Imágenes de la Patria, de Enrique Florescano

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I.
     La primera imagen de Imágenes de la Patria es la de una delicada estatuilla de barro de la zona de Chupícuaro, Michoacán, realizada probablemente hace tres mil años. Una mujer de senos grandes, como globos, y vientre embarazado. Personificación de la Naturaleza siempre fértil, es decir, madre de todo lo vivo.
     La última imagen que aparece de la Patria es el “águila mocha”. El águila acuñada para su papelería oficial por el gobierno foxista. Un águila mochada a la mitad por un listón tricolor —una suerte de curita nacionalista. Es decir, una media águila. O también: un águila en pudoroso proceso de fade out.
     El águila devorando a la serpiente sobre un nopal ha sido el emblema más persistente de lo mexicano en nuestra historia, según muestra Enrique Florescano en su libro. Desde que la leyenda la nombra la señal que los aztecas recibieron de sus dioses para anclar su residencia en una zona de lagos y pasando por el momento en que el cura Miguel Hidalgo toma un estandarte con la Virgen al frente y en el envés el águila devorando a la serpiente, para dar el grito que arranca la Independencia de México. Águila que se va modificando a través de nuestra historia y, por tanto, por las páginas del libro de Florescano, adquiere una corona y luego un aura y luego se queda, republicanamente, con la cabeza descubierta; retrata con las alas abiertas, retrata de perfil, retrata flaca o abultada; retrata en banderas, en el oro de las monedas, la plata, el cobre y el níquel; y retrata, azulada, en el fondo de los libros de texto gratuito que desde mediados del siglo pasado unificaron la educación primaria de los mexicanos todos. Y tanta gloria para terminar así, en el siglo XXI, mochada.

II.
     ¿Qué tan importante es un símbolo de la Patria?
     Si uno pregunta: ¿qué importa más, el símbolo o la cosa?, uno se equivoca cuando habla de la Patria. Porque la Patria no es una cosa, sino un concepto. La Patria no es un territorio, es la idea que vuelve al territorio algo más. La Patria no es cien millones de personas, es ese concepto abstracto que vuelve a esa enormidad de gente de alguna manera parientes, que nos afilia en algo mayor que la suma de cada uno de nosotros.
     Mi sobrina tenía cinco años cuando llegó de la escuela primaria emocionada. Le habían informado ese día que era judía. Sentí un escalofrío. Entonces, hace veinticinco años, no era fácil “ser mexicano y algo más”. Ser mexicano y budista o mexicano y protestante o mexicano y chino. Los libros de texto gratuito que he nombrado tenían la virtud de darnos la misma Patria a todos, pero su pecado era darnos una Patria estrecha, donde para caber nos teníamos que cortar las diferencias.
     En fin, bastante preocupada le pregunté a mi sobrina de cinco años si estaba segura de lo que significaba ser judía. Claro que sí, dijo. Mira, te cuento. Somos una gente que un día salió de Egipto y caminamos por el desierto cuarenta años hasta que un día vimos, en medio de un lago y sobre un nopal, a un águila devorando una serpiente. Entonces Benito Juárez va y nos dice: Aquí se quedarán a vivir y serán muy felices.

