El Evangelio según Coetzee

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J. M. Coetzee

La infancia de Jesús

Traducción de Miguel Temprano García, Barcelona, Mondadori, 272 pp.

Un hombre y un niño llegan a la oficina migratoria de un territorio en donde el lenguaje oficial es el español. Dado que no cuentan con documentos de identidad, apenas desembarcan se les otorgan nombres nuevos: Simón al mayor, David al menor. Y aunque el primero no es padre del último, lo acuna y no lo abandonará hasta que no encuentre a su madre, que no necesariamente tendrá que ser su madre originaria –el primero nunca la conoció y el último no la recuerda–, sino la mujer en cuyos ojos Simón, el súbito protector de David, descubra el signo inequívoco de su maternidad. Qué ocurrió antes de que nuestros personajes emigraran a esta tierra prometida es algo que ignoramos: todo es, de pronto, un presente continuo en el cual no hace falta más que trabajar y vivir, dentro de lo que se antoja un Estado comunista por naturaleza.

Tal es el punto de partida de La infancia de Jesús, la novela más reciente del escritor sudafricano afincado en Adelaida, Australia, J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940). Obra que regresa a su línea narrativa más pura –es decir: sin la contraparte ensayística con la que nutrió sus novelas-híbridos anteriores Elizabeth Costello (2003), aparecida el año en el que se le otorgó el Nobel, Hombre lento (2005) y Diario de un mal año (2007)–, esta entrega de Coetzee nos remite a su obra más temprana, en la que se dedicó a dialogar, por así decirlo, con lo clásico literario, es decir, con sus mayores influencias y listones a alcanzar: Beckett y Defoe, para mencionar a los más evidentes, en Tierras de poniente (1974), En medio de ninguna parte (1977), Esperando a los bárbaros (1980) y Foe (1986); mucho más adelante será Dostoievski con El maestro de Petersburgo (1994), que es una reflexión en clave rusa sobre la pérdida de un hijo y la propia creación literaria.

En La infancia de Jesús Coetzee entabla una conversación luego distópica con los Evangelios y, de manera alegórica, piensa y plantea los rudimentos de la infancia de Cristo –ausentes en la Biblia–, niño creado por una entidad no visible –en este caso su madre, en lugar de Dios– y adoptado por su padre –aquí Simón en lugar de José–, con la figura materna como una ausencia luego reemplazable –Inés, que no tiene nada de virginal y es la madre que Simón elige para David, en vez de María, que es la madre que Dios elige para Jesús, Espíritu Santo mediante–. Aparece, incluso, una versión arquetípica de Satán, aquí llamado señor Daga, el único de los personajes de la novela en el que aflora la semilla del mal y que sirve de estocada a la bondad aparente del nuevo mundo, que más que una tierra prometida es el territorio en el que uno nunca dejará de ser un exiliado.

Más cercana a Vida y época de Michael K (1983) –su primer premio Booker y lo más cercano a una novela total en la obra de Coetzee– que al díptico de crítica a la realidad sudafricana compuesto por La edad de hierro (1990) y Desgracia (1999) –su segundo premio Booker y tal vez el más accesible de sus libros–, La infancia de Jesús es la historia de un nuevo comienzo así como una especulación sobre lo que pudo haber sido Cristo de niño: ¿cómo se habría comportado el Mesías en su primera infancia, cierto de que algo en él, adopción e inmaculada concepción aparte, era distinto de los demás?

En un tránsito de lo kafkiano quintaesencial al realismo más depurado y rayano en la fábula o elipsis bíblica –el arranque en una oficina y el trance burocrático que sufren Simón y David es exasperante y casi surrealista; luego, una vez colocados en el nuevo territorio, nuestros personajes no tienen nada más que hacer que aprender a vivir bajo las reglas de un Estado de bienestar total, para no decir veladamente totalitarista, con un Dios del todo secularizado–, La infancia de Jesús desemboca en un relámpago místico-fantástico –que no un clímax–, para ofrecernos el más abierto de los finales en el corpus novelístico de Coetzee.

Si ya en Infancia (1997) habíamos asistido a la toma de conciencia del sudafricano, que en Juventud (2002) sufre el más crudo de los ritos de pasaje y en Verano (2009) nos ve la cara y nos dice que su persona de ficción dista mucho de ser el verdadero J. M. Coetzee, en La infancia de Jesús asistimos a una suerte de adenda o traslación de las Escenas de una vida de provincias (título que agrupa las tres narraciones anteriores, vertidas en un volumen único en 2011) a un territorio sin nombre que luego puede ser una Australia hispanizada o, mejor aún, romanizada, en un sentido de cultura clásica occidental y no oriental, como la Biblia misma.

Basta con asomarse a “¿Qué es un clásico?”, texto-prólogo con el que abre Costas extrañas (2001), libro que agrupa el trabajo ensayístico de Coetzee aparecido entre 1986 y 1999 (compuesto por amplias reseñas críticas, las más de las veces sobre autores contemporáneos, es decir, sus pares, aunque también sobre sus propios clásicos y listones, ahora desde la no ficción), para asir, aunque nunca del todo, la quintaesencia de La infancia de Jesús. Aquí, nuestro escritor habla no solo de la resonancia como factor fundamental para la denominación o asentamiento de lo que llamamos clásico, sino que repasa la toma y el reclamo de identidad de T. S. Eliot, el poeta estadounidense que encontró su sitio en la Inglaterra más romanizada, expresada en inglés aunque en un diálogo directo con lo clásico latino. En esta nueva novela, Coetzee parece reflexionar de manera subrepticia en su exilio voluntario en Adelaida, Australia, que, en términos históricos, es uno de los territorios más nuevos del mundo tal y como lo conocemos, más benigno en esencia que su originaria Sudáfrica.

Finalmente, hay que decirlo –o, así como hace Coetzee mismo, especularlo–: La infancia de Jesús es un ejercicio prospectivo, más que una recreación pasada: David, niño-mesías secularizado, es el hijo último de la violencia que, hoy, nos asuela. Y es que, más que encontrar una respuesta en el origen y génesis del malestar de nuestro tiempo, hay que forjarse preguntas desde cualquier futuro posible, incluso aquel en el que habrá cabida para alguien tan difícil de comprender como Jesús cuando fue niño, del que pocas pistas tenemos, pero sobre el que podemos trazar y construir toda una obra. Es en este último punto donde radica la grandeza como escritor de J. M. Coetzee, hoy vertida en su novela más reciente, tan distinta a cualquier otra que a la fecha hayamos leído. ~

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David Miklos (San Antonio, Texas, 1970) es escritor y editor. Dirige la revista de historia internacional Istor de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como profesor asociado y coordinador del Seminario de Historia y Ficción. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2008. Es autor de los libros La piel muerta, La gente extraña, La hermana falsa, La vida en Trieste, Brama, El abrazo de Cthulhu, No tendrás rostro, Dorada, Miramar y La pampa imposible.


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