Mario Conde es un detective peculiar. A diferencia de la gran mayoría de sus colegas en la literatura policial, le dio por envejecer, y desaparecer. Por eso, cuando Leonardo Padura decidió cerrar su tetralogía policial, para entrar en los terrenos de una novelística más ancha y ambiciosa con La novela de mi vida, entendimos los lectores que el porvenir ya se había cerrado de manera definitiva para el Conde.
Sin embargo, un huracán inesperado (ellos, que en el Caribe son siempre tan previsibles y anunciados) le rescató momentáneamente en Adiós, Hemingway, novela breve que formó parte de la inteligente y novedosa colección “Literatura y muerte”, de la editorial Norma. Pero la vuelta del detective a la pesquisa lució momentánea, como si la hubieran interrumpido sólo por accidente otras rutinas y otros intereses.
Confiesa el propio Padura que la invitación para volcar en cine las aventuras de Mario Conde lo lanzó de cabeza a los cajones donde había arrumado al personaje. Pero los guiones tardaron en convertirse en película (creo que todavía ni siquiera se ha filmado el primer pie), y, con la caja de las tentaciones abierta, supongo que el polvoriento personaje exigió volver a las andadas. Pero, después de Adiós, Hemingway, el regreso no podía asumirse como algo precario y circunstancial, y, sobre todo, tenía que partir de dos premisas fundamentales: el detective había envejecido y, más determinante aún, ya no era policía. Es así como Mario Conde sale a patear de nuevo las calles de La Habana en esta nueva novela, La neblina del ayer.
Como es sabido, desde Aquiles para acá, los héroes no suelen envejecer, y los antihéroes, por más de su carácter rebelde y a contracorriente, tampoco. En el caso de los detectives la circunstancia es emblemática: una curiosa antología, Raymond Chandler’s Phillip Marlowe (Ibooks, 1988), nos muestra, de la mano de los más diversos autores, cómo Marlowe va viviendo historias y descubriendo asesinos desde 1935 hasta 1959. Pero en todos esos años el hombre escasamente envejece o madura; además de que la ausencia del “padre de la criatura” (Chandler con mucho respeto, pero a la distancia, en la tumba), no deja de restarle alguna validez o legitimidad a esta peculiar evolución del detective.
En el caso de Mario Conde, sin embargo, es el mismo único autor el que pasó las páginas del calendario: con él envejece y madura el héroe. Lo que, en efecto, nos remite a la madurez de Padura como novelista.
Ya la violencia, por ejemplo, no se reparte de manera gratuita por cualquier quítame estas pajas, ahora se administra y hasta se medita, lo que la reduce a escasos, mínimos momentos por parte del Conde. Ya no hay apuros por llegar (¿a dónde, si ya salió de la policía?), ahora sólo se espera con calma lenta, reflexivamente a que comience el regreso. La acción, el ímpetu por el porvenir ya no están en él sino en su nuevo socio, el irreverente y siempre sorprendente Yoyi el Palomo, el cubano que siguió a aquél “hombre nuevo” del cual, ahora más que nunca, Mario Conde se descubre como una melancólica y desconcertada evocación. Es el Palomo el que constantemente le muestra una “nueva Cuba” que el propio Conde, con todos sus años en la policía y en la vida, jamás conoció y, por lo visto, ni siquiera sospechó. Y esas reflexiones y descubrimientos, ciertamente duros y a contracorriente, sólo son posibles para alguien que se tomó una pausa en la madurez.
