“El nuevo espíritu de los tiempos vuelve pertinentes a autores como Illich”: una entrevista con Humberto Beck

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Doctorado en historia intelectual en la Universidad de Princeton, el historiador y ensayista mexicano Humberto Beck recupera, en Otra modernidad es posible (Ed. Malpaso), la figura y el pensamiento de Iván Illich. Definido por Agamben como “el más profundo y coherente entre los críticos de la modernidad”, Illich reaparece en las páginas de Beck como una figura esencial en el “giro ideológico” que está viviendo Occidente tras la crisis económica del 2008. Lejos de haber caducado, los análisis de Illich adquieren una actualidad inusitada y sus propuestas críticas al neoliberalismo se presentan como tareas pendientes para un sistema democrático que, en palabras de Beck, “debe ser revitalizado”.

 

¿Por qué recuperar precisamente ahora la figura de Iván Illich?

Iván Illich fue un crítico social y un pensador que tuvo mucha notoriedad pública en los años setenta. Sus críticas a la escolarización, a la medicalización y a los transportes motorizados tuvieron una presencia prominente en diversos debates en América Latina, Estados Unidos y Europa. Después, en los años noventa, desapareció un poco del mapa por razones biográficas e históricas. Ahora hay que recuperarlo porque ese giro histórico que lo volvió irrelevante en los noventa ha dado otro giro: ahora vivimos un nuevo cambio en el espíritu de los tiempos y este cambio vuelve pertinente a autores como Illich.

 

¿El giro histórico de los noventa es el giro hacia el neoliberalismo?

Sí, en los años ochenta y, sobre todo, noventa el giro hegemónico del pensamiento hacia el neoliberalismo y el pensamiento único convirtió en autores fuera de lugar a autores como Illich, que pertenece a lo que podríamos llamar “el espíritu del ‘68”, ese optimismo transformador, según el cual puede haber cambios a gran escala que reestructuren las relaciones sociales en términos emancipadores. En los ochenta y noventa, las ideas transformadoras no sólo parecían ser un sueño irrealizable, sino también un sueño nocivo, puesto que de lo que se trataba era de hacer eficientes los procesos capitalistas de la manera menos restringida posible. Ahora bien, en esta segunda década del siglo XXI, parece haber un nuevo giro histórico que vuelve irrelevante la noción del “fin de la historia” y la idea de que ya no hay espacio para la especulación teórica y política en la forma de organización social. Están pasando cosas que, para bien o para mal, acaban con esa hegemonía del “fin de la historia”.

 

¿Qué fenómenos reflejan este giro ideológico?

Empieza después de la crisis del 2008. Por una parte, reflejo de este giro histórico son el surgimiento de movimientos políticos inesperados, como el 15M en España y Occupy Wall Street en Estados Unidos, el surgimiento de políticos abiertamente socialistas como Corbyn o Bernie Sanders. Pero, por otra parte, este giro histórico también implica la llegada de un presidente neo fascista a la Casa Blanca, el ascenso de grupos de extrema derecha, como el Frente Nacional en Francia, y de fundamentalismos, ya sea islámicos o neocon en Estados Unidos. Todo esto abre un nuevo horizonte político, en el que es necesario recuperar los autores que sean capaces de encauzar esta nueva apertura histórica de una forma más crítica y más emancipadora.

Illich representa una alternativa al discurso del fin de las ideologías de Daniel Bell, discurso que continuó, años después, Fukuyama. Ellos dos, Bell y Fukuyama, hablaban del fin de las ideologías en un sentido movilizador y conservador que terminaba en un “¿Para qué cambiar las cosas si nada cambia?”. Por su parte, es cierto que Illich también plantea una especie de fin de las ideologías, pero en un sentido opuesto. Su propuesta es trascender los planteamientos marxistas, puesto que, en su recepción histórica, el marxismo generó un sistema burocrático y de mercantilización de las relaciones que es análogo al sistema capitalista. Ahora bien, esto no significa que haya que abandonar la voluntad de transformación social, sino que, sostiene Illich, es necesario darle un giro de tuerca de modo que se prevenga la burocratización del sistema. Además, la transformación social no sólo debe tender hacia la limitación de la propiedad privada, sino debe tener también conciencia de las relaciones sociales

 

En referencia a las relaciones sociales, Illich propone un nuevo pacto social: la convencialidad

Illich sostiene que, además de preocuparse por la propiedad pública y los medios de producción, hay que preocuparse por la forma de los medios de producción y lo que propone es el concepto de convencialidad: las herramientas, entendidas como cualquier medio para un fin, desde un martillo a una escuela, tienen que tener en su planteamiento formal y estructural una conciencia de la autonomía y la equidad. Y esto tiene que ver con los límites de la forma de los medios de producción, límites que, rebasados, empiezan a convertirse en contraproducentes.

 

Una de las ideas claves de Illich es que el pensamiento hegemónico se construye siempre desde la institución educativa.

Esto tiene que ver con su planteamiento crítico de la tecnología; él quiere superar la idea establecida de la tecnología como algo neutral. Hay esta idea de que la tecnología no es buena ni mala a priori, sino que es buena o mala en función de los fines para los cuales se pone en práctica. Siguiendo esta lógica, el sistema escolar es bueno si estamos en un país socialista y es malo si estamos en un país fascista. Illich se opone a esta idea y sostiene que hay algo en la forma en cómo transmitimos el conocimiento mediante la escolarización que crea inevitablemente una mercantilización del conocimiento, una inhibición de las capacidades para aprender por unos mismo y un perfecto sistema de discriminación, independientemente de si hablamos de un país socialista, fascista o capitalista.

