César Aira, El mago, Mondadori, Barcelona, 2002, 140 pp.César Aira, Varamo, Anagrama, Barcelona, 2002, 128 pp.
NOVELA
El orden del azar
César Aira es, con Fogwill y muy especialmente con Ricardo Piglia, uno de los más destacados representantes de la narrativa latinoamericana posterior al boom de la década de los sesenta. Si bien conviene aclarar que la literatura argentina, inmunizada por escritores como Borges, Cortázar, Bioy Casares y más tarde Manuel Puig (excluyo a Sábato, maestro sin discípulos), se ha alimentado de su propia tradición, lejos de los artificios verbales del máximo representante y el más contagioso artífice de todos ellos, Gabriel García Márquez, o de la omnipresencia de Carlos Fuentes en México.
Dentro de la tradición argentina, o por lo menos porteña, César Aira posee la valiosa cualidad de un estilo que ha dejado de serlo para convertirse en naturalidad expresiva, de una desconcertante capacidad de invención que nos resulta sin embargo familiar, y de un talento reflexivo que se integra a la invención narrativa a su vez integrada a la cotidianeidad de la que surge, sin sorpresas, el absurdo, que tantos críticos han confundido con el surrealismo.
Este tipo de literatura exige no sé si la improvisación o la apariencia de improvisación. En todo caso, una disciplina, una lógica del azar que al ser expresado no puede confundirse con la digresión. La digresión es confusa. Los textos de Aira son de una espléndida sencillez y fluyen, por más que se vayan acumulando las sorpresas, con fácil naturalidad. "¡Como si improvisar no fuera difícil de por sí!", se nos dice en Varamo. A esta estética de la improvisación Aira añade un nuevo planteamiento: el del indirecto libre, es decir, la perspectiva de la conciencia del personaje tratado en tercera persona, la transubjetividad, gracias a la cual la realidad incide en los pensamientos de los personajes y ese pensamiento se objetiviza en la voz narradora. Gracias a ello se consigue una impresión de verosimilitud, de naturalidad.
La publicación simultánea de El mago y Varamo nos permite comprobar los riesgos y las virtudes de esta concepción basada en el orden del azar. Las dos novelas constituyen el anverso y el reverso de una misma problemática. Ambos protagonistas se sienten fracasados. El mago porque es incapaz de "falsificar" la realidad: él no posee trucos para transformarla sino poderes sobrenaturales. Es decir, no es un verdadero mago. Varamo es un pobre empleado cuya vida se altera al recibir dos billetes falsos: también él se enfrenta, pues, a la naturaleza de la falsificación y a la relación entre invención y realidad, pragmatismo y delirio, orden y alteración, tal vez sólo aparente, del orden. Ambos deciden que todas las revelaciones de las jornadas sólo pueden encontrar expresión en la escritura.
En El mago hay un punto de partida inaceptable: si realmente tiene poderes sobrenaturales, ¿por qué no puede alterar el orden y hasta la naturaleza de los acontecimientos? Esta inverosimilitud pesa sobre todo el libro. La improvisación se confunde con la complacencia, las reflexiones sobre la naturaleza de la realidad no aparecen integradas a la sustancia narrativa, paradójicamente porque la personalidad del mago es muy obvia. En resumen, los mecanismos de la novela son demasiado visibles.
Por supuesto, estamos criticando los chirridos de una novela que es obra de un escritor de talento. No estamos, pues, poniendo en duda el talento, sino posiblemente la excesiva confianza en sus dotes de narrador. Que aquí son visibles y apreciables, pero que quedan claramente disminuidas frente a Varamo, una verdadera joya literaria y que, como La liebre, representa un inevitable punto de referencia al hablar de la escritura de César Aira y de toda una generación. Si los excesivos poderes mágicos (y, por lo tanto, su incapacidad para la magia humana, la que es capaz de transformar la apariencia de la realidad) convierten al mago en un fracasado, la mediocridad de la vida de Varamo le convierte en un mezquino y, a diferencia de Pedro María Gregorini, acepta con naturalidad esta vida mediocre. El mago Gregorini visita Panamá, Varamo es de Panamá. Gregorini escribe por una decisión cínica y banal: si como mago buscaba la gloria, ahora, lo que quiere con la escritura es "vivir bien, mejor de lo que vivía".
Varamo escribe por necesidad. Y este personaje kafkiano se transforma en una invención de Borges o de Bolaño, autor de la celebrada obra maestra de la moderna poesía centroamericana El Canto del Niño.
Nos encontramos ante un libro realmente perfecto en su desarrollo, en la coherencia de las distintas y originalísimas situaciones, que acaban por convertirse en metáforas de la vida y de la escritura. La imagen de la Virgen y el Niño está íntimamente relacionada con la de Varamo y su madre. Las formas amenazantes de la falsificación, la ruptura de la frontera entre lo privado y lo público, el dulce rojo picado por los pájaros (una muestra de lo particular floreciendo en lo universal), el embalsamamiento de peces, el hedor y la intoxicación que le lleva a la alucinación, la carrera de regularidad y el atentado anarquista, la visita a la casa de las Góngoras, con la presencia de la criada Carmen Luna y de su amante el delincuente o revolucionario Cigarro que "era negro y los dientes le brillaban en la cara, señal de que estaba sonriendo…"
Típicas de "la irresponsabilidad de su raza", las Voces, que son su cotidiano acceso de locura, le servirán como modelo para crear el encadenamiento del poema y ver "como cada escena se encadenaba con la anterior, todavía seguía viendo el dominó y la vajilla, parpadeando entre las constelaciones": escenas o situaciones que son sin duda sueñuelos narrativos, pero que explican al mismo tiempo la sustancia de El Canto del Niño Virgen, que no podremos leer pero que en realidad ya hemos leído. Y aquí está precisamente la magia, ahora sí la verdadera magia, de Varamo. Y es así como nos sumergimos gozosamente en el work in progress de una pieza literaria nunca escrita. ~