El valor de la historiografía, más allá de indicar a los especialistas el repertorio documental sobre una materia, consiste en propiciar una reflexión crítica de las ideas recibidas de la historia, entendida esta como el relato sobre el pasado. Así, el lector habituado a la historiografía está prevenido contra los usos y abusos de los grandes relatos. Para empezar, duda de ellos y busca asignarlos a corrientes y tendencias. No es inexacto decir que su temperamento es escéptico, y que ante las aseveraciones procede a tientas por el camino de la sospecha. Esto no implica, sin embargo, renunciar o escamotear el objetivo de la historia, que es la investigación de la verdad. Una cosa es tener sentido crítico, otra es caer en la incredulidad o la ceguera.
Estas consideraciones más bien graves se desprenden de la lectura del opúsculo El conocimiento de Hernando Cortés de Rodrigo Martínez Baracs. El libro expone la secuencia de las apariciones del conquistador en las fuentes desde su propia época hasta nuestros días, como si se tratara de un escenario donde vemos manifestarse alternativamente diferentes versiones del mismo hombre. No es este el lugar para glosar cinco siglos de peripecias documentales. Lo fundamental lo ha hecho el autor en su ameno y ceñido estudio que cumple la función de revelar los cimientos testimoniales sobre los que se han levantado, y se siguen levantando, diversos edificios interpretativos. Cabe resaltar que, aun después del benemérito trabajo de los Documentos cortesianos de su padre José Luis Martínez y de las aportaciones de la historiadora María del Carmen Martínez, entre muchos otros, Martínez Baracs hace el llamado a seguir editando fuentes aun mal conocidas como el juicio de residencia de Cortés (1526-1545) o a realizar una edición bilingüe náhuatl-español del libro XII de la conquista del Códice florentino, que ya se conoce en inglés. No en balde el autor ha visto en Joaquín García Icazbalceta, que también se dedicó a rescatar y editar acervos fundamentales a mediados del siglo XIX en México, una figura tutelar de su labor y vocación de historiador.
Cortés es uno de esos casos-límite de las paradojas y encrucijadas que implican el estudio y la (in)comprensión del pasado, no porque antes no hubiera personajes que correspondan a sus atributos –conquistadores sobran en los anales de la historia–, sino porque pocos fantasmas comprometen todavía tantas pasiones, actos, gestos y gesticulaciones de los vivos. Alejandro o Julio César ya pertenecen solo a los eruditos, y no les quita el sueño a los iraníes o a los franceses contemporáneos el recuerdo de quienes en otro tiempo dominaron lo que hoy son sus países. Con Cortés pasa algo totalmente diferente. El hecho es que prácticamente toda reflexión sobre México, el Nuevo Mundo y aun España, tarde o temprano, paga un gravoso peaje ante el episodio de la conquista, en que el extremeño ocupa un lugar central, que no exclusivo.
Por todo ello, El conocimiento de Hernando Cortés abre con un saludable ejercicio de distanciamiento y perspectiva: “Si se considera la conquista de México desde la perspectiva de la larga duración, la del Quinto Centenario del Encuentro de Dos Mundos, sobre la que insistió Miguel León-Portilla (1926-2019), y que se aplica tanto al descubrimiento de 1492 como a la conquista de 1517-1521, la historia narrativa de la conquista podría parecer cosa menor, anecdótica, pues, aunque los mexicas hubiesen derrotado a los españoles y no hubiese caído Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, de todas maneras se hubiese producido la terrible catástrofe demográfica americana y una gran revolución tecnológica-cultural que hubiese irradiado a todos los aspectos de la vida, y de cualquier manera América hubiese quedado integrada al sistema económico mundial que iniciaba su globalización a fines del siglo XV. Y finalmente hubiesen sido conquistados e invadidos, a corto o mediano plazo, como lo fue el resto del continente americano, por españoles, portugueses, ingleses, franceses y holandeses.”
Lo cierto es que, al evocar el concepto de Encuentro de Dos Mundos, se plantea en seguida la cuestión de las condiciones o características que esas sociedades presentaban. En lo que se refiere al Viejo Mundo, su imaginario privilegiaba la idea de monarquía y –como queda explícito en el caso de Carlos V– de imperio. La expansión territorial, la conquista propiamente dicha es un presupuesto. Unida íntimamente a ello, está la cristiandad de Occidente, que por definición se oponía al islam (son los tiempos de Solimán el Magnífico y las cruzadas), y luego a todos los infieles y herejes: Lutero aparecerá como un enemigo insidioso. Por si fuera poco, se trataba de una sociedad en la que los hombres se enlistaban en la guerra para ganar botines, tierras y riquezas, combatieran en Túnez, Borgoña o Argelia. Se entiende que, por así decir, la lógica de ese mundo desembocó en su imposición en América con los rasgos que conocemos. Cortés u otro, los capitanes encarnaban esas realidades sancionadas por su época. Dicho esto, ¿cómo juzgar entonces a los personajes? ¿Lo adjudicaremos todo, justificándolo, al imaginario social? Las propias fuentes sugieren que no.