Creo que esto es lo que permite tanto para Mario como para su cómplice, es decir: Padura un capítulo tan sublime como el de la cena pantagruélica que, ¡por fin!, después de tantos años de hambre y penuria, se regalan junto a todos sus amigos. Menuda epifanía, al revés, al final de todas las cosas. Las verdaderas buenas mesas son sólo para sentar a los amigos. Un banquete, un auténtico festín, sólo es tal si de viejos amigos se trata. Una manera, pues, de festejar y celebrar lo vivido aunque, como en este caso, la abundancia momentánea (porque todos, aunque no lo dicen en alto, tienen la terrible certeza de que están ante algo pasajero) suponga el cruel inventario de infinitas carencias. Toda esta primera parte de la novela, donde se da cuenta de esa inclemente relación entre el cubano y el hambre, es de los textos más elocuentes y desgarrados sobre la cotidianidad en la isla en estos últimos tiempos.
Pero, regresando al tema de la madurez, el verdadero alarde de Padura radica en la fractura que plantea ante lo que podríamos llamar el esquema convencional de la novela policial: ha ocurrido un crimen, sobre la sangre todavía fresca del cadáver comienza la pesquisa, un asesino anda suelto y es perentorio atraparlo de inmediato. Pero si el crimen no ocurrió en las primeras páginas, sino hace ya muchos años en la vida de los personajes, ¿cuál es la urgencia en buscar a un asesino que quizá también ya esté muerto? Y si esa “urgencia” no existe en la pesquisa, ¿puede el lector ser cautivado por una lectura ya no necesariamente marcada por la emoción y el suspenso? Porque si no hay “asesino suelto” no hay peligros, y sin peligros nuestro detective está más cerca del anónimo hombre común que del héroe.
Se me antoja pensar que Adiós, Hemingway fue una primera aproximación, una suerte de primer experimento para enfrentar el reto. La víctima tenía décadas bajo tierra, y el asesino también. La tarea ulterior del Conde estaba en salvaguardar y proteger el buen nombre y la memoria de Hemingway. Reto difícil sobre todo si se toma en cuenta que a la inmensa mayoría de la humanidad viviente (incluida la que respira en la novela) le importa un bledo la memoria y el buen nombre del premio Nobel. Pero, superando el obstáculo, hay ahí una novela cautivadora y de mucho interés.
Ahora Padura va más hondo. Hasta donde tengo entendido todo es ficción. Aunque Lansky ciertamente manejó drogas y prostitución en Cuba, y Montes de Oca tiene la sonoridad de un apellido de ricos en una vieja radionovela cubana, sospecho que Violeta del Río jamás existió, y así toda la gama de personajes que despliega la novela. Sobre ellos, pues, está el ahora maduro Conde abriendo una obstinada pesquisa, absurda y apasionante, que le permite al lector trazar hilos, sutiles pero sólidos, entre la Cuba pre y post revolucionaria. Ello sin dejar de lado el marco magnífico que supone una biblioteca donde los libros más caros (para el crimen y la novela) van dejando referencialmente hitos reveladores de la historia de la isla (ninguna novela anterior de Padura obliga a la reflexión política como ésta). Y es en este contexto tan difícil y espeso, con las víctimas y los victimarios, los testigos, las costumbres y un país todo ya podrido de gusanos (en la isla, básicamente en la isla), donde se logra una novela que, tanto para sus personajes “actuales” como para el lector, siempre va a mayores, incrementando el interés, el vértigo que supone la intriga, como lo exige el canon más riguroso del género: la necesidad de saber qué pasó, qué va a pasar ahora…
Una última reflexión: si la primera parte, “Vete de mí”, es la parte del hambre (inevitable referirla así después de todas las penurias del Conde y la culminación en el festín); la segunda, “Me recordarás”, es la del infierno: escalofriante, sencillamente, el descenso que suponen los anillos a partir del barrio chino. Entiendo, por pura y romántica identificación generacional, el impacto que hubo en el “hombre nuevo” del Conde ante semejante escenario: son derrotas compartidas. El único que ahora marca la pauta en la cotidianidad cubana es Yoyi el Palomo, el ingeniero que sólo puede ejercer como truhán y contrabandista, y que un día de estos se limitará a utilizar el papel del título para urgencias más cotidianas y menos honrosas. –
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