Después de las revoluciones atlánticas, entre fines del siglo XVIII y mediados del XIX, una consistente tradición de literatura heroica recorrió Occidente. El romanticismo se confundió con el heroísmo cuando Vigny y Stendhal narraron la vida de Napoleón, Carlyle las de Lutero y Rousseau, Emerson las de Shakespeare y Goethe. La representación de los grandes hombres como titanes o colosos de la modernidad se desplegó junto con la memoria de las revoluciones, a pesar de que el republicanismo o la idea del pueblo o las masas como sujetos de la historia cuestionaban la apologética del protagonismo individual.
El más reciente libro de David A. Bell explora esa paradoja: revoluciones liberales y democráticas que produjeron panteones heroicos basados en el carisma de un puñado de elegidos. Pero a Bell no le interesan únicamente los panteones cívicos o cultos heroicos sino la propia articulación del carisma como don político en el curso de las revoluciones atlánticas. El carisma es el atributo que sigue en la trayectoria de cuatro líderes revolucionarios: George Washington, Napoleón Bonaparte, Simón Bolívar y Toussaint Louverture.
El libro avanza por medio de la reconstrucción de cada uno de los cuatro liderazgos y de las representaciones que suscitaron en vida y póstumamente. Por el camino, Bell propone trayectorias paralelas o lecturas comparadas de las cuatro biografías, aprovechando el hecho de que la acción histórica de Washington y Napoleón, Bolívar y Louverture tuvo lugar en un lapso de medio siglo. Aquellas décadas y su espacio atlántico produjeron una memoria política que dio transparencia a cada biografía.
Washington y Louverture fueron contemporáneos: el primero nació en Virginia en 1732 y el segundo en Auberge de Bréda en 1740, según su último biógrafo, Sudhir Hazareesingh. El liderazgo de ambos se desenvuelve, estrictamente, en las últimas décadas del siglo XVIII. Cuando Louverture se convierte en el principal líder de la Revolución haitiana, hacia 1794, Washington ya había encabezado la independencia de las trece colonias, impulsado la Constitución de 1787 y comenzaba su segundo mandato como presidente de Estados Unidos. Biógrafos y retratistas llamaron, indistintamente, a Louverture, el “Washington”, el “Napoleón”, el “Jacobino” o el “Espartaco negro”.
Sin embargo, el líder revolucionario haitiano se enfrentó a Napoleón, quien dio orden al general Leclerc de que lo capturara y lo enviara preso a Francia, acusado de conspiración y sedición. Los dos jefes de las primeras revoluciones de independencia en América tuvieron destinos discordantes. Washington murió en su retiro de Mount Vernon y fue consagrado como padre de la patria en Estados Unidos, sentando el precedente de un mandatario republicano que renuncia a la segunda reelección. Louverture murió en el castillo de Fort de Joux, humillado por Napoleón, un exrevolucionario a punto de coronarse emperador de Francia.
Bell rastrea las opiniones de unos caudillos sobre otros, con el fin de explorar el sentimiento de pares que recorrió el liderazgo de las revoluciones atlánticas. Bolívar admiró al Napoleón de la Revolución, el Directorio y el Consulado, pero, como tantos hispanoamericanos de su generación, rechazó al Bonaparte emperador e invasor de España. Aunque no hay en Bolívar un momento gaditano o de liberalismo hispánico, como en otros jefes de las independencias, su republicanismo también se nutrió de una lectura negativa del imperio napoleónico.
Napoleón, por su parte, dejó escrita su opinión sobre Washington en el Memorial de Santa Elena del conde de Las Cases, en un pasaje que Bell aprovecha óptimamente en su libro. Según Bonaparte, su concentración de poder se debió a las divisiones que atravesaban la Francia revolucionaria. Si él hubiese nacido en Estados Unidos, donde existía una sociedad más igualitaria y una tradición jurídica más moderna –curioso antecedente de la tesis central de Alexis de Tocqueville en La democracia en América–, habría podido darse el lujo de ser un Washington. En cambio, si Washington hubiese nacido en Francia, difícilmente, según Napoleón, habría sido otra cosa que un Bonaparte.
A pesar de su resuelto republicanismo, Bolívar terminaría ejerciendo un poder despótico, por breve tiempo, luego de la frustrada Convención de Ocaña, en la que intentó imponer en la Gran Colombia una Constitución centralista y presidencialista parecida a las que él mismo concibió para Bolivia y Perú. En sus dos últimos años, el Libertador, profundo admirador de pensadores liberales franceses, antibonapartistas, como Benjamin Constant o Madame de Staël, o de políticos estadounidenses, defensores del primer monroísmo, como John Quincy Adams y Henry Clay, fue acusado de cesarismo en la opinión pública de Estados Unidos y Francia.
Bell se detiene en aquel intercambio de percepciones en el Atlántico en el que se escenificaba el clásico tema del héroe y el traidor. A diferencia de Washington, los otros tres próceres revolucionarios vivieron sus últimos días envueltos en una atmósfera de desencanto y renuncia. Esos finales marcarían el tono controvertido de los cultos heroicos y las remembranzas ceremoniosas que los han sobrevivido por dos siglos. La condición de sepulcros en disputa se forjó en el ocaso de cada prócer.
Los capítulos finales de Men on horseback se adentran en la paradójica función del carisma en las democracias modernas. Durante los siglos XIX y XX, el republicanismo y el liberalismo atlánticos edificaron sus instituciones y valores sobre una memoria monumental de los padres fundadores. La apelación al imperio de la ley y a la preservación del orden institucional coexistió con una exaltación del carisma a través del culto a los próceres. La crisis de la estatuaria y los monumentos que se vive en el siglo XXI también puede ser comprendida a través de la tensión entre democracia y carisma, brillantemente desarrollada en este libro.
La paradoja que Bell expone para Estados Unidos y Francia, también es válida para América Latina, territorio que, si bien figura en el libro por medio de las figuras de Louverture y Bolívar, queda un tanto desdibujado en el volumen. A diferencia de otros historiadores contemporáneos de Estados Unidos, Bell conoce y cita buena parte de la historiografía reciente sobre las independencias hispanoamericanas, pero se echan en falta referencias a estudios clásicos sobre el caudillismo y el cesarismo en nuestra región como los de Laureano Vallenilla Lanz, Fernando Díaz Díaz o Enrique Krauze. ~
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.