista, según se entiende al leer cuando dice que las madres y abuelas de Plaza de Mayo han sido infiltradas dos veces, primero por el espía militar Alfredo Astiz, condenado a pena perpetua, y después por los K. Aunque recuerda aquel mundial de futbol en la Argentina en 1978, jugado mientras se cometía un genocidio sin par en la historia del continente, es notorio que Casas, aunque alcanzó a ser parte de la Juventud Comunista y se pregunta –como todos los argentinos inteligentes– las razones por las cuales esa nación pudo parir el peronismo (a la muerte del general, la madre de Casas, antiperonista, no pudo contener el llanto), no es un hombre demasiado interesado en la política. Por desgracia, me resultó un tanto arcana su explicación de por qué le causó tanta risa Literatura de izquierda (2004), de su contemporáneo y paisano Damián Tabarovsky. “Príncipes violentos de los setenta, / ¿qué podemos hacer por ustedes?”, se pregunta Casas en su poema en memoria de la matanza de Ezeiza, en 1973, en la que se batieron las izquierdas y las derechas del peronismo.

Entre los temas de Casas algunos me rebasan y otros me son indiferentes. Decía Álvaro Mutis que él se libró de dos de los pecados de su generación: el deporte y el marxismo. Yo solo me libré de uno: el rock (con la previsible excepción de Patti Smith) y por ello, no digamos Charly García, sino la beatlemanía de Casas o sus sesudas consideraciones sobre Pink Floyd, pues me vengo a enterar de que, así como hubo un joven Marx y un Marx a secas, ese grupo fue una cosa y luego otra sin Syd Barrett. En fin, Casas está bien dispuesto a reciclar el tema de la portada de Abbey Road como profecía (o, en su momento, mensaje en clave) de la muerte de Lennon y encuentra en The wall (1979) una liberación interior ejemplar para sobrevivir espiritualmente a la dictadura de Videla. Confiesa un pecado mortal: Serrat.

Fiel a las enseñanzas del senséi Gichin Funakoshi, Casas ha querido normar su vida y su literatura por “el arte de la no espada” y por ello resulta natural su lectura cuidadosa del misterioso antropólogo de probable origen peruano Carlos Castaneda (1925-1998), a quien considera, de principio a fin pero sobre todo en sus dos primeros libros (Las enseñanzas de don Juan y Una realidad aparte, aparecidos a caballo entre los sesenta y los setenta), un gran y puro escritor de ficción pura. El lado místico de Casas lo complementa Gurdjieff, no solo su esoterismo, sino su música, muy poco escuchada por desgracia.

En cuanto a la literatura argentina, Casas desprecia a Osvaldo Lamborghini, acaso por razones políticas, a favor de su hermano mayor Leónidas; respeta a Saer y a Gelman y comparte esa curiosa superstición conosureña por el uruguayo Mario Levrero. Es más Arlt que Borges aunque este último parece importarle poco. Resalta, en cambio, su hartazgo de Julio Cortázar. Ese desasosiego es hijo del amor/odio y alguna vez, al ver en televisión una entrevista con el Cortázar más revolucionado (y revolucionario), Casas se preguntó –como Barthes tras releer las Memorias de ultratumba– si “los modernos” no nos habríamos equivocado. En el caso de Casas, argentino, llamó a un amigo y le dijo, consternado, que habría que olvidarse de César Aira –otro escritor con el cual mantiene relaciones ambiguas– y volver a Cortázar. Y finalmente, Casas encuentra que una de las obras maestras de la literatura argentina, junto a Ferdydurke del polaco Gombrowicz, es el Diario del Che en Bolivia, monumento al heroísmo, al teatro del absurdo y al fracaso.

Más allá de su generosidad con otros poetas y escritores locales, a quienes vindica, o su gusto por Andrés Caicedo, el colombiano muerto a los veinticinco años, o por Fernando Vallejo, Casas es un ensayista de gustos probados y clásicos, como se lee en La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún, siempre escritos con la claridad tan plausible propia de la prosa dialogante. Ama a Tolstoi y lo reseña como si Ana Karenina fuese una novedad –tratamiento que delata al buen lector– y lamenta recurrir al auxilio del pedante Nabokov, gracias a quien descubrió al gran novelista ruso, irregularidad frecuente entre los grandes lectores, casi invariablemente, los autodidactas.