III.
     Vuelvo al águila mochada, la imagen que Florescano eligió para cerrar su libro. Es fascinante la afirmación tácita que contiene la elección. Implica que la conciencia colectiva no se equivoca. Así sea involuntariamente, siempre brota de ella, puntual, el emblema que la cifra y la descifra.
     El águila mocha pudo ser la ocurrencia de un diseñador de mercadotecnia, pero cuando borró con pintura líquida sus garras agarradas al nopal, estaba cifrando, sin saberlo, una realidad. Seguramente pensó nuestro presunto joven creativo: Hay que hacerla más light, más design, darle un look más acá. Y tras esas palabras de moda estaba precisamente cifrando lo que Florescano llama “la evanescencia de la Patria”.
     La evanescencia de la Patria, escribe Florescano, es un proceso que se inicia en los años sesenta del siglo pasado y tiene “su año axial en el 68”, en la masacre de Tlatelolco. Cuando el ejército federal disparó contra los universitarios mexicanos.
     En esos disparos algo se quebró irremediablemente en México, según Imágenes de la Patria. La confianza que la mayoría de la población tenía todavía en el sistema político se rajó. Los creadores de imágenes, los artistas, quedaron inevitablemente del lado de la rajadura, donde quedó también la población, y del otro lado quedó el monolito del Poderautoritario priista.
     Desde entonces a nuestros días, los mejores creadores de imágenes quedaron lejos del lugar donde se eligen las imágenes de la Patria para difundirse o exhibirse a los muchos, el lugar del Poder. Y al mismo tiempo los artistas dejaron de poder pintar a la Patria. O más exacto: la Patria se les volvió un tema enormemente problemático.
     Imposible pintarla más que irónicamente. Imposible pintarla sin rabia, sin beligerancia, sin desesperación. Imposible, para poder pintarla, no destrozarla en dos: aquí la población, allá lejos las instituciones políticas.
     División que luego, al día siguiente del sismo de 1985, donde de nuevo el Estado le falló a la población calamitosamente, llevaría al entronizamiento de un nuevo concepto: la sociedad civil; y años más tarde a otro concepto afín: la ciudadanía.
     A la sociedad civil o a la ciudadanía se las podía pintar desde el corazón. Se las podía describir y escribir y cantar. Jamás ya, a partir del 68, a la Patria entera.
     Síntesis maravillosa de este sentimiento antipatriótico, el poema “Alta traición”, de José Emilio Pacheco. Poema que por cierto inspiró uno de los más logrados momentos de la danza mexicana finisecular, “A través del espejo”, coreografía de Marco Antonio Silva.

No amo mi patria.
     Su fulgor abstracto
     es inasible.
     Pero (aunque suene mal)
     daría la vida
     por diez lugares suyos,
     cierta gente,
     puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
     una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
     varias figuras de su historia,
     montañas
     — y tres o cuatro ríos.

IV
     En el otro lado de la Patria partida en dos, los políticos no lloraron la ausencia de los grandes artistas. Para adornar los espacios públicos les compraron el alma a los artistas dispuestos a desprestigiarse con su gremio. A la diligente solución le debemos miles de metros cuadrados de murales “involuntariamente paródicos” —uso la expresión de Florescano.

Murales como el del nuevo edificio del Congreso, ante el cual la única reacción estética honesta es el llanto desconsolado. Murales ejecutados por Diegos Riveritas resucitados a destiempo y con la solidaridad de clase extirpada.
     A esa diligente maniobra, le debemos además una multitud de esculturas plantadas en las glorietas del país que son verídicos espantapájaros del orgullo nacional. Le debemos asimismo treinta años de amor desmedido por las sandías abstractas de Tamayo —símbolos frutales y políticamente neutros de la Patria— y la predilección del Estado durante una larga década (la última del siglo XX) por el arte más abstracto —ya que no contiene palabras—, la música.
     Ahí quedaron ellos, los políticos, con su arte extemporáneo. Del otro los ciudadanos, la sociedad civil, descreídos de la Patria.

