El bello verano, de Cesare Pavese

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El mismo año en que vería la luz la que pasa por ser la obra maestra de Pavese, La luna y las hogueras (traducida también por Pre-Textos en 2002), se publicó el volumen El bello verano (Einaudi, 1949), que comprendía “El diablo en las colinas”, de 1948, “Entre mujeres solas”, de 1949, y el relato homónimo que ahora nos ocupa y que aguardaba a la imprenta desde 1940, fecha en la que fue escrito con el título tentativo de “La Tenda”. No es un volumen ejemplar si se trata de rastrear el neorrealismo en el que las monografías académicas dan cobijo al narrador turinés, si bien algunos de los postulados centrales del movimiento –revelar la realidad social italiana contemporánea, reflejar las clases obreras y populares y resultar accesible a un público vasto– están fuera de toda duda en las páginas de las tres nouvelles en las que Pavese dio rienda suelta a lo que en realidad le interesaba, concebir un “realismo simbólico” que fuera capaz de trascender objetos y personajes elevándolos a la categoría de universales, lograr que la palabra más humilde resulte polisémica, y que, leyéndola, el lector no asuma su mero significado y se deje llevar por sus muchos sentidos, evocaciones y ecos (“mis palabras han sido sólo sensaciones”, dice Pavese en El oficio de vivir, Seix-Barral, Barcelona, 2001, p. 45), pues al fin y al cabo, “escribir es poner en las palabras toda la vida que se respira en este mundo” (El oficio de vivir, Op. cit., p. 260). El bello verano es una deliciosa novelita en la que el espíritu de la frase anterior –todo un manifiesto literario– y los mencionados postulados neorrealistas saltan a la vista. En su huida del naturalismo y sus obsesiones arquitectónicas y psicológicas, Pavese sugiere una trama sumamente endeble que progresa en forma de capítulos breves, à la mode del folletín (género con el que este relato coquetea, siquiera de modo inconsciente) y un poco a la manera de las suites poéticas: en un ambiente de bohème turinesa, la adolescente Ginia, ángel frágil rodeado de criaturas de la sordidez, perderá su entrañable inocencia, y conocerá la desesperanza y la corrupción de la edad adulta, arrimándose a dos pintores de tres al cuarto, Guido y Rodrigues, y a una joven modelo promiscua, desinhibida y enferma, Amalia, que se acuesta con los artistas del hambre pero se inclina por el amor lésbico hacia Ginia, que en la ultimísima frase del texto le es correspondido (“vamos adonde tú quieras. Llévame tú”, p. 154), cuando el mundo de las fantasías adolescentes de Ginia ya se ha desmoronado, como un teatrillo falso de cartón-piedra, ante sus ojos engañados. Et voilà. No hay más que una trama de corto vuelo que reescribe desde el sentimiento la historia de Cenicienta. De otro lado, el narrador de Pavese tampoco ejerce de titiritero naturalista, se proscribe la omnisciencia y sus protagonistas jamás son descritos o juzgados (“juzgar personajes quiere decir hacer sus caricaturas”, El oficio de vivir, Op. cit., p. 166) porque su personalidad se configura conforme avanza su propio discurso a lo largo de la trama. De ahí que la narración quede anegada por un diálogo sincopado, interrumpido por párrafos semejantes a acotaciones escénicas en los que el narrador revela la atmósfera, el paisaje o el estado anímico del héroe de la mano de un punto de vista que se confunde irremediablemente con el del personaje (“los ambientes no serán descritos, sino vividos a través de los sentidos del personaje y, por lo tanto, de su pensamiento y de sus palabras”, El oficio de vivir, Op. cit., p. 236). El subjetivismo de una narrativa ya moderna –no es ocioso recordar que el autor tradujo a Faulkner, Dos Passos y Joyce, y que ensalzó con entusiasmo el “estilo tremendo y fenomenal” de Bajo el volcán de Malcolm Lowry en carta a Luigi Berti, en 1948, invitándolo a traducirla para Einaudi (Cartas 1926-1950, 2, Alianza, Madrid, 1973, p. 106)– y el entramado simbólico y mítico que trasciende las palabras de la fábula, piedra de toque del estilo de Pavese, convierten este relato liviano en una joya literaria. Como en una naturaleza muerta de Giorgio Morandi, en la que detrás de la luz, de la naïveté del trazo y de la candidez de la composición se adivina cierto vacío, cierta nostalgia existencial, oscuras nubes de soledad, desdicha y frustración profundas se ciernen sobre las entrañables y luminosas palabras que se desperdigan por El bello verano, “amor” (“lo más bonito de todo fue darse cuenta que aquello era precisamente el amor”, p. 131), “alegría” (“Por aquel entonces siempre era fiesta”, reza la célebre frase con la que arranca el relato, “dormir era una estupidez que robaba tiempo a la alegría”, p. 9), “juventud” (“Éramos muy jóvenes. Creo que en aquel tiempo no dormíamos nunca”, primeras palabras de “El diablo en las colinas”), “luz” (“abría los grandes ventanales que daban al cielo”, p. 31), “aire”, “campo” y “sol”. Constata entonces el lector que el verano del título es a la esperanza y la ilusión de juventud lo que el invierno venidero es a la madurez desengañada, y que el hedonismo aparente que proclama a voz en grito en el relato la consigna del carpe diem (“hay que vivir la vida, montar en bicicleta, pasear por las aceras y disfrutar de las puestas de sol. La Naturaleza, en suma, nos llama”, le escribe Pavese al editor Giulio Einaudi en abril de 1942, Cartas 1926-1950, 2, Alianza, Madrid, 1973, p. 7) esconde la inseguridad, la soledad interior y el destino truncado que nos consume sin remedio. De forma constante palabras como “colina” o “hierba” (el campo, la juventud, la libertad) remiten a antónimos de conveniencia como “tranvía” o “fábrica” (la ciudad, la edad adulta, la responsabilidad, la angustia vital), creando una dicotomía esencial entre campo y ciudad que reviste un fuerte simbolismo (como los contrastes sol-nieve o vestido-desnudo), ligado a los estados de ánimo, que se advierte en encrucijadas textuales como la de la página 109, “el automóvil se detuvo. Al otro lado de la ventanilla ya no estaban aquellos hermosos árboles verdes, sino un vacío [la cursiva es nuestra] lleno de niebla y de hilos de telégrafo”. La de El bello verano es una prosa evocadora y lírica, sutil y de una deseada monotonía, impregnada de símbolos que trascienden los detalles más prosaicos, como la de Vittorini, que va más allá insinuando lo que ni siquiera precisa escribir, que escarba en la complejidad del amor y de las relaciones humanas, terrenos en los que el inquieto piamontés, como sus trágicos personajes, fracasó de forma estrepitosa. Con el manierismo de su lenguaje falsamente popular y su envidiable y tantálico sentido del ritmo narrativo escribe, en fin, una historia sin duda modesta, aunque Pavese quiso pensar que no del todo baldía, de cara a su aspiración de que acabase leyéndose como un aviso a cuantos navegantes se acercan como Ginia a las costas de la madurez, como un capítulo de la educación sentimental con la que un día convino confundir la literatura. ~

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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