Elon Musk, el genio idiota

Elon Musk

Walter Isaacson

Debate

México, 2023, 736 p.

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¿Puede un genio ser al mismo tiempo un idiota? La pregunta me acucia tras leer Elon Musk, la nueva biografía del empresario. Esta paradoja, involuntariamente wildeana, por principio alertará a los sus simpatizantes y a sus detractores, pues quienes lo juzgan un genio no lo perciben como un idiota, mientras que, por el contrario, quienes lo consideran así, no le reconocerán ningún mérito. El colmo de la paradoja es que este libro no contribuirá a destorcerla, sino a intrincarla.

La elección de Walter Isaacson como biógrafo se antoja un movimiento astuto. En Amazon, cuatro obras del antiguo director de Time se agrupan en una caja denominada “Biografías de los genios”; son las de Benjamin Franklin, Steve Jobs y Leonardo da Vinci. Si añadimos que escribió dos de los libros favoritos del polémico billonario –las biografías de Einstein y la ya citada de Franklin–, parece difícil descartar que esta nueva biografía, siendo tan reciente la de Ashlee Vance (Elon Musk, el empresario que anticipa el futuro, 2015), no fue una maniobra del propio Elon Musk –gran aficionado a los juegos de estrategia– para consagrarse como el auténtico genio de nuestros días.

El biógrafo elige el orden temporal para abordar la vida de su protagonista, desde su infancia en Sudáfrica hasta el lanzamiento del Starship el 20 de abril de 2023. Con una escritura fluida y sencilla de entender –un ejemplo fehaciente de que no solo la inteligencia artificial aprende de los autores, sino que estos también de ella–, Isaacson compone su épica narración mediante una prolija cantidad de capítulos (noventa y cinco) más un (falso) prólogo que por su brevedad y concisión fungen como viñetas o bocetos de una personalidad mayestática.

Permítanme ceder a la tentación borgiana y sentenciar que todas esas líneas en apariencia laberínticas conforman la imagen de una cara: la de un moderno Doctor Jekyll y Mister Hyde. Pese a los clisés que lastran el estilo y la urdimbre –acatando las convenciones del storytelling, comienza con un incidente provocativo que no está numerado para detonar la curiosidad–, Isaacson reseña satisfactoriamente la trayectoria de Musk. Recorremos desde sus inicios en los remotos años noventa, cuando siendo todavía estudiante de la Universidad de Pensilvania ideó un directorio publicitario vinculado a los mapas de internet, Zip2 –una minucia para nuestros días regidos por el omnipresente Google, pero entonces una idea visionaria–, hasta su última hazaña, pocos meses antes de la publicación, el lanzamiento del cohete más potente de la historia, el mencionado Starship, que terminó fracasando al explotar minutos después de su despegue.

Gracias a este panorama, el lector medio –al que se dirige esta obra, no al devoto ni al experto tecnológico– comprenderá que Musk es más que un billonario excéntrico de malos modos. Sus principales logros son la creación de una institución financiera en línea, X.com –sí, la obsesión de Elon con la x se remonta a finales de los noventa–, que un año después se transformaría en PayPal, y de un puñado de empresas dedicadas a transformar nuestra vida: SpaceX, cuya meta es transportar seres humanos a Marte, pero que, por ahora, se resigna a sustentar el programa espacial de la NASA –es su principal suministro de cohetes–; Tesla, que transformó el concepto de coche eléctrico; además de compañías menos conocidas: SolarCity –paneles de energía solar–; The Boring Company –excavación de túneles para facilitar el tráfico–; Neuralink –tecnología para conectar computadoras al cerebro, cuyo objetivo es permitir a los discapacitados recuperar u obtener las funciones que la biología no les permite–; X (Twitter) y xAI, dedicada a la inteligencia artificial, recientemente presentada.

Isaacson nos ofrece un testimonio fidedigno de las destrezas y virtudes de Musk –como sombra suya, convidado de piedra, atestiguó los sucesos más recientes que relata–, suficiente para desmentir la acusación de que se trata de un mero mercachifle explotador de ideas ajenas. Hay un método Musk, por llamarlo así, para encontrar soluciones inesperadas a problemas convencionales. Una parte tiene que ver con el riesgo, con el desprecio a los requisitos y a las prohibiciones –como revela la manera maníaca en que resolvió la mudanza de los servidores de Twitter que se encontraban en Sacramento a Portland en diciembre de 2022–, pero otra tiene que ver  con su talento: escribe código de manera sobresaliente, conoce perfectamente la física, es hábil con las herramientas y comprende las leyes financieras.

Gracias a estas decisiones geniales porque rayan en la locura –lo cual, obviamente, no siempre evita los fracasos, pero esto también conforma su método– ha logrado sus avances. Acaso su decisión empresarial más notable ha sido construir “la máquina que hace posible la máquina”, como la denomina, es decir que sus industrias sean autónomas, mediante la fabricación de sus propios suministros, reduciendo al mismo tiempo los costos. Más singular y digno de mención, es que sus productos impactan nuestra cotidianidad, el mundo físico, y no únicamente la esfera informática. En una época regida por los bits, Musk reanudó la exploración espacial y estableció un nuevo sistema satelital, aportó soluciones para combatir el cambio climático mediante el desarrollo de paneles solares y autos eléctricos, y se propone encausar la inteligencia artificial en beneficio de la humanidad. Todo esto explica su lugar de privilegio entre los más sobresalientes innovadores del siglo.

