La historia de la literatura moderna, y aun de la literatura, podría narrarse como la historia de los deslindes y las fusiones entre la crítica y la creación. En el capítulo que este hipotético historiador dedicase a las letras hispanoamericanas, el Manual del distraído, de Alejandro Rossi, ocuparía un lugar imprescindible.
En el Manual, Rossi desarrolla una subversiva premisa literaria: el relato es un vehículo para la crítica tan válido como el ensayo. De ahí su tendencia a presentar las narraciones como un examen del mundo, pero también como un examen del propio relato; a escribir cuentos a partir de técnicas ensayísticas que cuestionan los materiales narrativos al mismo tiempo que los exponen.
¿Cuáles son las fuentes de esta actitud? Quizá la interpretación que Ortega y Gasset hace del ensayo como “salvación” de un personaje, una idea, una circunstancia, así como la recepción de la obra de Jorge Luis Borges, no como un estilo a imitar –callejón sin salida de las letras en español– sino como una disposición intelectual y lúdica a emular. Del primero, Rossi también ha adquirido la conciencia del ensayo como espacio de pensamiento y creación, el auténtico escenario de un drama de las ideas. Del segundo, la visión del relato como género especulativo, asociado con la disquisición y el ensayo.
El efecto de esta confusión entre la prosa ensayística y la narrativa ha sido la introducción en la literatura mexicana de un nuevo tipo de reflexividad literaria. No la constatación desesperada de la imposibilidad de la literatura o la automirada obsesiva sobre el acto de escribir, sino la integración en el texto de una interrogación sobre las posibilidades y límites de lo literario, de personajes que, como Gorrondona y sus discípulos, sopesan continuamente su propio estilo y anticipan en sus propios juicios las reacciones de la crítica, el público y la posteridad. El resultado es una serie de relatos autoconscientes de sus carencias, sus excesos, sus mutaciones.
La voz narrativa del Manual es un ego cogito literario, análogo al filosófico, que postula para las letras un punto de partida análogo al de la filosofía según Descartes: la duda. En el Manual, la literatura desconfía de sus propios procedimientos, de su capacidad para dar cuenta del mundo o de crear otros mundos, pero Rossi transforma esta conciencia de los límites en una sustancia literaria. Su duda no desemboca en la teorización paralizante o el silencio: se convierte en otro impulso para narrar. Los relatos del Manual producen la sensación de que el narrador está pensando la historia con nosotros, “ensayándola” ante el público, reconstruyéndola de primera mano ante nuestros ojos. No es difícil advertir en esta impresión, como un eco formal de los Diálogos platónicos, la voluntad de reflejar en la escritura el dinamismo de lo oral.
Resultaba inevitable, en consecuencia, que el estilo de Rossi, formado en las tradiciones críticas de la filosofía, gastara en la mayoría de los textos del Manual una broma contra alguno de los lugares comunes de la literatura: las experiencias aleccionadoras, la “voz interior”, el tremendismo malditista, la cursilería, los asombros teatrales e impostados. “Un choque entre dos bicicletas era más apasionante que una puesta de sol.”
El Manual del distraído es de este modo una airada denuncia de la desproporción que existe entre las elevadas exigencias de “lo literario” y la humildad de lo real. De ahí la insistencia en la pobreza de los materiales que la vida ofrece para la escritura y el cultivo de un placer por las minucias a falta de hechos decisivos y revelaciones pasmosas. Al igual que Bergson, Rossi concibe la raíz de lo cómico como la interrupción de lo que iba a ser, y por eso alimenta sus cuentos y ensayos con la discontinuidad entre la realidad y la literatura. La advertencia implícita es que toda visión crítica de la escritura es, por naturaleza, cómica: la risa brota naturalmente de esas fisuras insalvables entre el texto y la realidad. La sinceridad, en literatura, no lleva a la confesión sino a la ironía.
En una de las páginas del Manual, Rossi resuelve: “el misterio no existe, el misterio es puro artificio. ¡Qué descanso, qué alegría saber que la vida es aburrida, trivial y clarísima!” Descreer de la literatura contaminada de absolutos, autoerigida en sucedáneo de la religión, hacer la crítica de sus inercias y lugares comunes, podría interpretarse como parte de un proyecto ilustrado extendido a la literatura, pero también como la aplicación literaria del impulso inicial de la filosofía: la destrucción socrática de la doxa, de las opiniones remachadas mecánicamente y nunca disputadas por el juicio de la razón.
Este espíritu de suspicacia preside las páginas del Manual. Como primer texto del libro Rossi eligió, sin embargo, un ensayo titulado, significativamente, “Confiar”. La crítica supone un universo sin certezas, en el que todo puede ser puesto en suspenso por la duda. Para evitar un descenso en la desesperación, también supone un sustrato parecido a la fe: la confianza en que, más allá de todas las incertidumbres, existe un mundo –una literatura– que merece ser cuestionado. Esta es la lección del Manual del distraído. ~
es ensayista.