Es 1988 y México enfrenta por primera vez desde hace décadas un encendido conflicto postelectoral. Las elecciones presidenciales se han celebrado días, semanas atrás pero aún no existe certeza: el candidato del régimen, Carlos Salinas de Gortari, y el régimen mismo declaran una contundente victoria priista mientras que la izquierda mexicana –encabezada por el entonces candidato del Frente Democrático Nacional, Cuauhtémoc Cárdenas– y buena parte de la opinión pública se resisten a aceptar ese veredicto. Bajo la creciente sospecha de fraude, llega el primero de diciembre, día de la toma de posesión. En el Palacio Legislativo de San Lázaro se dan cita los legisladores y las figuras protagónicas del régimen, así como algunos invitados extranjeros, para aplaudir la unción de Salinas de Gortari. ¿Quién bate sus palmas con entusiasmo en uno de los balcones? El mismísimo líder de la Revolución Cubana. El comandante en jefe del único ejército comunista del continente. El hombre que no dudó en enviar tropas a Angola y en apoyar a diversas guerrillas latinoamericanas. El político que ahora, en este instante decisivo, decide dar la espalda a la izquierda mexicana y apoyar sin reparos, y convenientemente, al régimen priista.
Para entender este episodio y varios otros, Mario Ojeda Gómez (Xalapa, 1927) ha escrito el ensayo México y Cuba revolucionaria / Cincuenta años de relación. Internacionalista, académico y diplomático, Ojeda Gómez fija el inicio de su libro en 1955, cuando Fidel Castro, amnistiado tras su fallido asalto al cuartel Moncada, se asila en México, y el desenlace en 2006, cuando las relaciones diplomáticas entre ambos países atraviesan su crisis más severa. Entre un polo y el otro, el autor relata con atención y rigor una de las historias diplomáticas más peculiares del siglo xx, mantenida a pesar de las notables discrepancias ideológicas y de las muchas presiones estadounidenses y marcada lo mismo por la simpatía que por el cálculo político. Una relación dispar: de un lado, un solo mandamás, Fidel Castro; del otro, nueve presidentes, ocho priistas y un panista. Al contrario de lo que suele pensarse, una relación móvil, oscilante, no exenta de conflictos y suspicacia.
Destaca el detalle, el cuidado de la investigación. En las 282 páginas de este libro –que incluyen, entre otras cosas, una útil cronología y una nutrida bibliografía– no parece faltar uno solo de los episodios que han definido la convivencia entre México y la isla. Por el contrario, este ensayo se ocupa de todos los momentos fundamentales de esa historia, desde la visita del ex presidente Lázaro Cárdenas en 1960 a la Cuba ya revolucionaria hasta las constantes riñas, alguna telefónica, entre Castro y Vicente Fox. Incluso, al describir y analizar ciertos acontecimientos –el viaje de Echeverría a Cuba en 1975, por ejemplo, o la apuesta foxista de distanciarse del régimen castrista para conseguir un acuerdo migratorio con Estados Unidos–, Ojeda Gómez es capaz de dibujar un buen paisaje de la política interior mexicana y un atractivo retrato de nueve presidentes, convencido de que la política exterior es también política local. Si algo puede reprochársele a este libro, es que su retrato de Cuba es menos sólido que el de México: Ojeda Gómez no dedica el mismo tiempo a trazar el perfil autoritario de Castro o la situación interna de la isla. Por supuesto, no puede decirse que el autor sea complaciente con el régimen cubano (es crítico: desde las primeras páginas señala que Cuba nunca ha sido libre, sometida primero a España, luego a Estados Unidos y al final a la Unión Soviética) ni que el libro resienta mayormente estas carencias. Sólo se dice que el lector que quiera conocer el estado de las cosas en Cuba debe completar esta lectura con otras.
Sin embargo, el mayor mérito de este libro es otro y no es pequeño: desacraliza la historia de las relaciones entre estos dos países. Para explicar la convivencia entre Cuba y México muchas personas han hablado de la invisible afinidad entre las almas mexicana y cubana, y otras presumen el heroísmo y la filantropía del régimen mexicano, amigo de Cuba pese a tirios y troyanos. Lejos de estas idealizaciones y cerca de la realpolitik, Ojeda Gómez señala sin pudor la rasa verdad: en la relación diplomática entre México y Cuba ha predominado, como en todas las relaciones diplomáticas, la política, no el romanticismo ni la hermandad. Si México apoyó durante décadas al régimen castrista –a pesar de las probadas violaciones a los derechos humanos– no fue por una supuesta lealtad entre “amigos revolucionarios” sino por válidas razones políticas: afirmar el derecho a la no intervención; evitar que el conflicto entre Estados Unidos y Cuba radicalizara a la izquierda mexicana, y garantizar que Castro no apoyara, como hacía en otros países, a las guerrillas locales. ¿Qué ganaba Fidel Castro? Lo suficiente como para aplaudirle con ganas al presidente priista en turno. ~