Ni qué dudar que la incer-tidumbre es el signo más evidente en la actual coyuntura política mexicana, con miras a la consolidación de su endeble sistema democrático. A la posibilidad de una profundización en los cambios institucionales que den pie a la existencia de una ciudadanía plena, se oponen los vientos del retorno a un finisecular sistema antidemocrático y retrógrado. En el centro de la batalla que libran, de cara a la elección presidencial de 2006, las posiciones de centro-derecha y centro-izquierda que en su conjunto representan los tres más grandes partidos políticos en el país, ningún otro tema significa tan ostensiblemente el carácter que habrá de adoptar la incipiente democracia mexicana como el del papel del ciu-dadano en la construcción de un nuevo orden institucional y político.
Entender el papel de la ciudadanía política frente al Estado, a la luz de las transformaciones que éste experimentó desde finales del siglo XIX y a todo lo largo del siglo XX, ha sido en América Latina una constante que encuentra en el rompimiento con el orden colonial los orígenes de una noción tan esencial como polémica en el decurso de su historia. Lorenzo Meyer no parece preocuparse en El Estado en busca del ciudadano, su más reciente libro, por la polaridad que existe entre el republicanismo clásico –y su concepción del ciudadano que justifica su pertenencia en cuanto colabora con el espíritu del bienestar comunitario– y la postural liberal –el individuo como medida irreductible de los acontecimientos sociales– a la hora de elaborar una lectura del momento actual que vive la frágil democracia mexicana. Para Meyer se trata de entender que en México hace falta construir, bajo esa difusa noción de la Sociedad Civil que abordaron desde Locke hasta Tocqueville, pasando por Montesquieu y Rousseau, un “espacio para que esos átomos que son los individuos desarraigados de sus viejas estructuras comunales puedan encontrar nuevas formas de unión, comunidades de interés a las cuales asirse para no naufragar en el mar de la anomia.”
Sin ser una obra que aborde en su totalidad el amplísimo espectro de una ciudadanía que supera por mucho el ámbito de lo electoral, si bien El Estado… es un libro que no indaga exhaustivamente sobre la naturaleza de las exclusiones sociales en México –la no incorporación de las opiniones provenientes de sectores sociales marginados, de las mujeres en cuanto dependientes, de los analfabetas y los indígenas– y tampoco se aproxima con detenimiento a las formas de representación política no basadas en prácticas electorales o partidistas, la obra en su conjunto es un recuento certero de la real politik mexicana en los años que han precedido y sucedido a la alternancia presidencial en el país. El acercamiento de Meyer a las implicaciones de la representatividad ciudadana en el actual proceso político mexicano es, en ese sentido, si no un análisis puntual de la compleja configuración que ha adquirido en las últimas décadas la participación de amplias capas de la estructura social, sí una afortunada visión crítica de los límites a la universalización de la ciudadanía en un escenario político incierto.
El riesgo de una “semidemocracia” mexicana –afirma Meyer– es eviden-te ante la existencia de una franja considerable de la población nacional que es aún aquiescente con la inmovilidad política; es probable debi-do a la conformación de esas verdaderas oligarquías en que han llegado a convertirse los partidos políticos, y no es del todo lejano como consecuencia de un gobierno foxista que no ha sabido hallar la forma de arrinconar de una vez por todas las posibilidades del retorno inmediato del PRI, con todo y su boato antidemocrático, a la Presidencia de la República. El ejercicio de análisis político que en la obra se despliega en torno a la práctica de una democracia constituida –lo que puede entenderse como tal, conforme a la concepción que de ella se adopte– es, en suma y de manera compacta, una historia para México de los obstáculos a la participación cívica, de los cacicazgos, de los sufragantes coaccionados, de la compra de votos y de los fraudes en la larga tradición autoritaria surgida en el período posrevolucionario y muy lejos de ser concluida con la alternancia política del año 2000.
De cara al futuro inmediato, es claro que esa construcción del edificio democrático al que es deseable llegar de manera impostergable en el país supone la consolidación de mecanismos de movilización, de pedagogía ciudadana y de formación de la opinión pública; supone el respeto al principio de autono-mía que subyace en todo sistema político en el que los poderes coercitivos son reducidos a su mínima expresión e implica, también, la delimitación de las “fronteras de la libertad” por las que es posible concebir con precisión la clase de Estado democrático al cual se aspira.
Si en medio de esa incertidumbre posmoderna a la que alude Meyer como el signo más notable del actual momento histórico que viven casi todas las democracias del mundo, en México se arriba a ese “imperio de la ley” en el que la balanza del Estado se incline hacia los ciudadanos, habrá empezado a abordarse lo que la tradición democrática liberal no ha planteado suficientemente: la necesaria conciliación entre las exigencias de una sociedad dispuesta al cambio y las instituciones estatales que se escudan en un inconcebible poder discrecional. Si mucho de ello ocurre a partir de las elecciones de 2006 los mexicanos habremos avistado con probabilidad algún camino cierto hacia un orden genuinamente democrático; si mucho de ello se concreta, los ciudadanos habremos empezado a salir al encuentro de ese Estado que, por mucho tiempo, hemos buscado. ~