La geometría del amor, de John Cheever

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SALVAR AL PLANETAJohn Cheever, La geometría del amor, selección, prólogo y notas de Rodrigo Fresán, traducción de Aníbal Leal, Emecé editores, Barcelona, 2002, 389 pp.

"No hay que temerle a la felicidad: pues no existe", es la frase que encabeza la página Web de la Asociación de Amigos de Michel Houellebecq. Frase del polémico escritor francés que podríamos aplicar a muchos personajes del norteamericano John Cheever (1912-1982), cuya compleja personalidad, actitudes sociales y planteamientos artísticos propiciaron en su momento juicios tan extremos, o bien llenos de fervor, o bien enconadamente detractores, como los que recibe el controvertido Houellebecq, estrella mediática en Francia. Ambos indagan en las heridas más íntimas de la sociedad de la que forman parte, la levedad de la "vida social" y la derrota de una libertad liberal sustentada en una moral de plástico. Pero también son autores cirujanos de su propia vida al acompañarse fielmente de un minucioso diario en el que registran durante toda su vida las experiencias personales, las contradicciones y autoflagelaciones que motivarán posteriormente la problemática existencial de sus personajes.
     Rodrigo Fresán se refiere a la "leyenda Cheever" para acercarnos a la controvertida personalidad que se esconde tras las páginas de la "galaxia Cheever", universo literario del que La geometría del amor es un planeta diseñado para el lector hispanoparlante. Fresán precisa en el prólogo que Cheever es su escritor favorito y desde esa perspectiva afronta la selección de relatos que conforman el volumen. Esta premisa condiciona favorablemente la sugerente estructura del texto presentado como prólogo y concebido al hilo de su propia experiencia lectora, de la biografía escrita por Scott Donaldson y del ensayo que Robert A. Morace dedica a la obra de Cheever en el Dictionary of Literary Biography. Fresán engarza los elementos biográficos con pasajes literarios y estimables valoraciones de editores e ilustres colegas de Cheever como Bellow, Updike, Nabokov o el propio Truman Capote. Biografía y literatura, vida y obra, se complementan sin fisuras en las anotaciones que Fresán selecciona de los Diarios de Cheever a la hora de introducirnos cada uno de los relatos y valorar el alcance de una escritura que se abstrae de los problemas de su autor con el alcohol y se sustenta en una confianza en la literatura como fuerza redentora: "La literatura es el único sitio donde podemos refrescar nuestro sentido de posibilidad y nobleza. […] es el único registro continuo de nuestra lucha por ser ilustres, un monumento de aspiraciones, un vasto peregrinaje […] Una página de buena prosa me parece la forma más seria de diálogo que hombres y mujeres bien informados pueden llegar a tener en su intento de hacer que los fuegos de este planeta continúen ardiendo en paz […]. La literatura, tal vez, pueda salvar al planeta."
     John Cheever, escritor norteamericano de novelas y relatos cortos nacido en Quincy, Massachussets, recibe el National Book Award con su primera novela, Crónica de los Wapshot (1957), continuada posteriormente en una serie de novelas semejante a la iniciada por Corre, Conejo, de su amigo John Updike. También, entre otros galardones,  el premio Pulitzer al volumen Cuentos y relatos (1978), reunión de su obra completa en el género y referencia de la presente antología seleccionada por Rodrigo Fresán y traducida, a expensas de mínimos elementos retóricos que a veces envejecen el texto, por Aníbal Leal con especial atención a la musicalidad que impregna el estilo narrativo de Cheever.
     El relato corto se manifiesta cada vez más como el género literario típicamente norteamericano. La reciente edición en España de la Antología del cuento norteamericano, seleccionada y prologada por Richard Ford, y de Habrá una vez. Antología del cuento joven norteamericano, seleccionada y traducida por Juan Francisco Merino, nos acerca al modo en que esta literatura ha sido testimonio de la historia y sociedad de su país a lo largo del siglo XX, la entusiasta germinación de un sueño colectivo de estilo de vida y su corrosión actual. Sin duda, los atentados del 11 de septiembre en Nueva York, más que los consecuentes bombardeos en Afganistán con su cuota de fracaso, ha hecho que, casi por primera vez, prestemos atención a una sociedad que se manifiesta tan débil y desamparada como pueda serlo cualquier otra. Los vemos como nuestros semejantes y nos damos cuenta de que apenas habíamos reparado en ellos como tales más allá de la pantalla