El cuarto jinete y la imaginaciĆ³n compasiva

El cuarto jinete

VerĆ³nica MurguĆ­a

Era

Ciudad de MĆ©xico, 2021, 240 pp.

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ā€œLa historia nunca se repite, pero rimaā€, dice un adagio de origen incierto atribuido a Mark Twain. Esa perturbadora sensaciĆ³n nos embarga al revisar ciertos episodios histĆ³ricos a la luz del presente, como el de la peste bubĆ³nica del sigloĀ XIV, epidemia devastadora que se extendiĆ³ por dos continentes y que produjo un cambio profundo en la psique de quienes la sobrevivieron. Casi siete siglos despuĆ©s, en el contexto de la epizootia del sigloĀ XXI, VerĆ³nica MurguĆ­a recrea enĀ El cuarto jineteĀ aquella enfermedad con todo y sus consecuencias materiales, Ć­ntimas y espirituales. La novela muestra las consonancias entre aquel tiempo y el nuestro a travĆ©s de una escritura de acuciosa sensibilidad y compasiĆ³n. La rima que se percibe es audible, palpable, casi dolorosa.

En esta novela, MurguĆ­a conserva la examinaciĆ³n rigurosa de la historia, de manifiesta sensorialidad y erudiciĆ³n, que caracteriza sus obras (AuliyaEl Ć”ngel de NicolĆ”sLoba), pero se aleja de las premisas mĆ­ticas y fantĆ”sticas para centrarse en el relato que los personajes hacen de los tiempos aciagos que les tocĆ³ vivir. El cuerpo y su dolor, como en los cuadros de Matthias GrĆ¼newald, tiene un papel protagĆ³nico: ā€œMi Ć”nimo se resquebrajĆ³ al verle los huesos, las vĆ©rtebras dibujadas como un rosario en la espalda esquelĆ©tica y las bubas de su cuello, que sobresalĆ­an entre los rizos largos y canososā€, narra Guy de Comminges, impresionado por el deterioro de su maestro y amigo, el talentoso mĆ©dico Pedro de Hispania, quien en realidad es Abu Ibn Mohamed de Ronda, un musulmĆ”n que oculta su identidad a los cristianos para expiar sus culpas atendiendo a los enfermos mĆ”s desamparados.

A travĆ©s de una estructura que evoca con sobriedad las voces mĆŗltiples de Los cuentos de Canterbury (una de las lecturas que mĆ”s influyeron en la juventud lectora de MurguĆ­a), la autora tambiĆ©n otorga al cuerpo humano un atisbo de la dignidad y belleza que los artistas observarĆ­an despuĆ©s de la Edad Media, con el retorno al clasicismo, en la voz de pastores, monjas, niƱas, parteras, enterradores y porqueros: ā€œnunca he visto rostros mĆ”s bellos que los niƱos que huelen como los cerdos que cuidan, niƱos flacos con el pelo lleno de liendres y dientes blancos, que muestran cuando se rĆ­en conmigoā€; ā€œTomĆ© sus flacos pies en mis manos y los puse sobre mi regazo para lavarlos con agua mezclada con vinagre, esos pies que recorrieron sin pausa los barrios mĆ”s pobresā€; ā€œDebajo de sus afeites baratos veo al ser que va a morir y la ternura me estremeceā€, dice un hombre que antes de la peste quizĆ” no hubiera considerado de la misma forma el valor intrĆ­nseco de la vida de esa mujer con quien intercambiĆ³ una carnalidad revitalizadora. Y es que el centro del libro es, precisamente, la compasiĆ³n, como la que siente NicolĆ”s, el enterrador, ante la visiĆ³n de su enemigo muerto: ā€œPasaba las noches en vela, pensando en formas de vengarme de Ć©l. Pero el dĆ­a que lo tuve entre los brazos, me di cuenta de lo vano que era mi empeƱo. AhĆ­ estaba el pobre Lecoy, convertido en un cadĆ”ver, como algĆŗn dĆ­a lo serĆ© yo. BesĆ© sus mejillas heladas, sus pĆ”rpados yertos y algo se soltĆ³ en mi pecho, un capullo se abriĆ³.ā€

