Alberto Blanco pertenece a la generación de 1968, que desde mediados de los años setenta hasta estos días domina de forma intermitente el escenario de la cultura poética en México. Ensayista y traductor, a lo largo y ancho de dos tomos concebidos como ciclos complementarios de poemas, lo mismo cultiva las formas breves (la canción popular, el haikú) que las extensas o torrenciales (versículos y poemas en prosa), además del dibujo epigramático y el collage, la disposición espacial y el poema narrativo. Hace uso de las formas tradicionales o modernas de composición poética, con maestría y también con resultados objetables. Su gusto por las formas tradicionales o de vanguardia no responde a un reencuentro con las formas clásicas o canónicas ni mucho menos a un rescate de las mismas sino a la naturaleza polifacética de la poesía moderna y contemporánea.
Alberto Blanco poematiza, proyecta, privilegia la imagen como vehículo de la percepción sensible. Al igual que casi todos los poetas de su generación, fundamenta su visión de la existencia en la experiencia paradójica del ser o percibir aquello que existe. Es un poeta sin pretensión romántica y su formación científica le da el regusto por la verosimilitud inherente a toda expresión realista –y no por la verdad, aun cuando suela llamar así a lo que se revela en un poema, cuando el poema revela. El autor de Giros de faro y Cromos, de Pequeñas historias de misterio y El libro de los animales, basa su eficacia poética en el reflejo, en la imagen neutra (que no es lo mismo que la imagen pura, donde el papel de la imagen frente al mundo es la negación o, dicho de otro modo, un reflejo sustitutivo). Este tipo de imagen, en sus diferentes niveles, es un ejemplo representativo de aquello en lo que actualmente se ha convertido el oficio de poeta: el culto al yo desde un matiz de despersonalización estratégica.
A Alberto Blanco se le menciona junto a David Huerta, José Luis Rivas, Coral Bracho, Elsa Cross y Fabio Morábito, distintos entre sí, pero que en la amalgama de sus contrastes muestran algunas de las propuestas más sólidas que la expresión poética haya tenido en los últimos treinta años. Hay diferencias formales y temáticas, de eficacia y gusto, de valor filosófico o estético, en las obras de los miembros de esa generación (con la cual, dicho sea de paso, se agota la tradición de la ruptura). Pienso que el lugar que se le da a Alberto Blanco, al lado de poetas como los arriba mencionados, es una imprecisión historicista porque al realizar una lectura comparada, no con poéticas disímiles sino con aquellas que le son afines –por ejemplo la de Morábito y la Rivas (aun cuando el veracruzano no mida sus versos)–, en las que el realismo poético muestra su capacidad de sugerencia y penetración en los significados de aquello representado en los poemas, la obra de Blanco es una reproducción sin matices de lo visto. Recuerdo, en este sentido, la objeción que el personaje Borges le hace a Argentino cuando éste se propone trasladar el mundo, tal cual es, al poema. Borges observa que con ello no gana nada el mundo ni nada se agrega a las capacidades sensibles de la expresión poética.
El tema que predomina en la obra de Alberto Blanco es el Yo. En la conciencia de ese Yo está, entre otros, el lector, lo que le posibilita versificar la anécdota o la lectura de igual modo, en medio de una atmósfera de complicidad. Lector y autor se fusionan en el acto de la lectura. De ahí que la reunión de esta obra no se plantee como autoantología ni se presente en un orden cronológico sino como la lectura de un lector primero, de un primer lector que descubre y enhebra dos ciclos de poemas, los cuales conforman una misma obra. Retóricas finas y figuras comunes, decoro, conforman esta manera de expresión de la poesía contemporánea. A veces su sintaxis, su prosodia, se hace demasiado llana, por lo que cae en la versificación de circunstancia.
