En febrero de 2009, en la prestigiosa revista inglesa de medicina The Lancet, Jeremy Laurance lanzó una pregunta que, más que pregunta, es una reflexión interesante: “¿Tendrá el Guinness Book of Records una entrada para el doctor que ha salvado más vidas? Los candidatos inmediatos que saltan a mi mente son Ignaz Semmelweis, Alexander Fleming [descubridor de la penicilina] y Richard Doll [que relacionó tabaquismo y cáncer].”
Semmelweis, junto con Louis Pasteur y Joseph Lister, son los personajes que cuentan, en voz de José Antonio López Cerezo, los vericuetos que fue necesario vencer para que médicos y enfermos comprendieran que la antisepsia salva vidas y evita enfermedades. El triunfo de la antisepsia desglosa la historia de la antisepsia, uno de los episodios más apasionantes de la medicina. Si hoy el lavado de manos es el procedimiento más socorrido en la medicina, en la época de Semmelweis (1818-1865), Pasteur (1822-1895) y Lister (1827-1912) no lo era. Mucho tardó la comunidad médica en convencerse de que Semmelweis no estaba loco. López Cerezo explica esos avatares con maestría y elegancia.
Semmelweis publicó sus datos en 1858, mientras trabajaba en el Hospital General de Viena; precedió a Lister nueve años y veinte a Pasteur. El germen de sus inquietudes fue la alta mortalidad posparto en una de las alas del nosocomio. Arropado por su inteligencia y con la sagacidad propia de un detective, el médico, de origen húngaro, fue descartando una a una las posibles hipótesis diagnósticas de la fiebre puerperal hasta concluir que era “una enfermedad endémica de carácter infeccioso, causada por la transmisión de materia cadavérica”. Antes había desechado la posibilidad de contagio entre pacientes, había demostrado que no era un mal epidémico dependiente de influencias atmosféricas que se limitaba exclusivamente a mujeres parturientas y había descartado la hipótesis psicológica que aseguraba que las mujeres se infectaban por la vergüenza de ser atendidas por médicos varones en lugar de comadronas.
Sus pesquisas lo condujeron a una conclusión muy dolorosa: él y sus colegas eran los responsables de las infecciones y de algunas muertes debido a que eran los portadores de la materia infecciosa. Esa idea devino en el lavado de las manos y en el inicio de la era de la antisepsia. A partir de ese descubrimiento se colgó, en 1847, una orden expuesta en la entrada de la Clínica Primera: “Todo estudiante o doctor que visite las alas con el propósito de realizar un reconocimiento debe lavar sus manos meticulosamente en una solución de cloruro convenientemente dispuesta en la entrada de la sala.”
A pesar de que Semmelweis publicó sus resultados en 1858, sus argumentos no fueron bienvenidos. Se dice que su origen judío, su imposibilidad de hablar un buen alemán y sus inclinaciones políticas –hoy se le calificaría como izquierdista– fueron algunas de las razones del descrédito y el maltrato que lo orillaron a perder el juicio. Los dolorosos tropiezos lo confinaron en un sanatorio
mental, donde tuvo que usar una camisa de fuerza, falleciendo a las dos semanas de haber sido internado, paradójicamente, por una herida infectada en la mano, resultado de una operación ginecológica.
Después de leer los trabajos de Pasteur sobre la relación entre las bacterias y la putrefacción, Lister, cirujano inglés, propuso en la década de 1860 que la septicemia (infección sanguínea) se debía a la acción de gérmenes. En 1867 publicó en The Lancet sus observaciones para tratar fracturas por medio de agentes químicos (ácido carbólico), que utilizaba como antisépticos colocándolos en las heridas. Su éxito fue rotundo: entre 1867 y 1869 realizó cuarenta amputaciones con seis muertes, mientras que entre 1864 y 1866 había realizado 35 con 16 decesos. A finales de la década de 1870 el “listerismo” había triunfado. Sus trabajos fueron la semilla para que Pasteur desarrollara la teoría del germen de la enfermedad.
El gran científico francés (pasteurización, polarización de la luz, prevención de la rabia, mejora en la producción de seda francesa) retomó con entusiasmo las aportaciones de Edward Jenner, el descubridor de la vacunación, y buena parte de las ideas de Lister. A partir de sus experimentos, Pasteur, a diferencia de Semmelweis, que nunca habló de microorganismos, identificó el agente causal de la fiebre puerperal, el Streptococcus pyogenes. Después de ese descubrimiento habló de la necesidad de utilizar métodos antisépticos en el lavado de las manos y en el instrumental quirúrgico.
El triunfo de la antisepsia es una suerte de paseo en que a la erudición se suma la narración clara y amena. López Cerezo tiene razón cuando comenta que “el libro pueda ser accesible para quienes carezcan de una formación filosófica o histórica”. Su glosa, las innumerables entradas que acompañan al texto, el glosario, los perfiles biográficos y la profusa bibliografía facilitan la lectura y permiten contextualizar la época que produjo uno de los más importantes descubrimientos de la ciencia: el lavado de las manos antes de palpar a los enfermos. Como demuestra López Cerezo, en 2009 Semmelweis, junto con Pasteur y Lister, sigue siendo uno de los tejedores indispensables de la historia de la medicina. ~
(ciudad de México, 1951) es médico clínico, escritor y profesor de la UNAM. Sus libros más recientes son Apología del lápiz (con Vicente Rojo) y Cuando la muerte se aproxima.