Illich tiene una frase muy conocida que dice: “La escuela es la agencia de publicidad que te hace creer que necesitas la sociedad tal y como es”. Para Illich la escuela enseña a ser un consumidor, porque te induce en un sistema ritual de acumulación jerárquica de credenciales de participación social, donde la adquisición de conocimiento es algo secundario. Lo único que importa es la obtención de credencial, es decir, la adquisición de la mercancía que te va a permitir obtener la moneda de cambio que, a su vez, te permitirá obtener otras mercancías, véase el trabajo asalariado o el prestigio social.

 

Paralelamente a la educación, Illich se detiene en la medicina, a la que define, en sintonía con Foucault, como una herramienta de control social.

Efectivamente. Illich sostiene que la medicina se ha convertido en una herramienta de control transversal y de mercantilización de las relaciones sociales. La idea de que todo sufrimiento, padecimiento o enfermedad, por pequeño que sea, necesita un tratamiento profesional no sólo crea menos bienestar, sino que se ha recrudecido en las últimas décadas.

 

La mercantilización de la medicina se refleja, además, en la consolidación de seguros privados y el empobrecimiento del sistema público.

Exacto. La exacerbación de la medicalización sirve a intereses concretos porque la medicina se convierte en un negocio corporativizado bastante lucrativo. Y aquí entran en juego las aseguradoras privadas, que se vuelven el principal obstáculo no sólo para desmedicalizar la sociedad, sino y sobre todo para afianzar un sistema de salud público, que en Estados Unidos no existe.

 

Otro punto esencial en el pensamiento de Illich es su crítica al automóvil y su reivindicación del caminar. ¿Podemos inscribirlo dentro de la corriente del urbanismo utópico?

Las ideas de Illich con respecto al transporte se pueden situar en el debate de los años cincuenta y sesenta entre los urbanistas hipermodernistas al estilo de LeCorbusier y los urbanistas utópicos al estilo de Jane Jacobs, que intenta recuperar la dimensión de los intercambios concretos y piensa la ciudad como un espacio para la multiplicación de estos intercambios espontáneos. Illich se posicionaría del lado de Jacobs, introduciendo en el debate los razonamientos técnicos para argumentar por qué, incluso de manera racional, es objetivamente deseable favorecer el uso de transportes de baja velocidad, como la bicicleta o la modernidad.

 

¿Hay en Illich una progresiva decepción ante la euforia inicial, manifiesta en sus primeros textos?

Sin duda. En su primera etapa, Illich estaba escribiendo para la euforia de principio de los setenta, con la Revolución Cubana de fondo y el recién gobierno de Salvador Allende en Chile. Sus primeros textos de Illich fueron escritos con el trasfondo de que era posible un socialismo democrático a escala nacional, al cual solo hacía falta introducir ideas críticas acerca de la técnica y las instituciones burocráticas para volverlo auténticamente emancipatorio y convivencial. En la segunda mitad de los setenta, Illich comienza a sentirse descreído y empieza a pensar en posibilidades concretas de convivencia en pueblos y barrios. Hay dos experiencias en México que le sirvieron de ejemplo: una es el caso de la autogestión de emergencia en la Ciudad de México en 1985, cuando hubo un terremoto de gran escala y la autoridad estatal estuvo totalmente colapsada y, por tanto, fue la propia gente que tuvo que organizarse para salvar a los sobrevivientes y rescatar los cadáveres. El otro caso fue el zapatismo en los años noventa, que se reflejaba en la autogestión de comunidades indígenas.

 

Antes ha mencionado a Corbyn y a Bernie Sanders como expresiones de este nuevo giro histórico que estamos viviendo. ¿Podríamos incluir también, por lo que se refiere a España, el fenómeno de Podemos?

Evidentemente, porque en el fondo está siempre una crítica de la contraproductividad de la democracia liberal. Durante mucho tiempo, hemos pensado que la democracia liberal es el aparato más efectivo para la representatividad popular; ahora bien, con el tiempo, este aparato se ha vuelto un obstáculo para el fin. Los propios partidos políticos, con sus intereses de corrupción o por establecerse como estamento, se han vuelto el propio fin, cuando se supone que son la herramienta de la representación pública. Entonces, creo que iniciativas como Podemos, en principio, pueden ser una manera de desactivar esta contraproductividad de la democracia liberal y así restaurar su sentido como medio para el único fin posible: la representatividad democrática.

 

¿No corren el riesgo de asumir la lógica del sistema al que teóricamente se oponen?

Existe la posibilidad que la lógica perversa de la herramienta contraproductiva, en este caso, la democracia liberal partidista, sea tan fuerte que jale incluso estas iniciativas de rehabilitación. Queda entonces el horizonte de las formas de participación paralela, como la movilización o la organización comunitaria; de este modo, si incluso estos proyectos de rehabilitación de la democracia liberal fallaran, sobrevive siempre esta otra espontaneidad de la movilización social extra-partidista.

 

Entonces, ¿es posible esa otra modernidad a la que aspiraba Illich?

Claro, porque creo en la posibilidad de la circulación de las tesis illichianas en la esfera pública para que puedan ser aterrizadas, aunque sea de forma sectorial, en diversos aspectos de la convivencia para replicar lo que parece ser la única victoria hasta ahora de las tesis illichianas: la movilidad urbana. Esta victoria se podría reproducir en otros ámbitos y puede haber, por tanto, un cambio de conciencia. La cuestión es proveer de vocabulario crítico a las iniciativas que ya están ahí y que intuyen cierta insatisfacción social y, por tanto, puedan articular otras iniciativas. Desfamiliarizarse de las certezas modernas en torno a la salud, la educación y el progreso es el primer paso para una posterior imaginación de la alternativa.

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