Imán para fantasmas, de Francisco Hernández

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No sé exactamente en qué momento, pero la poesía de Francisco Hernández se ha vuelto un curioso fenómeno en nuestra lírica: su autor cosecha premios y becas, elogios de la crítica, es una presencia constante en revistas, suplementos y diversas editoriales, referencia inevitable de la poesía de las dos últimas décadas. Incluso —recientemente— con Palabras más, palabras menos (Pretextos), publicado en España, alcanza la tan difícil internacionalización de su poesía (ya antes había publicado un libro en Colombia).
     Eso lo hace privilegiado pero no excepcional. Lo que sí le envidiarían muchos compañeros de generación y aun poetas mayores es su arraigo entre los lectores. Eso sí es extraño, ¡se trata de un escritor —de un poeta— con lectores en una época en que éstos son muy escasos! No se trata de vender mucho sino de tener lectores y creo que es indudable que él los tiene. Presente tanto en el catálogo de editoriales grandes como de medianas, chicas y chiquititas, de universidades como de proyectos independientes, su obra empezó a ocupar ese lugar de privilegio a la vez que de excepción a partir de Moneda de tres caras, libro que reunía tres volúmenes —De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios, Habla Scardanelli y Cuadernos de Borneo— en los que encontró una vena muy particular, la que llamaría de “poeta ventrílocuo, que habla en la voz de otro creador y que deja hablar a ese autor en su voz”.
     Ya antes había dado muestras de talento con libros notables pero sin la repercusión pública mencionada. Como muchos poetas de su generación, se ha sentido tentado por la canción, se han musicalizado textos suyos y creó un heterónimo en Mardonio Sinta, trovador de raigambre popular, todo en busca de ese público lector que tanto hace falta al poeta. En otros libros, como el recién aparecido Imán para fantasmas, reproduciendo el esquema de Moneda de tres caras, explora el universo de una cultura del referente en una ventriloquia ejercida a través de Aimé Césaire, Octavio Paz y Salvador Díaz Mirón. No hay duda de que este registro lo llevó a adquirir una personalidad muy recia, y en ciertos momentos inspirada. No estoy seguro de que esto ocurra en Imán para fantasmas, donde la intensidad de la vibración ante la obra ajena parece adquirir un tono retórico. El problema no está en la brillantez momentánea de ciertos versos sino en la ilación narrativa, preocupación de varios poetas actualmente en lengua española. Por ejemplo “Veinte textos a partir de dieciocho fotografías de Octavio Paz”, escrito a partir de fotografías del autor de La estación violenta —la imagen en el sentido más literal pero también más amplio— deja un regusto de pretensión que ensucia el emocionado homenaje.
     Cae en el peligro del ventrílocuo: le vemos mover la boca aunque la voz se proyecte, y descubrimos entonces que el interlocutor es un muñeco. Hernández lo sabe y no pretende engañarnos, incluso utiliza esa condición escenográfica para dar intensidad a su poema, proponiéndose él como muñeco. Sin embargo no consigue convencer a su lector, no entra en sintonía con él. Esto ocurre al menos en dos direcciones: la primera —la referencial— hace que la presencia de las figuras tutelares, sean Césaire, Paz o Díaz Mirón, estén demasiado presentes y el texto, más que seguir un modelo, hacer homenaje o un pastiche, se queda en pura reverencia. Hernández ha demostrado en algunos de sus libros tener sentido del humor, pero como si lo trajera de fuera: no le nace; lo sabe necesario y lo incorpora, pero en cuanto se descuida le brota la solemnidad.

Muchos de sus modelos son ya de por sí densos e incluso solemnes (en el buen sentido), pero si esta solemnidad se duplica pierde sentido ritual.
     No obstante no es esto el verdadero problema de Imán para fantasmas, sino cierta rispidez que hace que el poema cruja, engastando expresiones luminosas en un tono convencionalmente prosaico, cuyo ritmo tiende hacia la monotonía. No hay en estos tres poemas un sentido personal real, sino sólo proferido: al ejercer una memoria que se apoya en previos puntos de apoyo, no se deja ir a la sorpresa del regreso, misma que nunca puede ser convencional aunque se repita igual en cada uno de nosotros. Es precisamente esa condición de igualdad y repetición la que otorga una condición única, tal como ocurre con la relación entre el verso —ritmo, acento— y la palabra. Cuando el poeta se embelesa con su propia receta hay que prescindir de ella, pero no es fácil, sobre todo cuando, como es el caso, el autor no considera que esté agotada esa vía.
     Tal vez la breve antología —que incluye textos inéditos muy buenos— El corazón y su avispero, publicada en la recién iniciada colección Centzontle del FCE, sirve para entender lo que pasa (ya antes la misma casa editorial le había publicado una “segunda antología personal”, Antojo de trampa). Al principio de su obra, Hernández consiguió una gran precisión en pequeños poemas de imágenes transparentes; al aumentar en complejidad aumentó también su opacidad, pero la inspiración lo rescataba de la grisura discursivonarrativa. El poeta (o el creador) vive en el texto como arquetipo, sin desprenderse de su condición de persona, así no es —no puede ser— ni Schumann, ni Tralk, ni Holderlin, pero tampoco Francisco Hernández, sino un yo que les pertenece a todos y que el lector modula para hacerlo suyo. Esto sólo ocurre en el dilatado universo del poema extenso, en el que el autor que nos ocupa ha conseguido un momento espléndido en “Soledad al cubo” del libro del mismo título, texto que paradójicamente se teje sobre la experiencia en una vivencia torturada y no compartible. Es la visión que el romanticismo nos heredó y que nos funda como cultura.
     Curiosamente, el último de los poemas, inspirado en Díaz Mirón, es el que más cohesión tiene. Recuerda en cierta forma a “Soledad al cubo” y tal vez esto se deba a que la comunión con el poeta veracruzano —Hernández también lo es— se da en un terreno menos literario y más personal, lo que le cuadra mejor al actual ritmo de su poesía. El autor de Lascas es una asignatura pendiente para la poesía mexicana, ya que —más allá de su importancia histórica— se trata de nuestro primer moderno, anticipándose a Tablada y a López Velarde, pero con una modernidad prevanguardista, pétrea, casi rocosa en su construcción formal, pero a la vez de una admirable flexibilidad expresiva. Así el lopezvelardiano El corazón y su avispero en realidad, a través de textos como “Por amor a Fosca”, revela, más que su talante experimental, su tono neomodernista.
     Ambos títulos —El corazón y su avispero e Imán para fantasmas— tienen un mismo sentido: la del centro que atrae a quien revolotea a su alrededor; pero probablemente el sentido del movimiento sea inverso: mientras que las avispas van hacia el corazón el imán busca los fantasmas, funciona como un buscador de tesoros. Las avispas insinúan un ataque, pican, producen dolor, pero probablemente —como sugiere el imán— se trata de un dolor buscado, es decir: un dolor retórico. El poema se presenta entero, a la vez que es la propia memoria de su gestación en una veloz afirmación del pasado como un hoy permanente. –

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