En contraste, él mismo se ha encargado de difundir sus aspectos negativos. Si para algo le ha servido Twitter –sí, Twitter, el nuevo nombre es demasiado equis para que el lector entienda a qué nos referimos– es para que el vulgo conozca su inestabilidad. La biografía ilumina la faceta de Mister Hyde que paulatinamente pareciera estar dominando a este melancólico Doctor Jekyll. Algunas de sus peculiaridades negativas: es terco y no admite opiniones contrarias, si un empleado expresa su desacuerdo con una decisión suya, sea una medida o un plazo –es el campeón de los plazos perentorios e imposibles–, lo despedirá. A su terquedad añade la atracción por el riesgo, como lo prueba que en una fiesta de cumpleaños combatiera con un luchador de sumo, con el resultado de que la caída le provocó fracturas que diversas operaciones no han conseguido curar. Sufre frecuentes cambios de humor, atribuidos a la bipolaridad –otro diagnóstico superficial sin respaldo clínico–, y sus relaciones personales han sido tóxicas, excepto con Talulah Riley, su exesposa, amén de que tiende al delirio. Isaacson plantea un perfil sicológico atribuyéndole una importancia excesiva a los sucesos que vivió Musk durante su niñez, y no concede demasiada atención a estos detalles perturbadores, los cuales se acrecientan conforme la narración se vuelve más contemporánea. Como si todo se explicara por sus vivencias infantiles –en especial al abuso sistemático de un padre desquiciado–, por cierta modalidad de Asperger –tampoco diagnosticado, únicamente autoasumido por Musk– y por la ausencia de empatía, uno de sus rasgos más reconocidos y aceptados por sus familiares y empleados.

En la Nochebuena de 2022, en ese ambiente de recapitulación y nostalgia tan propio de las fiestas decembrinas, a la pregunta de cuál era aquello de lo que más se arrepentía, Musk, quien pese a su frenética actividad se permite momentos reflexivos –y también unos singulares periodos de trance durante los que procesa información y lucubra sus planes–, meditó por unos instantes y a continuación declaró: “lo que más lamento es con cuanta frecuencia me clavo a mí mismo un tenedor en el muslo, me pego un tiro en el pie y me apuñalo un ojo”. Aunque Isaacson se propuso delinear un perfil sicológico, su vocación periodística se advierte en la rapidez con que acepta que infancia es destino. Quizá por ello, su obra no cale más en el lado oscuro de su protagonista. Queda la impresión de que un mayor enfoque habría revelado que paulatinamente la sombra está desplazando a la faceta iluminada.

Musk se configura en este retrato compuesto mediante diversos puntos de vista –¿Citizen Kane como modelo?– como un individuo moldeado por la ciencia ficción y los videojuegos. En gran medida, las tareas a las que se ha dedicado proceden de su fascinación por los ambientes y situaciones futuristas.           Isaacson resalta que Elon, “con la convicción de un profeta”, se asume como el último gran héroe, el paladín que salvará al género humano de la extinción, sea porque ve en las máquinas un peligro –desconfía de la inteligencia artificial, por ello, en este 2023 fundó una nueva compañía, xAI, con el propósito de encausar el desarrollo cognitivo de las máquinas– y siente que es urgente viajar a Marte para que, en caso de una guerra, haya sobrevivientes que retornen a la Tierra, o por el cambio climático.

Menos visionario parece el otro frente que libra, en su perspectiva, en favor de la humanidad. En su concepto, la democracia es necesaria para la preservación humana, y tal forma de gobierno resulta indisociable de la libertad de expresión. Considera que la mayor amenaza a esta proviene de la izquierda y de la cultura woke, que domina el mundo de los medios e impide conocer la verdad, acallando el disentimiento. ¿Suena conocido? Ello explica su adquisición de Twitter, para frenar la expansión del que juzga un virus mortal para la civilización occidental: el pensamiento woke.

Poco a poco, Musk se ha ido deslizando hacia el extremo de la gama política, otorgando crédito a los bulos que son la dieta diaria de los trumpistas –y en nuestro suelo patrio, de los amlovers–, como las teorías conspirativas sobre el origen de la covid, la existencia de redes pedófilas como vínculo entre las élites, la configuración de George Soros como la mente perversa detrás de todo acontecimiento geopolítico o financiero, y una continua adhesión a la telaraña rusas de desinformación. Que no haya condenado directamente los ataques del grupo terrorista Hamás al Estado de Israel y, en cambio, haya recomendado seguir una cuenta antisemita solo ha ratificado esta percepción.

Si bien es la mejor biografía de Elon a la fecha –porque a diferencia de Vance, Isaacson tuvo acceso a muchísima mayor información como anécdotas confidenciales y la confirmación de lo que hasta anteriormente fueran conjeturas, como la brutal educación paterna–, puede reprochársele que prefiriera omitir los aspectos más turbios de la ética empresarial de Musk: la experimentación con animales en Neuralink –una atrocidad que ha revelado Wire–, su presunto racismo –cada vez parece más decidido a creer en las viejas pero peligrosas teorías de la conspiración sionista– y su aversión a la comunidad LGBT, que no puede explicarse únicamente porque su hija transgénero no quiere hablarle.

A favor suyo, Isaacson consigue ofrecer un perfil más equilibrado que el de las anteriores biografías, a mitad del camino entre la hagiografía y el testimonio de primera mano. El lector se convence de que gran parte de los logros y avances de este siglo XXI corresponden a un talento excepcional, pero también advierte que ese visionario tiene más de villano de cómic que de último gran héroe. Como los temas en las sinfonías, la pregunta retorna: ¿cómo es posible que un genio sea al mismo tiempo un idiota? La repuesta, por supuesto, es la falsedad de la paradoja: como Carroll nos enseñó, se puede ser una cosa sin dejar de ser la otra. ~

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(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


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