Notorio es el amor de Casas por Faulkner (al argentino, que no lee inglés, le da igual si son buenas las traducciones del bebedor de whisky al español y si la de Néstor Sánchez es mala, afirma enfático, entonces es una gloria de la literatura argentina) porque a menudo se olvida que sin Faulkner (quien según Casas más que respirar era respirado por el mundo) no habría existido la novela del boom. El detalle ha sido progresivamente diluido por el profesorado estadounidense abocado a las letras latinoamericanas, dado lo políticamente incorrecto que fue Faulkner, sudista y confederado.

Otro de los hallazgos de Casas, en Ensayos bonsái, es la vanidad de Beckett, ese falso irascible y cuya presumida soledad la desmiente su colosal correspondencia en curso de publicación. Casi no hay, descubre Casas, fotos fortuitas del irlandés: esa águila siempre posaba mirando a la cámara con fijeza. Admira el argentino a Bolaño (más al autor inconcluso de 2666 que al premiado de Los detectives salvajes) y en gesto inusual entre nosotros –que un escritor mayor elogie a uno menor– homenajea al chileno Alejandro Zambra (1975). Tras leer a Casas confirmo mi intuición: es mejor como crítico Zambra, autor de No leer, que como narrador.

Este ensayista cortés no elude el futbol, que lo identifica con su padre, como es común, y me vuelve a sorprender (y a veces hasta a horrorizar) la intimidad de los argentinos con sus héroes en la cancha, que no he encontrado ni en México ni en España. Hablan no digamos de Maradona o de Messi, sino de jugadores apenas menores a ellos, con un conocimiento de causa que explicita no solo la obvia naturaleza “nacional-popular”, dirían los viejos gramscianos, del futbol en ese país, sino su capacidad de ofrecer un relato futbolístico de héroes y villanos propio de la verdadera literatura, es decir, de la realidad. Quien haya jugado futbol a lo largo de la vida y mirado cientos de partidos, en el estadio o a través de la televisión, sabe que la prosa principesca y petulante utilizada por los cronistas deportivos de El País español, por ejemplo, tiene poco que ver con el futbol. Es lo que Nietzsche llamaba “cultería”.

Del cine amado por Casas poco tengo que decir pues he olvidado todas las películas vistas después de los veinticinco años y como pasa el tiempo (y las vuelvo a ver) me parece que en aquellas está mucho de lo que soy y que lamentablemente es poco lo me queda por absorber mediante la mirada. Casas adora El padrino, como yo, pero el argentino está al día frente al cinematógrafo como lo está ante el llamado Arte Contemporáneo: mirar el tiburón conservado en formol por Damien Hirst, dice, es comprar una hipoteca basura.

En Ensayos bonsái o en La supremacía Tolstoi y otros ensayos al tuntún se cuelan líneas enteras o versos completos de su poesía y teniendo a la mano solo El pequeño mecanismo de los acontecimientos. Antología poética (1990-2010) (Almadía, 2012), de Casas, no sé dónde está el huevo y dónde la gallina, pero no importa gran cosa dónde apareció primero aquello de que “Las parejas y las revistas literarias / duran solo dos números”, por poner un caso.

Casas piensa como escribe y escribe como piensa. Trae pleito con Eliot (“Imaginemos a William Butler Yeats y a T. S. Eliot corriendo en sentido contrario. Uno viene de Ezra Pound, el otro va hacia él”), como destaca Hernán Bravo Varela en su epílogo a la edición oaxaqueña de los poemas del argentino. Casas escribe que el autor de los Cuatro cuartetos “hizo mucha pseudofilosofía escrita en verso, que solo de vez en cuando se escapa del control del poeta para dar fuera del blanco y ser poesía”, dicterio muy interesante viniendo de quien admira a Castaneda y a Gurdjieff, quienes muy probablemente entrarían como vip en el palco de la pseudofilosofía, antes que el anglocatólico. Pero sin estas escasas pero punzantes provocaciones los ensayos de Casas se quedarían en lo amable, en lo cordial, en lo doméstico. No, son obra de un poeta capaz de escribirles una carta-poema a los peruanos Rodolfo Hinostroza, José Watanabe y Antonio Cisneros, difuntos que se detestaban entre ellos, como Eliot y Williams: “Tal es el destino de los buenos poetas / una vez que han muerto: no rechazarse / como polos opuestos de un imán / sino mezclarse bajo los ojos / de un mestizo borracho / a altas horas de la madrugada.” ~

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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