Un rasgo que caracteriza la narrativa de Ana García Bergua (ciudad de México, 1960) es el de explorar diversos modos de representar los sentimientos: en El umbral (1993) la escritora realizó un examen literario de su propia educación sentimental, mientras que en Púrpura (1999) y en Rosas negras (2004) se desplazó a un México ya ido con el afán de hallar una raigambre emotiva que develara una rama genealógica de nuestra sensibilidad. En Isla de bobos, su cuarta novela, se remonta a los primeros años del siglo XX mexicano para reanimar una rara historia trágica, sepultada por el marasmo de la gesta revolucionaria.
La patria y el honor son las coordenadas sobre las que se desliza la historia de Isla de bobos. Ya desde el título se comienza a plantear la paradoja a la que conduce el exceso de celo patriótico que ilumina a uno de los protagonistas, el capitán del Ejército Federal Raúl Soulier, quien, destacado a la remota e inhóspita isla de K. para prevenir cualquier intervención extranjera, marcha con su esposa dispuesto a cumplir su misión de honor y a consumar su idilio en un paraíso imposible.
Basada en un suceso real acontecido en la isla de Clipperton –donde únicamente medran colonias de aves marinas, como los bobos de patas azules–, esta novela recuerda que, una vez que el país se conmocionó en la segunda década del siglo XX, el destacamento de la isla y sus escasos habitantes civiles fueron totalmente olvidados y suspendido su periódico abasto desde el continente. Múltiples penurias sucedieron en aquella cola del mundo, entre las que se cuenta la muerte de todos los varones, excepto de uno, que estuvo abusando de las mujeres de la isla hasta que, milagrosamente, fueron rescatadas.
Ésta es la anécdota central de la novela. Sin embargo, el verdadero meollo no se halla en la reconstrucción de esta desgraciada aventura patriótica, en sí misma novelesca, sino en el mundo, la vida y la sensibilidad donde ésta se enmarca. García Bergua ha cultivado, tanto en sus cuentos y novelas como en sus artículos periodísticos, una elocuencia atemperada con la que consigue tornar cualquier salida a la vuelta de la esquina en una pequeña odisea en que la cotidianidad más ordinaria pierde su grisura y adquiere tonalidades memorables. Este talento se antoja idóneo para la recuperación de época que requieren sus narraciones. El resultado es una prosa tersa que desdeña las tintas cargadas y el abigarramiento de información. A cambio, el lector goza de una andadura narrativa que avanza con elegancia y naturalidad, sin que se note la elaboración necesaria para conseguir el tejido de sentimientos, motivaciones, aspiraciones y frivolidades que conforman la esencia de la época evocada.
La estructura de la novela se antoja bien conseguida para los fines de la historia: dos series de capítulos corren paralelas alternándose simétricamente. Una pertenece a Raúl Soulier (el antes de la tragedia) y la otra a su esposa Luisa (el después), aunque en una y otra acaecen eventualmente otras voces.
Se desprende una tesitura de añoranza y, a un tiempo, de crítica a una época que quedaría cancelada con la Revolución. García Bergua aborda, por ejemplo, un tema aún presente en el siglo XXI y que dista mucho de hallar solución: las oportunidades para la gente de tez blanca son mayores que para la de tez aindiada. Así, Raúl Soulier, perteneciente a una familia francesa venida a menos, padece sus primeros encuentros con la realidad llana al enrolarse en el ejército como soldado raso, mientras que el resentimiento social queda depositado en el negro Saturnino, el violador de la isla de K. A través de la mirada de Luisa, por otra parte, el lector accede al asombro desencantado de ver cómo desaparecen viejos usos y costumbres para dar paso a otros, menos refinados, pues –piensa Luisa– si Emiliano Zapata se sentó en la silla presidencial ya cualquiera podría hacerlo, como el falso militar Carranza, cuyo traje inventó él mismo.
Literatura consciente de sus potencias y de su tiempo, esta novela contiene, cifrado en su estructura, el planteamiento de la pregunta que la originó: ¿cómo contar una tragedia sobrada de elementos efectistas? Acaso Hipólito, el reportero de El Universal que cubrió entonces la noticia, tenga la respuesta. ~