ConocĆ a Andreu Serrasec en Barcelona; era de Reus. Entonces tenĆa treinta y cuatro aƱos y era de los pocos catalanes que parecĆa entender cosas de mĆ, aunque eso lo supe mĆ”s adelante, como sucede con aquello que nos marca y de lo que solo cobramos conciencia con el curso del tiempo, cuando saberlo ha dejado de ser importante. CoincidĆ con Ć©l en la redacciĆ³n de una revista efĆmera que el dinero y la originalidad convirtieron muy pronto en una referencia casi mĆtica del nuevo siglo, Troppoli –“muchas ciudades”, en una fusiĆ³n licenciosa del francĆ©s y del griego–. Helena, una amiga espaƱola que vivĆa en MĆ©xico, me habĆa puesto en contacto con un conocido suyo, que, a su vez, me puso en contacto con Ravella, el director. La revista me permitiĆ³, mientras estuvo en circulaciĆ³n, escribir y editar y asĆ ganar dinero para vivir durante un tiempo, que llegĆ³ a durar casi dos aƱos.
Troppoli, a la que se ha llegado a considerar como “legendaria” y se ha querido copiar en repetidas ocasiones –de hecho, mientras escribo estas lĆneas, sĆ© que en Colombia circula un remedo bastante patĆ©tico dirigido por el negro de una escritora muy conocida–, era mucho mĆ”s que una revista de viajes: era un homenaje a las ciudades, a esas maquinarias artesanales que Henry, el personaje de Ian McEwan de SĆ”bado, llama “un Ć©xito, una genial invenciĆ³n, una obra maestra biolĆ³gica”; y, para que asĆ fuera, Troppoli no escatimaba en gastos: cara, con un papel ahuesado de alto gramaje, cosida al hilo, llena de firmas de prestigio, fotografĆa excepcional, y una inclinaciĆ³n literaria un poco enfermiza, financiaba estancias de una semana en ciudades de todo el mundo a escritores reconocidos para que relataran su experiencia, acompaƱada de fotografĆas a medio camino entre el fotoperiodismo y el arte; era una idea notable que yo siempre asociĆ© al lavado de dinero; la mafia se ha vuelto experta en subvencionar la cultura.
Y fue sin duda por el dinero por lo que Troppoli se convirtiĆ³ en una revista de culto que llegĆ³ a pagar cuatro folios a dos mil quinientos euros, mĆ”s de seiscientos euros la pĆ”gina, una suma exorbitante en el mundo del periodismo; en todo caso, del periodismo iberoamericano. Era por eso por lo que al interior de la revista algunos estĆ”bamos convencidos de que alguien lavaba dinero, pero todos nos hacĆamos pendejos. Nadie hacĆa preguntas; nadie querĆa respuestas. Nuestro temor no era coquetear con el delito, sino que por un ajuste de cuentas nos hicieran bajar el toldo. O, como se dice en MĆ©xico, cerrar nuestro changarrito, que a esas alturas era, a decir verdad, un pedazo de changarro. ¿Para quĆ© arruinar un momento de ensueƱo que, tarde o temprano, tendrĆa que llegar a su final?
Una de las anĆ©cdotas mĆ”s conocidas, de la que Wikipedia ha hecho eco con un sinfĆn de imprecisiones, fue la historia de un inolvidable relato de Emmanuel CarrĆØre; una especie de mise en abyme que agotĆ³ todos los ejemplares. SegĆŗn supe por Ravella, que lo conocĆa bien, CarrĆØre estaba pasando por un momento difĆcil, una crisis creativa y sentimental, asĆ que aceptĆ³ su invitaciĆ³n para viajar a San Petersburgo y escribir esa pieza memorable, “Castigo y castigo”. CarrĆØre mencionaba una sola vez a la ciudad de San Petersburgo, y reencarnaba a Dostoievski en los dĆas en que escribĆa Crimen y castigo; y luego se convertĆa en personajes irreales y fantasmagĆ³ricos, en espejismos de su propia depresiĆ³n; y se distanciaba y volvĆa a sĆ mismo, hasta tal punto que el lector no sabĆa si hablaba del escritor ruso o de Ć©l, o si aquel se habĆa fusionado con este, en un texto complejo pero inmenso, y en el que las catarsis de los personajes se sucedĆan unas a otras hasta un punto infinito; despuĆ©s supimos que durante los seis dĆas del viaje, CarrĆØre no saliĆ³ del mĆtico Grand Hotel Europa –enviĆ³ a la redacciĆ³n una cuenta de no sĆ© cuĆ”ntos rublos por servicios a la habitaciĆ³n que, afortunadamente, la mano invisible pagaba– y, sin embargo, de todos los textos que recuerdo, incluido otro sensacional de Alberto Manguel que no viajĆ³ a ningĆŗn lado y se inventĆ³ su propia ciudad con puentes tubulares llenos de agua, zoolĆ³gicos de personas visitados por animales, y museos al aire libre, aquel fue el mejor de todos; soberbio. La destreza de un escritor en su mejor momento capaz de coquetear con la penumbra, acostarse con ella y dejarla preƱada de locura e inspiraciĆ³n; gracias a su relato, la revista ganĆ³ un triple premio, de diseƱo, fotografĆa y contenido. Aquellos fueron los primeros, a los que les siguieron otros. Nos sentĆamos orgullosos: los premios periodĆsticos, de menor caudal, son bastante menos sucios que los literarios.
