El celibato sacerdotal / Su historia en la Iglesia católica, de Jean Meyer

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Muchos siglos antes de nuestra sociedad globalizada, el cristianismo había comenzado ya una especie de globalización primitiva, una homologación a partir del sentimiento religioso. El cristianismo desarrolló credo, moral y liturgia. Desde esos tres ámbitos se uniformó a los creyentes: creerás en un Dios trino, cumplirás diez mandamientos, se te ofrecerán siete sacramentos. El establecimiento de nuevos ritos y creencias parece haber sido menos arduo que unificar los comportamientos. Desde épocas tempranas, el cristianismo tuvo no pocas diferencias con los sistemas de creencias de las culturas que intentaba evangelizar. Pero, por incidir directamente en la vida privada, los combates más embrollados han sido los relativos a la moral. Y entre ellos, los de la moral sexual tienen una arista particular.

En su nuevo libro, Jean Meyer (Niza, 1942) acota la investigación a los entreverados vericuetos que han conducido a la Iglesia católica a establecer el celibato sacerdotal. La literatura anglosajona y alemana al respecto se ha multiplicado durante los últimos siete años, cuando explotaron los escándalos de pederastas y efebófilos religiosos en Estados Unidos. Un vistazo a Amazon muestra que, salvo un panegírico opusdeico, este parece ser el primer título sobre el tema en lengua castellana, al margen de algunas traducciones.

El punto de partida de Meyer es el parentesco entre matrimonio y celibato: en épocas antiguas, más que figuras antagónicas, parecían haber sido contrapartes. La continencia y la virginidad, de reservados rasgos religiosos, se valoraban en la Grecia clásica en tanto “liberación” del yugo, es decir, del cónyuge. Mientras tanto, los estoicos condicionaban el ejercicio sexual a la procreación.

Estos dos torrentes desembocaron en las primeras doctrinas sexuales de la Iglesia primitiva. El modelo estoico –sexo con miras a la procreación– había permeado ya al grueso de los cristianos al grado de que durante siglos se consideró pecaminoso el disfrute durante el coito. Esto obedeció a la sexualización de la palabra paulina “carne” por parte de San Jerónimo y por la influencia decisiva de San Agustín. En algún tratado el obispo de Hipona llegó a decir que “en el acto sexual el hombre no es más que carne”.

En ese contexto, quien lograba separarse del suelo y elevarse a un nivel espiritual gozaba del prestigio moral. Tales fueron los primeros anacoretas y monjes. Se exaltó de inmediato al clero, y la Iglesia comenzó a reclutar a sus dirigentes de entre los mejor preparados para la continencia sexual. Para subrayar la sucesión sobrenatural de estos consagrados, se implantó la reserva sexual a las capas sacerdotal y episcopal. El contrapunto ascético para el grueso de la feligresía fue el culto a María y las vírgenes mártires. Para el 390 el Concilio de Cartago obligaba ya a los clérigos a vivir la continencia sexual con sus esposas. La tradición permaneció inmutable hasta el siglo XII, cuando los sucesivos Concilios de Letrán la ratificaron, previa transformación: celibato en lugar de continencia.

Corrieron los siglos. Roma se planteó en diferentes ocasiones la cuestión de abolir el celibato o, al menos, de dejarlo a la libre elección del clérigo. Pero en paralelo apareció siempre una fuerza externa que defenestraba la castidad, y entonces, como reacción instintiva, Roma mantenía su postura. Así, por ejemplo, el Concilio Quinisexto (año 692) se opuso a la continencia sacerdotal, postura que permanece vigente aún hoy entre los ortodoxos. Pero Roma ratificó el celibato para desdibujar posibles confusiones entre romanos y orientales. En el siglo XVI la Reforma protestante hizo lo propio, y Roma reaccionó de la misma manera, y lo mismo también a finales del XVIII, cuando la Revolución francesa casó a todos los ministros religiosos.

Desde entonces no ha habido gran novedad en la materia. El celibato no se discutió en los claustros de los Concilios Vaticano I y II. Unas cuantas encíclicas, cartas pastorales y decretos pontificios han mantenido sin cambio sustancial lo que rige al clero desde Letrán. Sin embargo, la discusión sobre la derogación del celibato sacerdotal sigue vigente, y los abusos sexuales en torno a figuras religiosas que se han hecho públicos en años recientes han reavivado la discusión.

Meyer presenta –con los resultados tan magníficos de otras ocasiones y la dosis ya conocida de erudición– los enredos de esta historia, donde el sexo, en tanto ejercicio de libertad y poder, y la piedad, se eclipsan, confunden y seducen mutuamente. El volumen presenta con claridad los coqueteos entre el ejercicio sexual y la vida consagrada –ese interesarse, exigir y ofrecerse tan propios del erotismo, la política y la religión.

El celibato sacerdotal se asienta sobre tres ideas fundamentales: “el paralelismo entre el crecimiento del poder del papado y la implantación del celibato sacerdotal”, la reacción instintiva de la Iglesia de mantener su identidad a través de su doctrina moral sexual, y la tensión histórica –y a veces histérica– entre matrimonio y celibato. Meyer sustenta su andamiaje argumentativo sobre el hecho de que el celibato no es un dogma de fe inamovible sino un asunto disciplinar convencional, sujeto a cambios.

El único defecto que un lector quisquilloso le encontraría a este recuento histórico es el último capítulo, que de pronto parece desbocarse al ver el final ya próximo. Y lo único que se echa de menos es una referencia, por lo menos tangencial, al celibato de laicos afiliados a movimientos religiosos, tan en boga en las últimas décadas.

En tiempos donde se destapan millares de abusos sexuales por parte de eclesiásticos, donde la emancipación femenina es bien vista y el entendimiento generalizado de la sexualidad se ha desgranado de la procreación, es un imperativo rastrear los orígenes de la moral sexual católica. Entender la complejidad del problema no es sencillo, especialmente para nosotros, habitantes de una era en que “Eros ha recuperado toda su fuerza para enfrentar el amor de Dios”.

Una luz limpia con que ver esto nos ofrece Jean Meyer ahora. ~

 

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Doctor en Filosofía por la Humboldt-Universität de Berlín.


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