El futuro y sus enemigos, de Daniel Innerarity

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Cuenta Walter Benjamin que, en la Revolución de Julio, “al anochecer del primer día de lucha, ocurrió que en varios sitios de París, independiente y simultáneamente, se disparó contra los relojes de las torres”. Es una imagen espléndida y muy elocuente, porque de acuerdo con el credo de todas las revoluciones de izquierdas habidas en Occidente, el pasado y todo lo que éste representaba tenían que ser abolidos y la hora puesta a cero –los revolucionarios, como vemos, se encargarían de ello a tiros, aunque fuera sólo simbólicamente– para que el futuro pudiera desplegarse nítida e inexorablemente bajo las leyes del progreso ilimitado. Todo se obtendría: la nación del pueblo, la aniquilación del privilegio, el derecho a la felicidad ordenada, el sufragio universal y hasta el gobierno de los desposeídos. Es sabido que más tarde, al menos en una mitad larga del mundo, ese progreso revolucionario se torcería y adquiriría una cara muy sospechosa, pero el mito seguiría en pie: el pasado quedaría oficialmente finalizado una y otra vez, y a partir de ese momento fundador íbamos a dedicarnos únicamente a forjar un futuro esplendoroso. Cada uno a su manera –comunistas, fascistas, fundamentalistas de toda especie– se pelearían por planificarlo. Los liberales más escépticos les mirarían con una mezcla de compasión y pavor.

Mucho tiempo después nos encontramos en un extremo opuesto: la política heroico-revolucionaria ha dejado de tener sentido, ya sólo los ingenuos creen en el progreso como liquidación del pasado y dirección única de la historia, y se diría que las grandes disputas de nuestro tiempo consisten más en aguerridas reinterpretaciones del pasado que en la elaboración de un futuro sensato. Sobre todo porque el futuro nos da miedo. Frente a las ilusiones de que el porvenir siempre corría hacia el bien y la justicia, ahora sentimos que se trata de una noción incontrolable, abierta, potencialmente devastadora. Así lo creyó siempre cierta derecha, de Burke a Oakeshott. Lo novedoso, como en parte acepta Innerarity en las conclusiones de El futuro y sus enemigos, es que ahora es la izquierda quien más teme al futuro y quien más se vale de ese miedo para aferrarse a un presente de derechos adquiridos y reivindicaciones simbólicas que sabe gestionar, aunque aporte menos de lo que debiera para que todos salgamos de él –algo que por fuerza haremos– mejorados.

Éstas son las razonables conclusiones de El futuro y sus enemigos. Sus premisas son igualmente razonables, aunque tengan el aire un poco rutinario de lo evidente: la mecánica hiperacelerada del consumo y la información imposibilita tomar decisiones sosegadas; los ciclos electorales empujan a los gobiernos a tratar de satisfacer lo inmediato e ignorar lo lejano; reina el corto plazo; la globalización aumenta la complejidad y el descontrol. Ello lleva a los ciudadanos a descreer de la política como mecanismo que preparará responsablemente el mundo de nuestros hijos. En definitiva: fin de la política considerada como actividad noble y útil, fin de las esperanzas, fin de las utopías. No es solo un problema político, con todo. El de nuestro tiempo, dice Innerarity, es un “individuo dominado por el deseo de satisfacción inmediata, intolerante frente a la frustración, que lo exige todo ya, que salta de un deseo a otro con una impaciencia crónica, que prefiere la intensidad a la duración, incapaz de inscribirse en el menor proyecto y de toda continuidad, que exige del presente lo que debería esperarse del futuro”. Y sí, “lo urgente ha sustituido a lo importante”. Los políticos, patosos por fuerza, tratan de seguir ese ritmo como ciclistas por una cuesta que no se puede escalar.

Resulta casi imposible no estar de acuerdo con este diagnóstico de Innerarity. Cabría ver si vivimos una excepción histórica o estamos repitiendo una constante, la de creer que nuestro tiempo es el-episodio-anterior-al-fin-de-los-tiempos-tal-como-los-habíamos-conocido. Pero en cualquier caso, si como afirma el autor nuestra política ya se rige más por criterios temporales que geoestratégicos –lo cual es muy discutible– habrá, dice, que buscar espacios para el sosiego que permitan verle el lado bueno al futuro, más allá del “discurso ideológicamente voluntarista” de la izquierda y del “derrotismo neoliberal” de la derecha. Innerarity no se engaña: el mercado, la globalización y la sociedad atomizada están aquí para quedarse, pero es imprescindible que busquemos resquicios para convencernos de que el futuro será el fruto de nuestras acciones, no del insoportable determinismo de todos los profetas.

El futuro y sus enemigos es un libro ponderado e inteligente –como lo es siempre su autor–, pero incurre exactamente en el mismo error que con razón denuncia. Pese a ser una conminación a la izquierda a ponerse al día y dejarse de efectismos de corto plazo –“Creo que buena parte de lo que le pasa a la izquierda en muchos países del mundo es que se limita a ser la antiderecha […] La izquierda es, fundamentalmente, melancólica y reparadora. Ve el mundo actual como una máquina que hubiera que frenar y no como una fuente de oportunidades susceptibles de ser puestas al servicio de sus propios valores, los de la justicia y la igualdad”–, se muestra incapaz de aportar un plan creíble, más allá de buenas intenciones sobre la necesaria moderación de lo que los americanos llaman 24-hour news cycle: ese ritmo endemoniado que hace al político más esclavo de la hora de emisión de los telediarios que de la rendición de verdaderas cuentas ante los ciudadanos que lo emplean. Ahora bien, ¿no será considerar los valores de “la justicia y la igualdad” un monopolio de la izquierda una expresión más de esa poco eficaz “antiderecha”?

En cualquier caso ahí está el fallo de las tesis de Innerarity: el de creer que, aunque el futuro haya perdido su condición hegeliana, debe ser por fuerza una idea de la izquierda. El de creer que el ejercicio de la política y la esperanza de un bien común siguen siendo cosa de una izquierda momentáneamente descolocada pero hiperlegítima que golpea casi a ciegas a una derecha más hábil pero en la que no cabe confiar. El de creer, en definitiva, que izquierda y política pueden ser sinónimos que conviertan a toda otra opción en enemigo del futuro.

Todos debemos andarnos con más calma, eso es indiscutible: el futuro es el lugar en el que nos jugaremos los cuartos, hay que preverlo con prudencia y evitar en lo posible esa combinación tan española de planificación e improvisación. Innerarity no desea ninguna revolución: no hay que dispararle a ningún reloj, sólo anticiparse a lo que su movimiento puede depararnos. Y para ello nada mejor que renovar la socialdemocracia, algo gastada después de medio siglo de éxitos. Ahora bien, ¿qué diferencia su diagnóstico del de la izquierda establishment si, como en el caso de ésta, más que una cura viable tiene sólo buenas intenciones? ~

 

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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