Las celebradas fotos de San Petersburgo las hizo Serrasec, quien regresĆ³ a Barcelona con una historia perturbadora de su estancia en Rusia y de su encuentro con CarrĆØre. No se hablaron en todo el trayecto; no cruzaron palabra. Solo una vez se dijeron hola, bonjour, ŠæŃŠøŠ²ŠµŃ. Y, aunque parezca mentira, Serrasec tampoco saliĆ³ de su habitaciĆ³n una sola vez; o sĆ, un dĆa, el que se fue. Trastornado por lo que pasaba con CarrĆØre, tomĆ³ un tren a MoscĆŗ. Las fotos que publicamos de San Petersburgo, lo supe mĆ”s adelante, en realidad eran de la ciudad de la Plaza Roja.
Esas locuras las hacĆa Serrasec y publicaba Ravella, y escribĆa CarrĆØre y yo editaba, y el mundo premiaba. AsĆ era como giraba entonces mi vida, como si yo formara parte de un nuevo movimiento, de una generaciĆ³n de reemplazo, que me permitirĆa vivir en Europa el resto de mis dĆas.
La historia de Troppoli terminĆ³ mal, como termina mal todo lo que tiene que ver con el dinero. Alguien oliĆ³ algo turbio, cayĆ³ una auditorĆa, y se acabĆ³ el negocio; por sus propios medios, Ravella quiso continuar, pero el intento durĆ³ un nĆŗmero. CerrĆ³ la revista. Salimos todos en banda una noche iluminada por los arbotantes ciegos de Rambla Catalunya, cada cual para su rumbo incierto. Uno a uno, nos despedimos cabizbajos. Algo se terminaba; yo lo sentĆ cuando el aire fresco me dio en la cara: se acababa una etapa de mi vida en Barcelona, de mi estancia en EspaƱa.
No volverĆa a ver a Mayte, la secretaria a la que cualquiera quisiera encontrar en Meetic, y a la que todo el mundo se querĆa tirar, a pesar de que estuviese casada con un ingeniero aburrido y torpe, o quizĆ” por eso; ni a MĆ©ndez, el editor de foto que llevaba una anforita con gin a todos los cierres; ni a Ulises, el director de arte cuya frase favorita era: “No te preocupes, se arregla”; ni a Laia, la correctora, dulce y tĆmida y delicada, de ojos acaramelados, y a quien una vez, en una fiesta, robĆ© un beso en la terraza de su piso, desde donde se veĆa la Sagrada Familia, que retrataba cada semana desde hacĆa mĆ”s de cinco aƱos, a fin de ver sus cambios y hacer, decĆa, una exposiciĆ³n en el 2030, cuando quedase concluida, si quedaba; Laia, que tenĆa una historia de todas sus casas, siempre maravillosa; Laia, que en una ocasiĆ³n me llamĆ³ pell bruna y yo pensĆ© que era una declaraciĆ³n de amor en catalĆ”n, aunque llevaba diez aƱos viviendo con el mismo hombre que, me confesĆ³, no tenĆa el valor de dejar, como le sucede a tantas mujeres, prestas a la infidelidad, pero no el abandono; ni a VĆ”zquez Losada, buen redactor, que terminĆ³ escribiendo una novela sobre los Ćŗltimos dĆas de Troppoli, que nadie quiso publicarle; ni a Ravella y sus corbatas estrafalarias y danzantes que lo caracterizaban tanto como su mano fina de editor, que se echĆ³ a perder al terminar en una editorial de un gran grupo que no lo dejaba hacer nada, ni publicar los libros que querĆa publicar ni imaginarse lo imposible para que gente de este mundo leyera textos de otro mundo, en los que se pudiera tocar la textura del cielo, capaces de conducirnos por habitaciones de hotel inmensurables para descubrir una infinitesimal parte del universo.
