José Luis Pardo, filósofo y profesor de corrientes actuales de la metafísica en la Universidad Complutense, ha traducido obras de importantes pensadores contemporáneos como Gilles Deleuze, Guy Debord, Emmanuel Lèvinas y Giorgio Agamben. Es autor de los libros Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar, Las formas de la exterioridad y La intimidad, entre otros. En octubre de 2005 fue galardonado con el Premio Nacional de Ensayo por La regla del juego (Galaxia Gutenberg, Círculo de lectores, 2004). Sobre esta “iniciación a la filosofía”, cuyo título intencionalmente alusivo a Wittgenstein fue tomado de una película de Renoir, su autor nos habla:
Hay en su libro constantes reflexiones sobre la escritura y el amor, ¿en qué medida se relacionan estas reflexiones con su modo de entender la filosofía y su enseñanza?
En primer lugar, con respecto a la escritura, yo creo que una de las preocupaciones que siempre he tenido, y que no es solamente una preocupación formal, es la de qué debe ser un libro de filosofía hoy. Es decir, cómo se puede y se debe escribir un libro de filosofía hoy, sin ceder a las presiones que tienden a confundir la filosofía con los libros de autoayuda o con otro tipo de género, pero también sin encerrarse en los vocabularios especializados o en un tipo de discurso que excluya a personas no iniciadas. Esta ha sido siempre una preocupación muy importante para mí: qué aspectos, qué dimensiones, qué tono tiene que tener hoy un libro de filosofía. Y en ese sentido, yo creo que la escritura es, si no la dimensión fundamental, sí una de las fundamentales de la filosofía. Hay filosofía porque se enseña, pero también y sobre todo porque se escribe. El acceso a la filosofía es inseparable del acceso a las grandes obras de la filosofía. Creo que el destino de la escritura y de los libros, sea cual sea, está ligado al destino de la filosofía.
En el caso del amor, en segundo lugar, es porque el libro comienza con un análisis del Fedro de Platón, en donde éste es el primer tema que se trata. Pero creo que el amor también es un paradigma o un ejemplo de ese tipo de desajuste entre el tiempo y el sentido que es propio de la filosofía. De pronto parece que no hay tiempo suficiente para todo el sentido del que habría que disponer. Y eso es característico también del amor: se pierde un poco la noción del tiempo.
En su libro denuncia lo absurdo de la escolarización absoluta de la filosofía, ¿considera usted que se debería reorientar la reflexión hacia el ámbito de la praxis?
A mi modo de ver, la filosofía es toda ella una reflexión sobre la praxis. Esta no es una idea original mía, hay toda una escuela de pensadores en esa dirección. Las grandes categorías filosóficas (esencia, idea, etc.) son categorías fundamentalmente prácticas, extraídas de esa reflexión sobre la praxis. Eso es una cosa que no debe perderse nunca de vista. Luego la filosofía tiene, naturalmente, un riesgo de anquilosarse por una excesiva escolarización, como tiene también un riesgo de perderse, en otro sentido, por una excesiva trivialización. Es una disciplina que está siempre un poco mal acomodada en los sistemas académicos, y por eso está siempre en discusión. Aunque tampoco tiene un buen acomodo en las calles de la ciudad, por decirlo así.
El filósofo siempre es un personaje incómodo, en el sentido de que parece demasiado académico cuando está en el “mundo” cuando está en la calle, y parece demasiado mundano cuando está en la academia. Esa es la gracia y la desgracia de la filosofía: recordarle a la academia que tiene algo que ver con el mundo y, a la vez, recordarle al mundo que hay una rigidez conceptual a la que no se puede renunciar.
De entre todas las referencias que hay en el libro, parece poner mayor énfasis en la importancia de la literatura, ¿constituye ésta, al menos en su experiencia, un ámbito privilegiado para ejercer la reflexión filosófica?
Creo que en muy buena medida, una traducción actualizada de lo que los antiguos llamaban amor a la sabiduría, hoy lo llamaríamos amor a la literatura, al mundo de las letras en su dimensión más amplia. De manera que, en ese sentido, para mí la literatura y en general las artes es una dimensión absolutamente privilegiada para la reflexión. Pero esto tampoco debe significar una confusión de la filosofía con la literatura. A mi entender, hay un peligro también en ese sentido. Sin embargo, siempre que no se incline uno a la confusión de filosofía y literatura, desde luego que esta última constituye un campo privilegiado para ejercer la reflexión.
Al inicio de su libro dice que éste comenzó a escribirse, antes de que usted lo supiera, con la muerte de un gran poeta… ¿Cuál fue, pues, la relevancia de la obra de José Ángel Valente en la génesis de su libro?
En realidad eso forma parte de una ficción que el propio libro involucra. Es decir, que de hecho yo no podría responder a esa pregunta; es una pregunta que habría que hacer al narrador del libro, que no soy exactamente yo… aunque tengo algunas relaciones con él.
Éste libro surgió como producto de ciertas cuestiones que se me habían quedado en el tintero de un libro anterior por eso escribí un texto sobre José Ángel Valente que se llama “Fragmentos de un libro anterior” que es La intimidad, el libro con el cual comienza una etapa en mi bibliografía, una etapa que tiene que ver con un acceso personal a los grandes problemas de la filosofía. Con La intimidad se me abrió la posibilidad de tratar ciertos temas cruciales de la filosofía teórica, pero no tanto por utilizar esta metáfora desde fuera, sino más bien desde dentro. Ciertas cuestiones que estaban ligadas al problema tratado durante el libro el problema de la intimidad, me ofrecían un salto, un paso a los grandes problemas de la filosofía teórica. Todas esas cuestiones que se quedaron en el tintero en La intimidad fueron las que luego aproveché para hacer otra apuesta teórica, más ambiciosa si se quiere, en La regla del juego.
