La mayor, de Juan José Saer

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Imaginar un relato que verifique la imposibilidad de la experiencia, que suponga al recuerdo como el contrapunto inasible de esa oquedad. Suponer una voz que, al espacio en el que alguna vez fue posible la experiencia, oponga una suerte de desierto de sentido, un territorio en el que se hayan cortado todos los lazos entre el suceso y el recuerdo, donde la fractura entre la memoria y los acontecimientos constituya una alteración en la estructura de los sentidos y en la certeza sobre la existencia del mundo. Esbozar una narración en la que, cuando el recuerdo se extinga, cuando la conexión entre la sensibilidad y la evocación de las asociaciones agonice, la idea de la experiencia se vuelva inverosímil, y esta imposibilidad produzca una grieta en el ser de las cosas. Que así se sugiera, quizá, la desaparición de los objetos –el mundo de lo objetivo–, y de la subjetividad, la viabilidad misma del yo. Delirar un ahora que no sea la experiencia de una intensidad, sino la habitación de una zona del tedio, una especie de viscosidad en la que el aquí y el ahora no sean la matriz de los actos, sino una clausura, una prisión que enuncie al presente como un hueco, una percepción diluida y ausente, en la que la soledad, el silencio, el vacío, que de Meister Eckhart a Descartes habían sido las condiciones de la introspección y de la mística, establezcan las dimensiones de la no experiencia y el sopor. Fantasear una superficie en la que los sentidos se hayan vuelto inasequibles, no recuerdos, las presencias deshabitadas del hastío, los escalones de un retiro inhabitable, de una subjetividad desnuda: el puro esqueleto de la mente. Una pantalla en la que los objetos hayan perdido su voz y las obras de arte hayan extraviado su halo de distancia sagrada; un declive que aparezca como la correlación directa de la evaporación del sentido, donde el silencio de las cosas no sea un resplandor de la presencia sino una forma metafísica de la afonía. Una secuencia que, en la medida en que progrese, avance lo mismo una disolución de las orillas, una desfiguración de las formas. Un hilo de voz que flote en esa indeterminación como una conciencia a la deriva. Un espacio donde todo se convierta en uno, pero que, lejos de ser una fusión integradora, esa erosión de los límites sea una visión del eterno retorno de lo mismo. Un desplome donde acontezca una desintegración no solo del halo de las cosas, sino de las cosas mismas, reducidas a un magma informe de realidad primigenia: un flujo ciego de materia sin atributos en el que el sujeto no desaparezca ni se transforme: un alumbramiento en el que, a pesar de la disipación, el ego no se funda con las cosas ni se relacione con ellas desde la intuición, sino que se conserve entero, lúcido para percatarse de la cavidad del abismo. Un espectro en el que en un momento se vislumbre un atisbo de experiencia verdadera en un fragmento transitorio que se confunda con el todo. Que ese atisbo sea, tal vez, el lenguaje, la prueba de que el hueco de la experiencia puede ser narrado, de que los relatos son objetos que contienen y crean el mundo en donde antes no había nada. Contemplar una aparición en la que se presienta dolorosamente que el texto, aunque murmure sobre el vacío, puede ser la semilla de la experiencia que viene. ~

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es ensayista.


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