Tampoco volverĆa a ver a Andreu despuĆ©s de habernos despedido aquel dĆa en el que terminamos bebiendo en una taberna de Gran de GrĆ cia, cuando, confesada la muerte de Marta, yo no supe quĆ© decirle; cuando, confesada la historia que lo habĆa perseguido siempre, yo me quedĆ© callado, como me ocurriĆ³ hace apenas unos meses, luego de haber leĆdo el breve obituario en El PaĆs, que hablaba de Ć©l, de su paso por El PeriĆ³dico, donde se habĆa iniciado, se decĆa, como fotĆ³grafo durante la guerra de la antigua Yugoslavia y forjado una leyenda de incombustible; y mĆ”s adelante, de su trabajo de freelancer para revistas como Elle y Paris Match, pero sobre todo para revistas de viajes, espaƱolas, francesas, inglesas; se lo citaba como “miembro fundador de Troppoli, la eclĆ©ctica publicaciĆ³n, ya desaparecida, que cambiĆ³ por completo el concepto de magazine de viaje, y de cuya direcciĆ³n estuvo al frente el editor LluĆs Ravella”. La nota aƱadĆa: “Serrasec supo convertir la urgencia en precisiĆ³n; sus fotos, llenas de enigmas, hablaban de su propia necesidad de escape, de un diĆ”logo interior profundo, como si nos recordara que a Ć©l, lo que mĆ”s le gustaba era despedirse, irse, no de viaje, sino de travesĆa permanente y sin escala. La fotografĆa espaƱola pierde, con la muerte de Andreu Serrasec, a uno de sus mejores exponentes, a uno de los mejores fotĆ³grafos de la vida en otra parte, a donde Ć©l mismo ha decidido emprender un nuevo viaje.”
TodavĆa recuerdo su silueta, sombrĆa; su barba de varios dĆas, su cuerpo un poco rollizo, ocultado por su abrigo, despuĆ©s del abrazo sentido que me dio al despedirse aquella noche –que yo apenas pude responderle, frĆo–, verla girarse, alejarse con unos pasos torpes por la acera, y desaparecer por las puertas de cristal de la estaciĆ³n del metro Fontana, para no verlo nunca mĆ”s.
Cuando salimos juntos por Ćŗltima vez de aquel edificio de Rambla Catalunya, una construcciĆ³n de principios del siglo XX desde cuyo Ć”tico podĆamos ver el MediterrĆ”neo, por un lado, y la montaƱa del Tibidabo, por el otro, y en aquellos dĆas de finales de otoƱo, el cielo firme y plano que ofrecĆa un espectĆ”culo rosado, Serrasec, con ese acento nasal que caracteriza a los catalanes, dijo:
–¿CĆ³mo te sientes, compadre? –adoraba emplear mexicanismos conmigo.
–De-la-chin-ga-da –dije.
–Venga, que aquĆ no ha pasado nada, te voy a contar algo. VĆ”monos –dijo.
Y nos fuimos. Caminamos a la Diagonal y subimos por Paseo de GrĆ cia hasta Gran de GrĆ cia. Nos metimos en el primer bar abierto que vimos; nos sentamos en la barra. Andreu dijo: “Yo te invito.” Lo sabĆa todo el mundo: Serrasec no solo era un gran fotĆ³grafo, tenĆa dotes de actor, era un tipo capaz de poner en vilo a una mesa de diez personas al final de una comida, atenta a sus relatos de trotamundos moderno. PensĆ© que me contarĆa, como lo habĆa hecho ya numerosas veces, cĆ³mo se habĆa cogido, no una, sino seis veces a Rachel Sohiert, la periodista de The Guardian que habĆa muerto en Sarajevo junto con el fotĆ³grafo sueco, o sueco-britĆ”nico, Einar Hogbarn, vĆctimas de un mortero caĆdo sobre su camioneta cuando se dirigĆan a un orfanato, rumbo a Mostar; o cĆ³mo, en un viaje a SudĆ”frica, enviado por AltaĆÆr, terminĆ³ por su cuenta siguiendo los pasos de Kevin Carter, que lo llevaron hasta el rĆo de su infancia, el Braamfontein Spruit, donde habĆa encontrado la muerte inhalando el monĆ³xido de carbono que despedĆa su automĆ³vil; Carter, otro buen fotĆ³grafo, otro escapista; las fotografĆas de Andreu acompaƱaron un reportaje de trekking. Locuras de Serrasec. Poderosos diĆ”logos interiores que solo comprendĆa Ć©l. Susurros en un mundo de sordomudos.