V.
     ¿Y ahora, hoy, nosotros qué? ¿Qué con nosotros, los hijos del tiempo del águila mocha? Los que tenemos el dudoso honor de presenciar, según Enrique Florescano, la cuarta década de la evanescencia de la Patria.
     Hay que imaginarnos a nosotros mismos en un mural del siglo XXII llamado: Esos que eran mexicanos todavía. Ahí estamos, la ciudadanía mirando hacia el cielo, donde un águila se va eclipsando para dejarnos en una oscuridad que nos borra. (Es un mural en video, así que una y otra vez se inicia y termina: somos borrados y volvemos a aparecer para desaparecer en lo negro.)
     ¿Qué vamos a hacer nosotros, aparte de seguir contemplando nuestro lento eclipse?
     ¿Y qué pasó con el 2000? ¿No es verdad que en el año 2000 una mayoría de los ciudadanos elegimos un gobierno? ¿Y qué pasó con el año 1989, el año de la fundación del Conaculta —el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes?
     Florescano se salta los sucesos del 2000 y la fundación del Conaculta. La efervescencia de la población que fue a votar y cuyo voto fue respetado y eligió un gobierno. Y se salta la fundación del nuevo pacto entre Estado y creación cultural que el Conaculta representó en 1989 —y es el todavía vigente.
     Posiblemente Florescano salta estas dos fechas porque lo que pasó en consecuencia, a nivel de la difusión de nuevas imágenes hacia la conciencia colectiva, es que nada pasó. Pasó que desde 1989 la creación cultural ha sido subsidiada generosamente, pero no distribuida a la sociedad de manera equivalente, es decir: abundantemente.
     Así, la topografía de la Patria rajada es ahora distinta a la de 1968. De un lado de la grieta está el Estado y sus instituciones, del otro la ciudadanía, y en un tercer añico, en un trocito, en una peninsulita, los creadores culturales, creando para sí mismos y para muy pocos más.
     Florescano da cifras alucinantes sobre esta anomalía de nuestro tiempo, el tiempo de la creación fomentada para el vacío. Setenta por ciento de los libros que el Estado edita, anota Florescano, nunca llegan a tocar los estantes de una librería o una biblioteca. Es decir: jamás, ni por accidente, llegarán a manos que los abran ni a ojos que los lean. De nuevo: setenta por ciento de los libros editados con dinero de los contribuyentes van directamente a bodegas.
     Pertinente agregar: en cada una de las artes, la sobreoferta cultural es igualmente extravagante. De esta sobreoferta, dos ejemplos.
     En el 2004 se estrenaron el doble de obras de teatro que hace diez años, más de la mitad subsidiadas. Pero no hubo más público. Así, cada obra en promedio tuvo la mitad de público que hace diez años. Son datos de la investigadora Lucina Jiménez.
     Pero la mala noticia ni siquiera es ésta. La mala noticia es que el teatro es el arte mejor vinculado con la sociedad.
     Uno de los peor vinculados es la música. Y éstos son datos publicados por el crítico Eduardo Soto Millán. Entre 1990 y el año 2004, trescientos compositores registraron partituras en México. En los noventa años anteriores, sólo doscientos lo hicieron. Pero en la última década la oportunidad de un compositor de que su música sea escuchada es ínfima. Hay pocos conciertos, pocos de ellos son de música mexicana contemporánea, y la grabación de la misma es casi inexistente. Dicho de manera brutal: un compositor mexicano actual tiene más oportunidad de que un rayo le caiga encima, a que su música se escuche en el aire.
     Tiempo de artistas forzadamente autistas. Uno se pregunta si los nuevos rostros de la Patria no existen ya. Si sus rostros contemporáneos, “convincentes” como los reclama Florescano, capaces de crear vivas emociones en la sociedad y de unirla en un sentimiento patriótico acompasado a la realidad, no existen ya. Si tal vez no existen almacenados en alguna bodega faraónica estatal o en una modesta bodega casera, de las miles de bodegas caseras de artistas contemporáneos.
     ¿Qué nuevas imágenes de la Patria viven a la sombra, embodegadas? ¿Cuáles capturarían la atención colectiva si tanta obra secreta se regara por el país?
     Si tanto arte cumpliera su vocación —encarar a su sociedad, para que en él se mire y se reconozca—, otro gallo nos cantara, y no el águila mocha.

VI.
     De una entrevista en el periódico LaJornada, palabras de Florescano: “Lo del águila mocha… espero que sea tachada y borrada por el próximo gobierno.”
     Pues sí. Acusada de light, el águila mocha probablemente será sentenciada a su evanescencia absoluta.
     Pero aun con el águila entera, rescatada del pasado, la rajadura entre Estado, ciudadanos y creación cultural persistirá. La Patria no tendrá otros retratos sino los antiguos o los secretos e invisibles. Salvo si un próximo gobierno lo remedia con un nuevo y ambicioso proyecto para la educación y la cultura.

VII.
     En su libro, Enrique Florescano nos revela hoja a hoja la historia de los rostros fluctuantes de la Patria. Nos los revela: les quita el velo y nos deja ver los rostros fluctuantes de la Patria. En su capítulo final, al que se refieren estos apuntes, además nos rebela contra el águila mocha, el águila en fade out: nos inconforma con el eclipse del concepto de Patria.
     Y por fin, después del águila mocha y ya sin texto posterior, concluye con un último y tremendo acorde de catástrofe. El cuadro de Francisco Toledo, Imagen de la Patria, donde en un avión en llamas, presuntamente la Patria, un Benito Juárez con gogles de aviador antiguo, permanece tan estoico como en sus retratos mientras la Patria se va en picada al desastre.
     Bienvenida inconformidad la que suscita este libro. Bienvenida la alarma con que termina. –

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