Invitación a compartir la compañía

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Los textos críticos de Eduardo Hurtado resultan familiares al lector en varios sentidos: no sólo los ha escuchado en mesas redondas, los ha leído en suplementos, sino que los respira en el aire. Pero al visitarlos en las páginas de Este decir y no decir surgen cualidades que antes no veía: la pericia para manejar un ritmo en el ensayo breve, ese que exigen los jefes de redacción hasta bordear el ridículo. También el carácter de conversación. Claro que en ese ejercicio de lectura se notan también ciertos defectos, a veces deja caer desplantes de autosuficiencia y teje una crónica simpática, llena de detalles, pero tan sobrada que se le nota que está llenando cuartillas basado en su oficio. Hay que empezar por esta condición, la del oficio. Alguien le pide un texto para algo, una presentación por ejemplo, y sabe que no puede llegar con un texto de veinte cuartillas a riesgo de echar a perder la fiesta, tampoco con una sola cuartilla, por llena de ditirambos líricos que esté. El ritmo se transforma en clima, crea una atmósfera, una respiración que permite el intercambio de ideas e intuiciones, se entiende el ensayo como un género, con sus medidas y sus acentuaciones, y se sabe (él sabe) que no es bueno escribir endecasílabos de trece sílabas.
     El oficio es algo que los lectores debemos agradecer porque suele venir acompañado de claridad. Se va calando en el personaje, en la obra o hasta en la circunstancia, para extender una invitación a compartir la compañía de una lectura. Quien lea el libro se dará cuenta de que los ensayos hablan desde esa familiaridad que no es fruto de la impostación y que en cierta manera se permite escribir una historia personal de la literatura mexicana. Suele suceder que las historias personales se parezcan entre sí, pero esto no es una paradoja, sino —al contrario— algo lógico, ya que las personas comparten el contexto y en cierta forma lo constituyen con su labor crítica. Con pocas variaciones, la mirada del conjunto es la misma y las diferencias sólo aparecen cuando nos vamos al detalle, los autores y tópicos suelen ser los mismos, pero es el sistema óptico el que cambia.
     El libro está formado por textos de diferentes épocas y hasta intenciones, pero tiene una rara unidad de estilo para este tipo de publicaciones, en donde no suele haber un trabajo de reescritura antes de que se vuelva libro. Los autores incluidos, a menos que se quiera entrar más que en polémica en combate, son poco objetables. ¿Alguien les puede negar a Alí Chumacero o a Rubén Bonifaz Nuño el lugar que tienen en nuestra lírica? ¿Alguien negará la presencia de David Huerta, Antonio Deltoro o Francisco Hernández entre la generación de nacidos en los cuarentas? Sin embargo alguien puede deducir de lo que he dicho que Hurtado procedió metódicamente, guiado por sus gustos, para elaborar esa historia personal, ese álbum de familia, pero creo que no, que las fotos que se quedan pegadas en las páginas dependen muchas veces del azar. Por ejemplo, el que no incluya un texto sobre Tomás Segovia, entre los nacidos en los veintes, o José Emilio Pacheco y Francisco Cervantes, en los treintas, sea una manera de descartarlos, sino que una razón aleatoria (que no sólo es el gusto) condiciona su inclusión.
     Esto me lleva a lo que me parece más importante. En México se tiene una tendencia a tomar este tipo de libros como la elección histórica de ciertos autores, tienden inevitablemente a la institución de un canon, por ejemplo en libros como el Arbitrario de Adolfo Castañón o, en el terreno de la narrativa, la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX de Christopher Domínguez. Son necesarios, cumplen su función y entre mejor hechos estén, mejor es el nivel crítico de la literatura en su conjunto. Pero el “decir y no decir” de Hurtado tiene una intención distinta, realiza el acompañamiento armónico de la melodía principal, le da capacidad de matiz, flexibilidad al gusto, y hace más rica la textura de un determinado momento literario. Al no tener por qué volverse dogma autoriza el ejercicio libre del gusto. Por eso, por ejemplo, podemos leer con placer sobre autores que pueden no interesarnos.
     Conviene señalar que estos libros son muy difíciles de hacer, porque dependen de una temperatura interior, y no tanto de un afán polémico; no descubren necesariamente cosas nuevas sobre este o aquel autor, tampoco corrigen ni rectifican una condición de lectura. Tienen —sí— algo de memoria, de autobiografía, de crónica personal —vean por ejemplo el texto sobre Luis Cernuda— y esperan que su lugar ante el lector se deba a sí mismos, no tanto a su dar en el blanco, ni al filo de la flecha, sino al ser disparo, al arco que se tensa. En esta versión de la fábula de Aquiles y la tortuga no llega ninguno primero, porque corren juntos, platicando, y esa plática es la verdadera carrera, el sentido del asunto. Por eso hay que recuperar la crítica como género en este sentido, bastante alejado de las taxonomías académicas y de los hits parades periodísticos. Este decir y no decir no pretende competir con otras miradas críticas sino dialogar con ellas. Esto, sin duda, le resta carácter polémico, pero le otorga mesura.
     Habría que pensar en que esto funciona mejor cuando los autores ensayados no pertenecen a un canon, porque ofrecen mayor interés precisamente para ese diálogo, pero no es el caso. Ahora, como en su ensayo sobre Cernuda por ejemplo, hay que pedirle que acentúe el carácter personal que tan buen resultado le da, y que apueste por una mayor rareza de los autores comentados, y uso la palabra raro en el sentido de Darío, sólo que a diferencia de lo que ocurría en el entre siglo del XIX al XX, cien años después casi todo es raro, debido a la ignorancia.
     Líneas arriba se utilizó el símil del álbum de familia. Creo que puede darnos ciertas pistas. Ocurre en ocasiones que en esas fotos, tan de conocidos, aparece un personaje que no se sabe bien quién es. Alguien sugiere que es amigo de una tía, se le muestra la foto a ella y dice que no lo conoce; páginas más adelante vuelve a aparecer entre los comensales de un cumpleaños, pero nadie acierta a ponerle nombre; una especie de “familiar desconocido”, un fantasma incluso, que nos inquieta. Es a su desconocimiento tanto como a su familiaridad lo que interrogamos. Se trata justamente de preguntarse por ese intersticio entre lo que se dice y no se dice del título, porque es un decir que no está de ninguno de los dos lados; es una moneda que no tiene caras, sólo canto. Por esta misma razón Hurtado resiste la tentación de hacer textos programáticos, considera que el ensayo descubre su dirección sobre la marcha, no es previsible.
     Al reunir sus textos Hurtado sabía que los sometía a una prueba, la convivencia los exponía a repeticiones, reiteraciones o contradicciones, pero sobre todo a la monotonía de un estilo. Supera la prueba sin problemas, gracias a que maneja bien las herramientas de la crónica literaria para darle condimento al ensayo. Es de lamentar que sea un crítico tan parco; por otro lado parece inevitable que esto suceda ahora que los suplementos y revistas están llenos del ruido que ha desplazado a la crítica. La ventaja es que libros así no sólo se leen, también se releen. ~

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