–¿AlgĆŗn dĆa te contĆ© cĆ³mo me hice fotĆ³grafo? –dijo.
Por una vez, querĆa saberlo. CĆ³mo, cĆ³mo se habĆa hecho fotĆ³grafo.
Y vi en Andreu esa emociĆ³n contenida que palpita en el pecho, asciende en escalada por toda la caja torĆ”cica hasta morder las fosas nasales y termina por humedecer la retina: fue un destello pĆ”lido el que brillĆ³ en sus ojos. ¿Tanta alteraciĆ³n por la decisiĆ³n de una vida? “No, nunca; ¿cĆ³mo coƱo te hiciste fotĆ³grafo?”, habĆa preguntado yo.
Lo que me contĆ³ esa noche de otoƱo en la que parecĆa que todos estĆ”bamos cerrando etapas fue esto: en 1993, cuando tenĆa veintidĆ³s aƱos, vivĆa en Reus, compaginaba sus estudios empresariales en la Universidad Rovira i Virgili y trabajaba sirviendo copas en un bar. SeguĆa viviendo en casa de sus padres. TenĆa una novia de diecinueve aƱos. Marta. Andreu no ambicionaba emigrar a Barcelona como muchos de sus compaƱeros; antes lo contrario; montar un negocio en Reus. Pero un dĆa, los proyectos y sus planes cambiaron; se vinieron abajo. Se lo contĆ³ Marta: estaba embarazada. Discutieron. Pelearon. Lloraron. Lo acordaron. Buscaron un mĆ©dico dispuesto a ganarse “un chingo de lana”. Lo encontraron en Lleida.
Desde 1985 el aborto en EspaƱa estaba despenalizado si inducĆa un riesgo a la salud, si el feto era resultado de una violaciĆ³n o si venĆa con malformaciones. No era el caso de su novia, cuya panza crecĆa de forma desmesurada. Serrasec trabajĆ³ “como un cerdo”. Finalmente, un maldito dĆa de febrero, el mĆ©dico, un supuesto especialista en ginecologĆa y obstetricia que habĆa practicado doce abortos clandestinos, provocĆ³ un rasgado en el Ćŗtero de Marta. En un instante comenzĆ³ a brotar sangre. Marta le gritaba a Andreu, le gritaba al mĆ©dico, desesperada, con apenas fuerza –se lo habĆan practicado con anestesia local–: “Ajudeu-me, quĆØ m’estĆ passant?, ajudeu-me!”, mientras se desangraba y se desangraba y se desangraba, y su corta historia, su vida adolescente, las atenciones que recibiĆ³ cuando era niƱa, los dolores que pudo experimentar, las frustraciones, las tristezas, sus orgasmos, masturbaciones, se despedĆan, se disipaban, se escurrĆan. De un momento a otro, desaparecĆan. “¡Se me estaba yendo, carajo!; dos vidas se me estaban yendo”, dijo Andreu, de pronto, compungido, haciendo un esfuerzo por retener las lĆ”grimas; Andreu, cuya personalidad siempre asociĆ© a la de un tipo, no solo enigmĆ”tico, sino duro.
Marta muriĆ³ de una hemorragia masiva. El supuesto mĆ©dico habĆa falsificado su cĆ©dula; pasĆ³ seis aƱos en la cĆ”rcel.
Dije “lo siento”, y no dije nada mĆ”s.
Andreu ordenĆ³ otros dos whiskies y le pidiĆ³ un cigarrillo a un vecino de barra. Hasta donde yo sabĆa, en aquella Ć©poca, extraƱamente, estaba intentando dejar de fumar, Ć©l, que era una chimenea.
–La vida es una puta revancha con la que alguien se ha querido divertir –dijo.
PensĆ© que hablaba de Dios. Yo permanecĆa como una estatua, callado, pero todavĆa esperaba que me contara cĆ³mo se habĆa hecho fotĆ³grafo, si aquello era lo que me querĆa contar.
–¿Lo quieres saber? –dijo.
–SĆ –dije.