En 1998 apareció el primer ciclo de poemas, titulado El corazón del instante. Apresurado, Víctor Manuel Mendiola denostó el tono moral del poeta reflexivo, acusándolo de moralizante. Lejos estuvo el crítico de preguntarse si más bien ese tono acusa las acciones de una voluntad que busca la imagen neutra, amoral, realista, por poner en práctica una ética. Y una clara intención estética, que, entre otras cosas, tiene por principio lo visual: la imagen. Siete años después, con La hora y la neblina, se completa el ciclo. Doce libros de poemas escritos en un lapso de treinta años. Ordenados a partir de vasos comunicantes, de simetrías y correspondencias, doce libros que conforman un libro mayor.
Lo central en el realismo poético es la imagen, y Blanco logra imágenes de formas distintas. Doy un ejemplo: “El Lago Mayor”: “Después de la cerveza/ se comprende mejor/ tu pálida belleza/ de punk y de princesa/ junto al Lago Mayor.” En esta quintilla heptasilábica, cuyo recurso retórico es un lugar común, “tu pálida belleza”, y cuya periodicidad melódica se refuerza en la eficacia de la rima consonante, Blanco construye una imagen que no busca sorprender por el vocablo “cerveza” o el de “punk” sino trasmitir la sorpresa que después de beber cerveza le da a él reconocer, irónicamente, “junto al Lago Mayor”, la belleza de una mujer que tiene algo “de punk y de princesa”. Y un ejemplo de imagen directa, lo tomo de “La Baritina”, donde Blanco dice a manera lopezvelardiana: “Rosa doméstica”. Cuando explora y explota una forma definida, Alberto Blanco opta por la ortodoxia. Aplica la regla sin excepción.
Como lector de poemas empiezo a tener objeciones cuando descubro que lo que voy leyendo carece de pasión, o no registra la intensidad de la vida, o su decir me resulta lacónico, o de pronto predecible. Falta de ebriedad, señaló Gabriel Zaid sobre la poesía de Alfonso Reyes. Y eso mismo pasa con la obra poética de Alberto Blanco. Su personaje poético no estuvo dispuesto a perderse ni a dejar que los personajes –el Yo y los otros, aun cuando se trate de animales o piedras– tengan vida propia. Si el mundo está bien hecho, no hay por qué rebelarse. Y Blanco encuentra el mundo en buena forma, sin conflicto. O si lo hay, es relativo. Como en el poema que en el primer ciclo remite a la marcha del silencio o en otro de los poemas de ese ciclo, publicado hace siete años, donde Blanco cita a Arthur Rimbaud y, ante la embestida del joven francés, opone una parábola. Si conoces el mar no tienes por qué encontrar amarga la belleza. Es casi inobjetable, pero también un golpe de eficacia, no una renovación del ímpetu en los versos de quien pasara una temporada en el infierno. Poéticas distintas: una vertiginosa, la otra realista. No se puede reprochar a un poeta que no haga lo que no está en su naturaleza hacer.
Lo que está en juego en la obra de Alberto Blanco es algo muy distinto al sentimiento trágico o al discurso moral o doctrinario. Estamos ante una obra que destaca por su proliferación formal, que si bien en algunas de sus partes resulta aburrida, en otras logra ser evocativa, sugerente, lúcida, incluso con cierta sutil ironía. Y tiene ese aspecto alucinado de la poesía realista, descriptiva, narrativa, donde el papel reflejo del poema se funda en la voluntad prolífica de nombrar el mundo. El tono indicativo con que describe, piensa, cuenta o recuerda, está hecho de observaciones; por eso Mendiola, confundido, lo llama moralizante. Las observaciones de Blanco son lo que son: observaciones. No veo en ello defecto alguno. Es sólo que extraña que la hechura de los poemas sea, técnicamente, casi perfecta y que el tratamiento de sus contenidos disparejo.
La hora y la neblina concluye dos ciclos de una poética reflexiva. En el primero, el sentido de la vista, en el segundo su consecuencia visual. La hora y la neblina parte de la razón y su ejercicio: la reflexión como reflejo de lo visto. Poeta que a lo largo de más de treinta años ha trabajado junto a artistas visuales, hecho collages o pensado en algunas obras de arte al escribir algunos de sus libros, Alberto Blanco no niega su reflejo ni busca sustituir esencias: su escritura se presenta sin extremos. ~
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