Alfred Polgar se negó siempre a llamarlo literato, pues “en sus libros no hay ni rastro de las mentiras, pringosidades, afectaciones y trampas del oficio”. Egon Erwin Kisch alabó la precisión casi matemática con la que desarrollaba los temas de sus novelas. Friedrich Torberg, empleando una extravagante capacidad de asociación, lo caracterizó como el “resultado de un desliz entre Agatha Christie y Franz Kafka”. Guardó silencio cada vez que fue invitado a revelar un detalle cualquiera de su insignificante autobiografía, nunca concedió una entrevista y, siguiendo el ejemplo opuesto de muchos de sus contemporáneos, una y otra vez renunció al molesto ritual de interpretar sus propias obras. Cultivó con pasión el estudio de las matemáticas aplicadas y sobre sí mismo escribió, en una carta fechada en Palestina, poco antes de que cumpliera sesenta años: “El mundo escuchará y leerá después de la guerra cosas muy distintas de las que elaboro aquí tan arduamente detrás de un alambre de espino espiritual, privado de experiencias y acontecimientos significativos.”
Leo Perutz: rara avis, figura extravagante a quien el barrio judío de Praga a finales del siglo XVI, las guerras napoleónicas en España, los decorados sombríos de la Francia de Richelieu o los paisajes blancos de Prusia y Polonia a principios del siglo XVIII, le sentaban mejor como materia novelística que la actualidad frágil y convulsa. Europa hacía sonar, por partida doble, sus tambores de guerra y Leo Perutz escribía novelas históricas. El Judas de Leonardo fue la última de ellas. El 4 de julio de 1957, semanas antes de morir, Perutz dejó a punto el manuscrito definitivo, luego de veinte años de tanteos, vacilaciones, enmiendas y largos periodos de sequía.
No creo a nadie capaz de perder el tiempo tratando de distinguir a qué mundo pertenecen los hechos narrados en El Judas de Leonardo: ¿al de la ficción, al de la leyenda, al del rigor documental? ¿Vale en algo que lo que cuente Perutz sea o no sea seguro? Sólo hay algo verdadero: estamos en 1498, a la hora menguante del ducado milanés de Ludovico Sforza, protector de las artes. Eso no tendría importancia si no fuera porque en ese tiempo, y en ese lugar, Leonardo da Vinci se ha instalado en una calma aparente que pone en riesgo la conclusión de la Cena. Le falta un detalle… y grande, le falta la cabeza de Judas: “Entendedme bien, señores, no busco un rufián o un delincuente cualquiera, no, quiero encontrar al hombre más malvado de todo Milán, ando tras él para dar a ese Judas sus rasgos.” Podríamos suponer que el argumento encierra la historia de tal búsqueda y fallaríamos por completo, pues El Judas de Leonardo cifra sus páginas en el destino miserable de aquel que habría de llevar el rostro de Judas. Se llama Joachim Behaim; es hermoso, apátrida y corre detrás del dinero.
Dice Leonardo, el personaje, que Judas traicionó a Cristo cuando comprendió que lo amaba, cuando su orgullo se rebeló contra la zozobra de amarlo demasiado. No podemos imaginar entonces que su secreto y su pecado hayan surgido de la envidia y aun de la decisión de elegir el mal conociendo el bien. Nos preparamos así para contemplar la ruina moral de Behaim a la que, encima de todo, respalda una defensa infame de la justicia. Pero antes debemos saber que hay un amor loco entre Niccola una mezcla milanesa de audacia e inocencia y Behaim; hay también una deuda que Behaim piensa cobrarle al usurero Boccetta. En ocasiones, la desgracia tienta a los hombres en forma de azar. Niccola es hija de Boccetta. Una vez que ha sido tocado por esta incalculable revelación, Behaim ya está preparado para ser un hombre solo. Recupera su dinero a costa de Niccola, a quien desprecia “aunque hubiese llevado dentro el paraíso”. Al pronunciar su sentencia final, ignora que acaba de duplicar el destino de Judas: “La había amado demasiado y eso no lo permitía mi orgullo ni mi honor.”
Por regla general, Perutz vivió al margen de sus ficciones; se sintió a sus anchas actuando como una inteligencia ordenadora, casi espectral. El Judas de Leonardo no fue la excepción pero sí el momento más transparente. Corre a lo largo de toda ella una pregunta que se antoja personal, relacionada con los misterios de la creación, un registro del cual Perutz nunca se ocupó antes. Que al final de la novela, y sin torcer el flujo narrativo, Leonardo encuentre a Joachim Behaim, y con él la pieza que falta, el rostro de Judas (“Os rendiré el honor que os corresponde, cuidando de que no desaparezca vuestro recuerdo de Milán”), refleja muy bien el papel preponderante que Perutz pudo concederle al azar en la concepción y la maduración de su propia obra literaria. Refleja de igual modo la naturaleza paciente del artista, que únicamente sirve a la pasión de ver, de comprender, ordenar y crear.
El estilo de Leo Perutz constituye una fuente de placer a causa de su constante inmunidad a la afectación y la soberbia. Nada le sobra, nada le falta. Se diría que siempre actúa directamente, concibiendo el argumento en su estado puro. Son muchas las cosas que ofrece y muchas las cosas que guarda bajo la manga. ¿En qué radica su enorme poder afectivo? Los personajes que describe se sienten a menudo fuera de lugar, incómodos con el papel que la fortuna les ha dado. Por más que aparenten actuar con suficiencia, no dejan de revelar el ánimo vacilante de su andadura vital. Los seguimos y nos asalta la impresión de que muy pronto ya no serán los mismos. La literatura puede consistir en meros juegos de ideas, de opiniones y palabras que se creen prácticas. Con Perutz ocurre al revés. Aun cuando se embarca en un tema importante, no trata de convencernos ni de convertirnos; sólo intenta contar una historia y contarla bien. ¿Existe acaso otro propósito? –
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