–Creo que no te he contado lo peor. ¿Lo quieres saber?
–SĆ –dije.
–Estaba roto. Frustrado. Era capaz de cualquier cosa. De cualquier cosa. La gente comenzĆ³ a hablar; a rehuirme. DecĆan, mira, el que hizo abortar a Marta; Reus es un pueblo y todo se sabe. Un pinche infierno. Primero me echaron del bar; perdĆ el apoyo; dejĆ© la universidad. MandĆ© todo a la mierda. Fue cuando tuve la idea.
–¿De hacerte fotĆ³grafo?
–No, gĆ¼ey –Andreu me mirĆ³ con ojos pesados–. AverigĆ¼Ć© si el mĆ©dico tenĆa hijos; ¿sabes? Los hijos son siempre lo mĆ”s frĆ”gil. Yo estaba… Yo tenĆa ganas… TenĆa rabia; mucha rabia. ¿Sabes? El muy cabrĆ³n tenĆa una hija. Una putita de diecisĆ©is aƱos.
Andreu callĆ³ por un momento, como si tomara conciencia de lo que estaba a punto de contarme, pero enseguida dijo:
–¿AĆŗn quieres saberlo?
–SĆ –dije por tercera vez.
–¿No te lo imaginas?
–No –dije.
–¡Ah, los periodistas! Les dicen: no piensen, y ustedes no piensan.
Y me contĆ³.
–Me fui a Lleida.
Andreu bebiĆ³ un trago cargado; yo hice lo mismo. PensĆ© que ambos terminarĆamos necesitĆ”ndolo, otro whisky.
–Me fui a buscarla a Lleida. Me comprĆ© una cĆ”mara. Una buena cĆ”mara. Una Pentax. Mi primera cĆ”mara. La comencĆ© a seguir; a espiar. La comencĆ© a fotografiar, de lejos. Con gente; sola. La putilla estaba buena. Me tuve confianza; me dije: va a salir bien; va a salir bien, verĆ”s. Y lo hice.
Tuve miedo de que Serrasec volviera a preguntarme: “¿Lo quieres saber?”; lo temĆ, porque, por una vez, estaba listo a responderle que no. Pero Andreu continuĆ³:
–La abordĆ© una tarde, en el centro de Lleida. Soy fotĆ³grafo, dije, busco modelos para Chanel. Te propongo una sesiĆ³n. Le mostrĆ© un book, falso, con fotos de modelos en descampados; fotos de estudio, fotos en una piscina, fotos, algunas, con tĆas desnudas. Te puedo pagar, muy bien, si en la agencia les interesa; menos bien, si no les interesa; en cualquier caso, te puedo pagar solo por posar, y estoy seguro que les interesarĆ”: eres muy guapa. Me dijo que lo iba a pensar; le dejĆ© un nĆŗmero. Le dije que yo vivĆa en Barcelona, asĆ que no tenĆa mucho tiempo. Me llamĆ³ al dĆa siguiente. No me sorprendiĆ³ que dijera que sĆ. Las tĆas son ambiciosas; ambiciosas e inseguras. Quien hizo el mundo, no se equivocĆ³. Gilipollas, como parece, pensĆ³ en todo.
Me vino, por segunda vez, la imagen de Dios.
–Entonces quedamos; quedamos en un hotel… No lo habĆa preparado; no lo pensĆ© asĆ. TenĆa mi cĆ”mara; le pude haber tomado las fotografĆas; la pude haber dejado ir; le pude haber dicho: “¿TĆŗ sabes quiĆ©n soy yo?” Pudo haberme respondido: “No.” Le pude haber dicho: “El novio de la tĆa que matĆ³ tu padre.” Eso es lo que tenĆa en mente. Eso es lo que querĆa; lo que necesitaba decir. Pudo haber ocurrido asĆ. Pero no, no ocurriĆ³ asĆ. No recuerdo cĆ³mo comenzĆ³ todo. CĆ³mo pasĆ³. Pudo haberse quedado ahĆ, mi rabia, pero no… Pero no; no pasĆ³ eso.
Andreu me mirĆ³, con una mirada profunda y fija, perdida en lo invisible.
CarraspeĆ³.
Dijo:
–¿Ya te lo puedes imaginar?
Yo no dije nada. GirĆ© la mirada y pedĆ dos whiskies.
Fue despuĆ©s que lo vi alejarse, desaparecer, para siempre, por la estaciĆ³n del metro Fontana. ~
Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frƔgil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".