Quizá sólo se deberían escribir primeras novelas; tal vez habría que proscribir ese intento tozudo al que sucumbe el cien por ciento de los escritores –vale, el 99–, el deseo de traer al mundo un mejor libro que el primero, un libro, muchas veces, blindado, el segundo, secuestrado por los miedos y la desconfianza y la contaminación y la ambición y el qué dirán y la prensa y la crítica y aquello que no tiene nada que ver con el primer libro –ni con la literatura–: la obra en la que todo autor muestra de qué está hecho, la obra con la que un escritor no se mide con nadie sino consigo mismo, la obra, la primera, que siempre se escribe no sólo con la cabeza sino con las entrañas, el estómago, el corazón, como un torero sale al ruedo por primera vez.
¿Por qué escribo todo esto? Porque leyendo Electricidad, la primera novela de Ray Robinson (North Yorkshire, 1971), uno se contagia de esa fuerza atronadora, esa rabia, esa madurez inocente de las (buenas) primeras novelas, esa nobleza con el lector (alejada de cualquier tipo de manipulación, de lo que está lleno eso que algunos llaman el mundo del libro), de su electricidad, de sus golpes duros y a la cabeza que nos transmiten una especial fascinación por el vuelo de esas esquirlas afiladas que uno debe sortear en el tránsito hacia la trama, hacia la estructura, hacia el conocimiento de los protagonistas, Mikey, Rachel, Mel, Jim, Barry, Dave, Don, hacia todo aquello de lo que brota sangre y dolor y ternura en medio de un azotar de puertas que, si uno no quita la mano, puede rebanar un dedo porque es al lector, es a nosotros, es a uno, a quien llama: “Eh, tú, sí, tú, asómate, esto es Londres, esto es la epilepsia, el terremoto, las cicatrices, la enfermedad, las esquinas puntiagudas que rozan el mundo cuando se le descubre”, como pareciera que dijera Robinson; no Robinson, Lily O’Connor, la protagonista de este libro radiante, la antihéroe femenina, irónica y cándida a la vez, la voz embaucadora de esta historia, a quien dan ganas de acompañar, de perseguir, de proteger, de amar, de coger, mientras ella, en su particular diáspora, le sigue la huella maltrecha a lo que queda de su familia destruida, a la historia de su vida, de su cuerpo, de sus permanentes ataques eléctricos, epilépticos –esa danza macabra, esa “danza temible del cuerpo”, como la llama Antonio Ortuño en el prólogo–; mientras en el trayecto echa espuma por la boca, se convulsiona, vomita, se orina en espasmos secuenciales, llenos de erres y de eses y de zetas y de enes, como si con cada una de ellas se comprendiera su significado: rrrssszzznnn-rrrssszzzznnn-rrrssszzzznnn-rrrssszzzznnn… Así debe de ser una descarga. Y si no es así, y si no fuera así, así debe escribirse una primera novela; así debería ser: una convulsión, un ataque, echar espuma por las páginas, padecerlas, escupirlas, orinarse en ellas, pero, sobre todo, vivirlas; el mayor mérito de Robinson: contagiarnos de esa otra enfermedad, la lectura.
Una chica de provincia, afectada de por vida del lóbulo temporal por una agresión de su madre sucedida cuando tenía once meses, sale al mundo, irreversiblemente trastocada por los abusos de la infancia, por esas orillas marginales: la pobreza, la violencia; después de aquella maravillosa bofetada que le da a su madre muerta –y que transmite todo el dolor que sufrió la chica en su infancia, en su adolescencia, como si dijera: a los canallas ni en la muerte hay que respetarlos–, va a la capital y descubre tardíamente, con los ojos de quienes han visto demasiado de la vida, demasiado pronto, todo lo que le rodea: “Escudriñé por la ventana y ahí estaba: todo el desastre de Londres.” Cerrará puertas, abrirá puertas, destruirá, construirá, y nos paseará por su intimidad amenazada por el exterior, en el que “la sangre se enfría y de repente el mundo está lleno de esquinas puntiagudas, bordes salientes que quieren atraparme”. Pero no sólo de eso.
Robinson ha escrito una novela con la mirada de una mujer de treinta años sobre el nomadismo, el mundo perverso de los adultos, las preferencias sexuales, el delicado mundo gay de ciertos seres (Mel), el brusco universo de hombres necesitados de un polvo (Dave) y el rutinario contexto suburbano de provincia: máquinas tragaperras, departamentos desolados, el bar único del pueblo, y unos cuantos seres atribulados que desean escapar de su sombra con una buena dosis de cualquier droga disponible en el mercado. De alguna manera, Robinson, Lily O’Connor, consigue convertir lo ordinario en extraordinario.
La de arena la pone una edición tipográficamente descuidada, no revisada, pese a su muy buena traducción, en una coedición de dos editoriales que, por su prestigio, no deberían permitirse editar los libros a prisa. ~
Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frรกgil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".