Francisco Rebolledo
Rasero o El sueño de la razón
México, Ediciones Era, 2012, 542 pp.
Casi veinte años han pasado desde que apareció por primera vez Rasero o El sueño de la razón, de Francisco Rebolledo, y releyéndola me pregunto, no siendo el primero en hacerlo, por qué esta novela no figura con mayor frecuencia en las listas del canon mexicano. Su autor, se dice, pretendiendo justificar el desdén, es hombre de un solo libro. En efecto, ningún otro de los trabajos narrativos y ensayísticos de Rebolledo (ciudad de México, 1950), tiene la envergadura de Rasero, lo cual debería ser motivo para exaltar a su autor y no para menospreciarlo. Siempre es preferible –y los ejemplos sobran– imponerse con una sola obra. Aquellos que entre nuestros novelistas la van librando con cierta pena y poca gloria cambiarían sus éxitos por haber escrito, al menos, un libro como Rasero, novela que yo colocaría, por sus virtudes y por sus limitaciones, por su poética, junto a Terra nostra (1975) de Carlos Fuentes y Noticias del imperio (1987) de Fernando del Paso, entre las piezas señeras de un tipo heterodoxo de narración metahistórica muy propio de la literatura latinoamericana.
El marqués español Fausto Rasero no es, hasta donde sé, un personaje histórico pero a Rebolledo, a partir de su invención, le permitió pintar su Siglo de las Luces, siguiendo las venturas de un arquetipo de ilustrado, acaso demasiado tópico, a quien le toca conocer a los memorables Diderot, Voltaire, Lavoisier, Mozart y Goya, etcétera, e intimar nada menos que con madame de Pompadour. Es algo mecánica esta expedición turística por el siglo XVIII: no hay protagonista de aquella edad dorada con la cual este afrancesado tierno y ocurrente no se tope. Hasta a la tina de Marat se asoma este simpático marqués ante el cual se abren las puertas de todos los salones y de todas las covachas del París ilustrado y revolucionario.
Rasero, la novela, es un panorama y Rasero, el héroe, una marioneta. Notoriamente, Rebolledo, químico de origen, se documentó al detalle, leyendo las correspondencias de los enciclopedistas y no pocas biografías, llevándonos de la mano, con noble afán didáctico, desde el reinado de Luis XV hasta los años de Goya, teniendo por episodio central, como no podía ser de otra manera, a la Revolución francesa, cuyo Terror devoró al científico Lavoisier, amigo dilecto y colega amadísimo de Rasero. A Robespierre, quizá agradecido porque el marqués español le regaló una edición autografiada de Rousseau, le va nuestro héroe a pedir gracia por su amigo. El tirano se niega a interceder por la cabeza condenada de Lavoisier pero le concede, a Rasero, la propia, alejándolo de la guillotina. De regreso en España al protagonista le toca una segunda o tercera vida hasta que su memoria y sus papeles son rescatados, cuenta la novela, entrado ya nuestro tiempo, por sus herederos mexicanos, puente con su propio presente que un redundante Rebolledo no se privó de diseñar y de cruzar.
Rasero, obviamente, es un vidente fáustico al cual le ha sido dado asomarse al futuro cada vez que goza de un orgasmo, don que es su pesadilla, es decir, su sueño de la razón. Esta peculiaridad de Rasero le permitió a Rebolledo escribir una generosa novela erótica –más erótica que libertina– desplegada a través de la historia futura. Lo que este vidente ve son, en resumen, los horrores atómicos y concentracionarios de la pasada centuria, lo cual está, me parece, muy en el ánimo intelectual de un escritor como Rebolledo, a quien le tocó asomarse a la madurez en el año 68 del siglo XX. Ese año acabó por difuminarse, primero en la academia y luego en la opinión mediática, la sospecha, elucubrada notablemente por la Escuela de Frankfurt, de que acaso la Ilustración había sido la madrastra del Holocausto. Con prudencia, pero sin quitar el dedo del renglón, Rebolledo nos invita a creerlo así, con Rasero, cuyas visiones muestran el desenlace fatídico del Progreso. Algo tiene Rasero de profecía cumplida y autodemostrada, lo cual fue, en mi relectura, algo que no me molestó cuando leí, en 1993, su primera edición. Los sueños de la razón, ya se sabe, engendran monstruos…
Mi página preferida (me ha costado elegir una porque son muchas las que me gustan) sigue siendo aquella en que Rasero observa y al hacerlo se deja observar, antes de un concierto, por el niño Mozart, quien años después lo reencuentra, recordándole, nítido, ese instante compartido. Cito: “Al contemplar a la criatura, muy erguida, oyendo sonriendo la disertación de su padre [Leopold Mozart, se entiende], vestida con esos ropajes de adulto y con esa cabeza redonda y abultada, Rasero no pudo evitar la sensación de que irradiaba algo lúdico, sórdido y obsceno. Por un instante, su mirada se encontró con la de Wolfgang y Rasero adivinó que el niño estaba pensando exactamente lo mismo que él. ‘Extraño este hombre calvo de cara afilada y ojos de mosquito’, pensó que pensaría el niño. Esta certeza aumentó su simpatía hacia él; se sonrieron al mismo tiempo, y aunque solo ellos pudieron verlo, pues lo hicieron con la mente, se guiñaron cómplices los ojos” (p. 188).
En Rasero hay, a su vez, su “sueño mexicano”. Solo Mariana, llegada del Nuevo Mundo, le ofrece, materializada, la visión amorosa que le otorga sentido a la vida del marqués y lo priva, venturosamente, del padecimiento de los orgasmos proféticos. Ese amor es un sueño, exaltación de lo criollo y como tal, verdadera quimera, no puede durar. Cuando Rasero es llamado a las exequias de su amiga la Pompadour, Mariana se esfuma y lo devuelve, literalmente, a la pesadilla de la historia. Ella, quizá, lo aguarde en el futuro. Como en Terra nostra, en Rasero impera el muy masculino aliento profético (el pasado es el futuro) y, como en Noticias del imperio, domina la potestad femenina de la imaginación (la loca siempre está en casa). Sin Mariana, Rasero es privado del placer de imaginar. Junto a lo erótico y lo tanático, a la novela de aventuras históricas e intelectuales, Rasero es también la crónica de un verdadero amor platónico. Mariana ha debido ser un alma.
El estilo de Francisco Rebolledo, en Rasero, está lleno de bondad y a veces hasta de sobrado ingenio en la imagen, como cuando un cura, al servicio del arzobispo de París, relata su acoplamiento con una madame que a hurtadillas de su marido se tendió sin desvestirse y solo se levantó, desprovista de ropa interior, las sucesivas enaguas y así el secretario “la montó y la amó con furia, engolfado en un mar de tela; sentíase como una abeja metida en el corazón de una rosa” (p. 177).
No hay azar en Rasero porque en una novela metahistórica como esta se aplica a la perfección la archilegendaria crítica de Sartre a Mauriac: estamos ante un libro donde el novelista es Dios, capitán de la Enciclopedia y su héroe hace lo que él quiere, siguiendo virtuosamente los movimientos de la mano de su ostentoso titiritero. Rasero es un hermoso libro sin contingencia. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile