Grieta de fatiga de, Fabio Morábito

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Fabio Morábito escribe muy cerca de las cosas, casi a ras de la realidad, quizá porque escribir en un idioma extranjero, como advierte Alejandro Rossi, trae consigo la imposibilidad de reducir la distancia entre la palabra y la cosa. Por lo tanto, hay que reducirla de otra manera, con historias que obligan a una atención recrudecida hacia el mundo que nos rodea y las personas que lo habitan. Hay que reducirla abriendo grietas en la opacidad que nos envuelve y quizá por eso Fabio Morábito escribe muy temprano en la mañana, cuando la luz comienza a abrirse paso entre las tinieblas. Su obsesión por la vida doméstica, por el entorno familiar, por el detalle, el gesto o la manía que traicionan las complejas leyes del comportamiento humano, es la misma que recorre su poesía y su prosa. La crítica suele extrañarse ante las infidelidades del escritor por un género como si la creación poética y la ficción prosística no provinieran de una misma cabeza y no salieran de la misma mano. Grieta de fatiga es otra modalidad de la poesía de Fabio Morábito, aunque su autor nunca olvide las obediencias del género, ni caiga en la trampa de poetizar sus cuentos. El ideal narrativo de Morábito parece estar cifrado en el primer cuento del libro, “El valor de roncar”, en la crítica que un aprendiz de escritor le hace a otro, en un cuarto de hotel donde ambos acuden los fines de semana para redactar sus ficciones y su ambición: “Faltaba, como en su caso, esa brisa de casualidad que hace que una historia despegue con sus propias alas, que la hace historia y no página escrita.” Es precisamente esta habilidad la que distingue los cuentos de Morábito desde hace varios libros y nos remite a una petición de principios de Julio Cortázar en Rayuela: “La ficción que nos interesa no es la que va colocando los personajes en la situación, sino la que instala la situación en los personajes.” “Los crucigramas” cifra así la relación compleja y atormentada entre dos hermanas en un intercambio de revistas de crucigramas. Es admirable cómo Morábito logra conmovernos con este cuento que denota por igual su perspicacia psicológica y su oficio narrativo.

Fabio Morábito también traduce su cercanía con las cosas en un rechazo a todo intelectualismo que, en él, significa rehuir de la solemnidad, de la verborrea y de la vaguedad. Sus cuentos, como se comprueba una vez más en Grieta de fatiga, encarnan las ideas en la trama y los personajes, pero nunca discurren sobre las ideas, no se pierden en la abstracción. Sin embargo, sentimos que los cuentos descansan sobre un limo casi metafísico, del que olemos los efluvios sin nunca vislumbrar el color de las aguas. Morábito juega con la inminencia de las parábolas que creemos descubrir en cada cuento, como si una parábola se escondiera en el sótano de la trama, pero la parábola no se cumple del todo o no se explicita lo suficiente, y el misterio queda casi intacto al final de la lectura. El protagonista del cuento “La cigala” –una soberbia mezcla de ingenio y de espanto– concluye acerca de la interpretación literaria que a él le valió un descalabro vital: “Tal vez ha aprendido que todo libro es autosuficiente y que a la larga él mismo facilita las explicaciones que se necesitan para entenderlo.” Escritos con la lentitud del artesano, los cuentos de Grieta de fatiga piden una masticación igualmente lenta y meticulosa para decantar sus varios sustratos semánticos.

Las tramas de Grieta de fatiga rondan ese fantástico que Freud calificó como “la inquietante extrañeza”. Ésa es, me parece, la clase de extrañeza que le fascina y le perturba a Morábito: aquella que se esconde en lo más cercano, en lo más familiar, en lo tantas veces visto que apenas se repara en él, hasta que un día la cosa nos brinca a los ojos con su sombra siniestra y su estela de asombro. Freud nunca se pregunta si son las cosas que juegan a provocarnos esta inquietante extrañeza o si, al contrario, es nuestra mirada la que la descubre en el entorno inmediato. Cuando se lee a escritores como Morábito, uno tiende a creer que el fenómeno se origina en la mirada, que se trata de entrenar el ojo y la imaginación para percibir lo fantástico de la vida cotidiana como él lo hace: con una naturalidad que desdeña lo sobrenatural. El psicoanalista vienés decía que en la creación literaria muchas cosas no son una inquietante extrañeza, pero lo serían si sucedieran en la vida, y el cuentista le da una vuelta de tuerca a la paradoja freudiana y nos hace creer que la inquietante extrañeza ha sucedido o, peor aún, está sucediendo a medida que leemos sus cuentos.

Calculo el origen del cuento “Las puertas indebidas”: al igual que muchos de nosotros, Fabio Morábito el autor habrá estado en un cuarto de hotel, donde existía una puerta de separación con el cuarto contiguo. ¿Quién no se habrá arriesgado a especular sobre qué sucedería si la puerta se abriera en medio de la noche? Morábito lo imagina para todos los que no somos capaces de llegar hasta el final de una fantasía a causa de un leve escalofrío de espanto. “Sería maravilloso que todas las puertas fueran así, dobles puertas entornadas que la brisa hace oscilar sobre sus ejes, a través de las cuales todos se comunicaran libres de temor, y que ya no hubiera puertas indebidas, ni palabras ni sentimientos indebidos.” Pero estas puertas también son las puertas de la imaginación que el escritor empuja por nosotros para prolongar un poco más el tránsito que confunde ficción y realidad.

“Micias” es otro ejercicio contundente de imaginación. Morábito escribe el reverso de la medalla épica al inventar el interior del caballo de Troya y los anhelos de un guerrero cansado del heroísmo, de la vida a la intemperie, que sólo aspira a una cómoda vida doméstica y matrimonial. Con suma economía que es un rasgo constante de estos cuentos, el autor construye un haz de sentidos que nos llevan a leer el cuento como una alegoría de los desencantos de la vida conyugal, una parodia de la literatura épica clásica, un debate filosófico sobre las virtudes de la vida sedentaria en contraste con el nomadismo, un homenaje a la obra de Jules Verne o una chanza de la novela pastoril. “Armaduras” retrata la época final de los caballeros andantes, cuando el desgaste de una tradición, de una literatura y de un modo de vida produce un estado de cosas entre trágico y cómico. Lo cómico surge del regateo de las piezas de las armaduras como si los caballeros fueran comerciantes de la colonia Doctores y lo trágico, de un mundo achicándose a tal velocidad que cancela toda forma de errancia. En estos dos cuentos y también en otro titulado “El gesto”, Fabio Morábito muestra una faceta encantadora de la imaginación que es el ingenio, y también demuestra cuán difícil es ser ingenioso e inteligente a la vez.

“Huellas”, que inspiró la portada del libro y quizá le sirviera así de tonalidad emblemática, se antoja el cuento más enigmático y angustiante del volumen. Desde que lo leí, sigo reflexionando sobre su sentido alegórico, si es que acaso existe uno solo. Esas figuras humanas que han dejado sus huellas sobre la arena de una playa, ¿serán los deseos que nunca alcanzamos? ¿Serán el tiempo o la vida que corren hacia delante y que en vano pretendemos retener? ¿Será la muerte con la que un día nos encontraremos? No lo sé y quizá lo que más me gusta de este cuento es que pueda leerlo y releerlo y seguir diciendo: “no sé”, y seguir especulando y sopesando sus varias interpretaciones y que todas me resulten plausibles, y que la literatura demuestre así su ventaja sobre la realidad: que todo es posible al mismo tiempo. ~

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