cinematográfica. Las antologías citadas, así como el aluvión de volúmenes que recopilan relatos cortos de autores individuales, nos muestran precisamente eso, un mosaico de la vida cotidiana norteamericana a lo largo de su reciente historia. Y lo harán desde una perspectiva crítica con tendencia a la expresión concreta y a la simplicidad observadora. Señas de identidad de una literatura norteamericana recibida como "aire fresco" al que no estaba acostumbrado el lector extranjero. Los escritores norteamericanos, a diferencia de los europeos, no están presionados por su papel de intelectuales ante la sociedad, no han de mostrarse reflexivos porque, en palabras de Richard Ford, se preocupan más de la vida concreta que de la vida en general. Por otro lado, han contado, a diferencia también de los europeos,  con el apoyo de prestigiosos semanarios (y no sólo literarios) que publican relatos cortos en sus páginas.  Los dieciocho relatos incluidos en La geometría del amor han sido publicados entre los años 1947 y 1972 en The New Yorker, fundamentalmente, auténtica cuna literaria y sostén económico de la mayoría de los narradores norteamericanos de la época de Cheever que han sido rápidamente traducidos a otras lenguas, como Salinger, Erwin Shaw, Updike o Philip Roth, entre otros.
     Pero el criterio de presentación de los relatos en La geometría del amor no se basa en el orden cronológico de su factura y publicación. Lo que pretende Rodrigo Fresán en la recopilación que conforma La geometría del amor es hilvanar, a través de unos relatos que funcionen como capítulos,  una especie de novela atomizada que ofrezca testimonio del "territorio Cheever". Un territorio que se extiende en sus novelas por Nueva Inglaterra y en sus relatos por los barrios residenciales de clase media en torno a Nueva York. Casas con jardín y barbacoa, piscina y coctel. Urbanizaciones construidas alrededor del Club Social como las ciudades medievales europeas se construían en torno a la iglesia. Es el contexto de la silent majority, la mayoría moral encubridora de la aparente unanimidad del país. Y es ahí donde Cheever introduce su fino bisturí para dejar al descubierto la  expansiva prosperidad del "hombre de traje gris", prosperidad que se eleva con una pretensión de trascendencia, fruto del ahondamiento religioso de los años cincuenta. Contextualización, por otro lado,  en la que se vislumbra cierto cambio de clima mental en favor de una heterogeneidad tan incurable como encubierta. Barrios residenciales en cuya atmósfera de consumo y apariencia, Cheever, como luego haría Sam Mendes en la aclamada película American Beauty, inyecta una crítica implacable al American way of life para plasmar tanto su fracaso colectivo como la redención individual a modo de epifanía del protagonista. Relatos como "El ladrón de Shady Hill", "El marido rural" o "El nadador" están protagonizados por individuos atrapados por su entorno que se ponen en movimiento, en disposición disidente de iniciar una fuga que les otorga, en el transcurso del relato, una transformación revelada como cierta forma de santidad. Redención que adquiere ciertos destellos mitológicos en relatos como "Adiós, hermano mío" y "El ángel del puente", en los que se hace presente el "subtexto religioso" tantas veces verificado en la obra de Cheever, que dejó escrito en su Diario: "La forma más sencilla de comprender nuestro tiempo es a través de la mitología."
     Cheever es también un escritor que expone su trabajo a profundas exigencias estéticas. Sus Diarios revelan tanto los quiebros de una personalidad autodestructiva como la insatisfacción que le produce el resultado de su propio trabajo. Su ambición técnica le conduce por un lado a la minuciosidad correctora, a ella se refiere respecto a "Las joyas de los Abbot", y por otro a la autoparodia estilística desarrollada en relatos como "Miscelánea de personajes que no figurarán". Exigencias propias de quien, como citábamos al principio, asume el trabajo artístico con vocación redentora: "La novelística es arte y el arte es el triunfo sobre el caos (nada menos) y podemos alcanzar este propósito sólo gracias al más atento ejercicio de la selección, pero en un mundo que cambia más velozmente de lo que podemos percibir siempre existe el peligro de que se confunda nuestra capacidad de selección y que la visión que proponemos acabe en nada." No es el caso de John Cheever al retratarnos una sociedad que disimula sus refugios antinucleares con las figuritas de los gnomos en el jardín y hace una escapada a Roma, el esplendor de las ruinas. ~

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