La compasiĆ³n es el valor que une con hilos sutilmente distintos las tres perspectivas que confluyen en la historia: la cristiana, la musulmana y la judĆ­a. No es casualidad que el conocimiento mĆ©dico mĆ”s refinado y Ćŗtil para los enfermos provenga de Pedro, el musulmĆ”n, cuya presencia compensa los sesgos eurocentristas del relato mĆ”s difundido acerca de la ciencia occidental: ā€œEmre, mi esclavo […] era turco, comprado en VerdĆŗn a un mĆ©dico judĆ­o que le enseĆ±Ć³ los delicados oficios de las amputaciones. A diferencia de los cristianos, tanto los judĆ­os como los creyentes comprendemos que los barberos desconocen los misterios del cuerpo y con frecuencia matan a los pacientes en lugar de curarlos.ā€ La autora tambiĆ©n evidencia el valor de los cuidados que las mujeres han prodigado histĆ³ricamente, no siempre desde la maternidad: Marie, la cicatricera que ayuda a parir a las mujeres calmando su dolor con adormidera, increpa a Pedro: ā€œĀæTambiĆ©n en EspaƱa estĆ” prohibido que las mujeres sean mĆ©dicos?ā€ De ella dice Catherine, la niƱa huĆ©rfana a la que protege: ā€œĀ”Si Marie hubiera conocido a mis padres y a mi aya, los habrĆ­a mantenido sanos! Creo que los mĆ©dicos ignoran lo que Marie sabe.ā€ BĆ©atrice, la monja que atiende a los moribundos, pone en perspectiva su relaciĆ³n con los varones: ā€œSĆ© que puedo amar a los hombres con un afecto lĆ­mpido; sus pobres sustancias solo me inspiran piedad, y sus pasiones inĆŗtiles me llenan de ternura. El misterio de sus cuerpos me ha sido revelado por la peste.ā€ Este afĆ”n de mostrar las otras experiencias, como la de AgnĆ©s, lavandera dueƱa de su propio deseo, responde a una preocupaciĆ³n contemporĆ”nea por recuperar los indicios de esas voces que posibilitaron otra clase de mundo, pero que fueron suprimidas a travĆ©s de varias estrategias de dominaciĆ³n. Un ejemplo claro es que Guy, el discĆ­pulo de Pedro, no tiene empacho en sospechar que es cierto lo que los cristianos piensan de los musulmanes, a pesar de conocerlo y admirarlo: ā€œĀæEs verdad que los adoradores de Mahoma matan niƱos reciĆ©n nacidos en sus ceremonias?ā€; o las teorĆ­as de la conspiraciĆ³n que culpaban a los judĆ­os de la epidemia por envenenar el agua de los pozos, no muy diferentes a las descabelladas hipĆ³tesis sobre las verdaderas intenciones detrĆ”s de la creaciĆ³n de las vacunas hoy en dĆ­a. Es caracterĆ­stico de la autora evidenciar ciertos paralelismos con la vida actual a travĆ©s de una particular sutileza: el carretero se queja de los otros que, por mera maldad y descuido, manchan de barro a los caminantes, los ladrones van por los tapices del comerciante como en el presente los saqueadores de comercios tienen su revancha haciĆ©ndose con las pantallas planas mĆ”s grandes. Aunque el paisaje que contemplamos los habitantes mexicanos del siglo XXI es muy distinto al de la campiƱa francesa medieval que Giraud, carbonero, observa mientras asimila la agonĆ­a de su hermano Jacques, las palabras con que enuncia el desconcierto son muy similares a las que en estos dos Ćŗltimos aƱos habremos escuchado para describir la sensaciĆ³n de que algo ajeno, indiferente al sufrimiento humano, ha entrado en la casa, en el cuerpo de un ser amado o en el propio: ā€œHasta ese paraje familiar me resultaba extraƱo, como si me debatiera en medio de una pesadilla […] Cuando mi hermano muriĆ³, yo quise morir tambiĆ©n.ā€

John Berger dijo que la literatura hace posible ā€œdescribir el mundo en que vivimos como si no fuera algo inevitable. La vida, con sus enormes y devastadoras necesidades, a menudo no permite que algo que estĆ” sucediendo sea otra cosa diferente de lo que es. Pero la literatura siempre lo permiteā€. MurguĆ­a recrea con fidelidad los estragos de la peste en el cuerpo y la comprensible cobardĆ­a de los sanadores ante la muerte, pero procura resaltar la piedad con que los seres humanos hemos demostrado que podemos tratar a los otros. MĆ”s aĆŗn: deja ver, en su mirada sobre nuestra propia fragilidad, la compaƱƭa terrible y bella, estridente y silenciosa a un tiempo, del mundo natural. Los animales tienen una presencia callada pero potente en las voces humanas que escuchamos, como en la del niƱo porquero: ā€œLe he dicho a mi madre que no quiero que maten a mis cerdos porque los amo, porque son cerdos honestos […] oigo los ronquidos de los hombres y los suspiros de las mujeres y, de vez en cuando, el resoplar de las vacas y el cochiqueo de los cerdos. Los grillos cantan. Virgen Santa, vela por mis cerdos. Vela por ellos, que no sufran cuando el carnicero los mate con su cuchillo, que es mĆ”s grande que la hachuela de los leƱadores. Que los lechones no sientan desconsuelo.ā€ Hoy, que a partir de las reflexiones en torno a las epizootias sabemos lo perjudicial que resulta para los humanos la explotaciĆ³n indiscriminada de la naturaleza y de los animales (independientemente de la discusiĆ³n moral que implica la cuestiĆ³n en sĆ­ misma), la sensibilidad del niƱo se nos revela como algo mĆ”s sensato que meramente infantil. En El cuarto jinete, VerĆ³nica MurguĆ­a parece proponer un cambio de grandes proporciones, con la escucha compasiva del pasado y la imaginaciĆ³n, que plantea como alternativas para el presente las conductas generosas que nos salvaron la vida como especie. Una transformaciĆ³n como la que se llevĆ³ a cabo luego de esa muerte y ese apocalipsis, que dejĆ³ de poner a Dios en el centro de la experiencia y colocĆ³ al ser humano. QuizĆ” sea hora de dejar de colocarnos en el centro y concebir que la experiencia humana, por significativa y digna que sea, es una mĆ”s de las que produce esta entidad viva, multitudinaria, incomprensible, que es el planeta mismo. Una compasiĆ³n otorgada por nuestra afortunada capacidad de imaginar. ~

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(Ciudad de MĆ©xico, 1979). Narradora y ensayista, periodista de cine y literatura. Pertenece al colectivo de arte y ciencia CĆŗmulo de Tesla.


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