Entre ambos libros hubo una etapa absolutamente privilegiada para mí: una etapa de relación, de conversaciones y de lecturas con José Ángel Valente, que a mí, desde luego, me trajo grandes “beneficios espirituales”, por decirlo de esta manera un poco cursi. De un modo que no puedo calcular exactamente, las relaciones entre filosofía y poesía, para mí, se han llenado de contenido en mi propia relación con Valente.
Sorprende la diversidad de horizontes de reflexión en el libro, desde los diálogos platónicos hasta la posmodernidad francesa, pasando por la hermenéutica y la filosofía analítica… ¿Considera usted que la división en “escuelas” filosóficas entorpece la reflexión general?
Lo que creo que hay que tener siempre en cuenta, es que si uno está interesado en Platón, o en Aristóteles, o en Leibniz, o en quien sea, no es solamente por el mero hecho de estar interesado en ellos. Hacer filosofía no es dedicarse toda la vida a investigar si Giordanno Bruno dijo o no dijo no sé qué cosa en tal carta que le escribió a no sé quién, sino, obviamente, interesarse en aquellos problemas en los que se interesaban Platón, Aristóteles o Leibniz, y que no son problemas académicos o escolares sino problemas que ocupan y preocupan a los hombres en general. Uno comprende verdaderamente a Aristóteles cuando se puede liberar del vocabulario más o menos técnico o escolarsobre Aristóteles y puede utilizar a este filósofo para pensar problemas que son, en cierto modo, universales. Eso sucede con todos los grandes pensadores: a Leibniz le interesaba también Aristóteles, pero no por el hecho académico, sino porque su interés en Aristóteles comportaba la posibilidad de pensar ciertos problemas.
La división en escuelas, como la división en períodos históricos, es una manera de hacer tratable un problema que, abordado en su totalidad, sería monstruosamente gigantesco. Lo que no hay que perder nunca es el hilo que vincula esos pensamientos con los problemas que se tratan y que, desde luego, no se dejan subdividir en escuelas ni en períodos.
Cambiando a un plano más anecdótico, las selección de citas de los Beatles al inicio de cada capítulo parece un homenaje a la cultura popular, ¿a qué obedece la necesidad de “aterrizar” los capítulos en estos epígrafes?
Eso empezó casi como una broma. Para el primer capítulo descubrí que me convenía mucho un determinado verso de una canción de John Lenon y después comencé a pensar un poco en broma, ya digo: “quizá este otro verso vendría bien aquí”, y al final ya no era una cuestión de broma, era una absoluta necesidad para mí el que hubiera un pequeño epígrafe de los Beatles al principio de cada parágrafo. Aparte de mi afición personal, creo que tiene una cierta justificación, y es que en este libro hay un diálogo, como tú decías muy bien, con autores clásicos de la filosofía, y también con autores contemporáneos pues eso es otra cosa que me preocupa mucho: creo que hacer filosofía es dialogar con los clásicos pero también dialogar con los contemporáneos y me parece que los Beatles representan, en su ámbito, un clasicismo. Los Beatles, a mi modo de ver y comprendo que quizá esto es fruto de mi fanatismo no son simplemente un buen grupo de música popular, sino que son los creadores de esos prototipos que todavía está explotando la música popular. En este sentido son un poco el clasicismo en su terreno, al igual que Platón y Aristóteles lo son en el suyo. Es por eso que me vienen tan bien.
Y desde luego no he terminado con este asunto de los Beatles: habrá una especie de secuela de La regla del juego en la cual los Beatles tendrán un papel todavía más protagónico que en este libro.
¿Pretende su libro ser, a la par que un diagnóstico, una propuesta sobre la enseñanza de la filosofía?
No sé si una propuesta, porque eso es mucho decir. Lo que sí que pretende ser no tanto porque yo lo haya pretendido, sino porque uno escribe con todo lo que tiene en ese momento sobre las espaldas es una respuesta a ciertos planteamientos de ingeniería social, en virtud de los cuales se pretende hacer una reforma de las universidades de Europa y Estados Unidos aunque en Estados Unidos ya está prácticamente hecha, fundamentalmente con criterios de rentabilidad. En esta reforma, la filosofía no peligra en el viejo sentido de que vaya a desaparecer o a ser aniquilada, sino más bien en el sentido de que va a ser obligada a convertirse en un saber rentable. Eso no sólo es malo para los que enseñamos la filosofía que desde luego el problema laboral es enorme sino porque considero que es un engaño a la audiencia y a la gente que va a estudiar en las aulas. Creo que la filosofía tiene un inmenso potencial educativo (y eso es algo que todo el mundo ha comprendido desde la Antigüedad), pero también tiene un inmenso compromiso con la verdad y con la justicia, antes que con la rentabilidad y con la eficacia. Lo malo de la filosofía no es, como suele decirse, que no sirva para nada, sino justamente lo contrario: es extremadamente eficaz, tiene un potencial educativo extremadamente importante, y es por eso por lo que convendría tener un poco de cuidado. –
(México DF, 1984) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La máquina autobiográfica (Bonobos, 2012).