Ya para su propia época Cortés y el orden que impulsó fueron muy cuestionados. De ahí que Carlos V, después de reconocerlo, le quitara sus investiduras más vistosas; de ahí también que muy pronto se censuraran las Cartas de relación,en 1527. En efecto, saber lo que había pasado en México comprometía al emperador de cara a sus rivales europeos que podían achacarle el trato poco cristiano (en la fraseología contemporánea se diría simplemente inhumano) dispensado a los habitantes del Nuevo Mundo, al tiempo que la codicia de los conquistadores, sobre todo en tanto “empresarios particulares”, podía contagiarse a más súbditos provocando, si cabe, una situación todavía más difícil de gobernar, aunque tan solo fuera por la extensión desproporcionada de los territorios bajo su égida, desproporción que de alguna manera hacía eco en el rostro del emperador, desfigurado por el prognatismo de los Habsburgo. Carlos V, que dudaba de todo, dudaba también de Cortés, que acaso se le presentaba en sueños como una de esas arañas que tanto asustaban al monarca. En verdad, los ojos, los pies y las manos de Cortés parecían multiplicarse también e inmiscuirse en más asuntos y territorios.
Otra prueba de la reacción contra Cortés es la campaña de Las Casas, cuyos escritos, polémicas y visitas a la corte propiciaron las Nuevas Leyes de 1542-43, con la ambigua suerte que conocemos. Fue en contraste a la forma violenta de asentarse en América que el mismo Carlos V –al fin a la cabeza del Sacro Imperio Romano Germánico– envió a Venezuela delegaciones alemanas y buscó llevar a Yucatán al almirante flamenco Adolfo de Veere con un contingente de campesinos holandeses, disposiciones ambas que se vieron frustradas, dicen algunos, por el nacionalismo español. Cito la opinión de Otto de Habsburgo, uno de los biógrafos modernos de Carlos V: “Respetando los grandes méritos de Cortés, a quien visitó en Toledo cuando el conquistador estaba enfermo, y a quien le confirió un título, Carlos se esforzó por jamás identificarse con la política que el conquistador había seguido en México. Cuando Cortés, que se había vuelto a casar, quiso volver a contemplar México, la entrada a la capital le fue prohibida, pues su aparición habría podido despertar malos recuerdos en la población. Carlos nombró gobernador de la Nueva España a un hombre de otro género muy distinto, Antonio Mendoza.”
(( Otto de Habsbourg, Charles Quint. Un empereur pour l’Europe, Bruselas, Éditions Racines, 1999, p. 220.))
Aun concediendo que en la perspectiva de larga duración América hubiera quedado “integrada” al Viejo Mundo, hay que reconocer que quedó más bien subyugada. Por otro lado, si el hombre es responsable de sus acciones, Hernando Cortés no puede pasar por inocente de lo que hizo; si el libre albedrío existe en alguna medida, el encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo pudo ser de otra manera en lo que a humanidad se refiere. La capacidad de ver al otro o de respetarlo no eran finalmente ideas desconocidas para el Renacimiento. En el propio siglo XVI escucharemos a La Boétie, de dieciocho años, criticar radicalmente toda forma de servidumbre y a Montaigne decir que los habitantes de América parecen más civilizados que los europeos, como lo recuerda el propio Martínez Baracs: “Montaigne no necesitó buscar en la Brevissima relación de la destruición de las Indias, escrito en 1542 por fray Bartolomé de las Casas, ampliamente traducido, para condenar a los españoles por las conquistas de México y del Perú, sino que prefirió tomar como testimonio autoinculpatorio las alabanzas de Francisco López de Gómara a Hernando Cortés, en su traducción al francés.” Añadiría que Montaigne mantuvo trato muchos años con un explorador de Brasil, que se convirtió en un informante digno de su confianza, como se lee en el ensayo “De los caníbales”.
Las acciones de los particulares no pueden, de hecho, deducirse de las grandes corrientes. A veces no pesa tanto el qué, sino el cómo. Por más que se intente,
{{ Lo ha intentado Christian Duverger en su Cortés. La biografía más reveladora [Taurus, 2012], ante el cual el propio José Luis Martínez opuso reparos en su prólogo a la edición en español.}}
la figura de Cortés no es simpática. No lo fue en la propia Europa de su época, mucho menos en América. En cambio, sí es fascinante (“sus proezas sobrepasaron sin duda la Expedición de los Diez Mil descrita por Jenofonte”, reconoce Otto de Habsburgo), y sobre todo, como lo señala Martínez Baracs, fundamental a la hora “de conocernos y reconocernos a nosotros mismos de manera radical, en nuestras raíces, en nuestro impredecible mestizaje”. Diría incluso que criticar a Cortés implica una crítica de la tradición mexicana, a pesar de lo que corrientemente se piensa. En este sentido, sí es el primer mexicano, a condición de reconocer en él, en su figura temeraria y peligrosa, seductora y autoritaria, no exenta de genio, pasión y contradicciones, los signos de una herencia que hay que transformar continuamente. ~
(Ciudad de México, 1993) es escritor, poeta y traductor. Autor de Nuestra lengua. Ensayo sobre la historia del español (Academia Mexicana de la Lengua-UNAM, 2021). Profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Aix-Marsella, Francia.