La piedad y la poesía

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Domingo de Pentecostés en Roma: docenas de lenguas, de todos los rincones del mundo, se escuchan en la Plaza de San Pedro mientras turistas y peregrinos esperan la bendición que Paulo VI otorgará a las 12 del día. Dentro de la Basílica, en una de las capillas laterales, los visitantes contemplan el mármol silencioso de una escultura; imaginan al joven Miguel Ángel cincelando el rostro amabilísimo y desolado de María, que sostiene en sus brazos al hijo muerto. De pronto, para la incredulidad general, un hombre de largos cabellos rojizos salta la balaustrada y sube los escalones que conducen a La Piedad. ¡Cras! –resuena el martillo en el velo de María. ¡Cras! –retumba un brazo que se desmorona y cae. ¡Cras, cras! –así corrige Laszlo Toth, con un par de mazazos, el párpado y la nariz que esculpió Buonarroti hacia el año 1500.

Cuando Toth se encuentra ya bajo la custodia de los carabinieri, el restaurador en jefe, con su botiquín de instrumentos y su grupo de asesores, se aproxima al lugar de los hechos con extremada cautela, no sea que en las suelas de los zapatos vaya a incrustarse una esquirla de la obra maestra. El experto recoge la mano cercenada, trozos informes de mármol y minúsculas partículas, luego cubre las figuras con un pudoroso manto. El New York Times reporta al día siguiente: “Miles de personas desfilaron toda la tarde frente a la capilla de La Piedad para ver la escultura envuelta. Algunos visitantes tenían lágrimas en los ojos y muchos lamentaban en voz baja que la obra no hubiera estado mejor protegida” (22-V-1972).

Ciudadano de Australia nacido en Hungría, Toth vivió en el hostal de unas monjas españolas durante los cuatro meses que pasó en Roma antes del ataque. No dio a las religiosas ningún motivo de queja. Fuera del hostal había llamado un poco la atención: se le consideraba un personaje excéntrico, un geólogo de 33 años que decía estar de vuelta en Europa “porque tenía siete misterios que revelar”. Aparentemente sólo alcanzó a revelar uno, sin obtener mucho crédito: la mañana del 21 de mayo, mientras arremetía contra la Madonna, gritaba “¡Soy Jesucristo!” Interrogado después del ataque por un funcionario del Vaticano, advirtió: “Si me matan, mejor: iré directo al cielo.” Fue directo al asilo para enfermos mentales.

Lo demonizaron, lo exaltaron. Hubo vigilias de oración para expiar la ofensa contra la venerada imagen; hubo futuristas trasnochados que aclamaron a Toth como el artista auténtico: el que se toma en serio la tarea de demoler la tradición. El personaje de Laszlo Toth no pasó inadvertido; su persona –después de los quince minutos de fama y la brizna de inmortalidad que da salir retratado en la revista Life–, su persona y su pequeña historia de disturbios mentales y su soledad no dan para mucho en la vitrina del espectáculo; acaso un novelista pudiera meterse en su alma y recrearlo; acaso un poeta lo viera desde otro ángulo.

Joaquín Antonio Peñalosa (1922-1999) incluyó “Un húngaro mutiló la piedad de miguel ángel” en Museo de cera (1977). Lo mejor del poema son los veloces saltos en el tiempo y el espacio: del restaurador de arte al médico militar; de la estatua de Cristo a la vida de Cristo; de las calles de Roma a la caída de la tarde en Budapest. No es un poema que deslumbre verso por verso (no tiene por qué ser así) sino por su totalidad. Aunque el quicio moral del texto está en el verso exhortatorio (“Por el martillo hay que llorar, no por el mármol”), el verdadero hallazgo no se encuentra ahí. Cierto que el poema logra su efecto al desplazar la atención desde la escultura ultrajada hacia el pobre diablo que la atacó, pero los buenos sentimientos, como se sabe, no bastan para escribir un poema.

Peñalosa imagina a Toth “vagando como un gato por las calles de Roma/ rabioso y solitario y muerto de hambre”, e inmediatamente después, sin un verso de transición ni un signo de puntuación de por medio, nos traslada a la Europa central donde Toth había pasado su infancia. El hallazgo está en el procedimiento “cinematográfico”, introducido por T.S. Eliot en la poesía moderna: el húngaro rumiando sus agravios por las calles de Roma, corte a un atardecer en Budapest, los automóviles cruzan el Danubio, una barca transporta naranjas y los últimos rayos del sol se enredan en las torres de los templos. Ciudades cultas, patinadas de historia y majestuosidad, ni Roma ni Budapest fueron capaces de darle a Toth un poco de abrigo psicológico. La tarde cae, serenísima, sobre el Danubio, y mientras tanto un hijo de Hungría se desploma interiormente; años más tarde acumulará fuerzas para un instante de triunfal destrucción, y se apagará de nuevo.

En el poema, a través de estos saltos sin engarce, no sólo una imagen queda casi superpuesta con la siguiente, sino que se agolpan también los destinatarios: te hablo a ti, lector; te hablo a ti, Budapest que no supiste, con todo el equilibrio de tus líneas, cuidar a Laszlo y cooperar a hacerlo un hombre en vez de un fantasma; te hablo a ti, Laszlo Toth, “húngaro maniático, a ti quién te restaura”, quién te arregla amorosamente las heridas como si tu precario equilibrio mental fuera más valioso que un bloque de piedra. Mediante la sucesión de imágenes el poeta consigue una cierta dosis de vértigo, un montaje fragmentario y veloz; a través de los cambios de vocativo, da a su poema un sentido de urgencia: es un requerimiento airado, como el martillo de Toth. ~

 

Un húngaro mutiló la piedad de miguel ángel

 

 

para José Emilio Pacheco

 

 

 

Sé que los artistas y mucha gente buena

no estará de acuerdo conmigo

ahora que acaban de llorar en asamblea

y sus lágrimas fueron noticia

por France Press, por United Press.

El mundo amaneció mutilado

porque a la Virgen de mármol le falta un brazo

la nariz, el velo, el ojo de la ternura

igual que los monstruos de guerra

cuando llega el médico a dar fe

y recoge en una sábana los sueltos pétalos

le duele al mundo que le hayan cortado una flor

cuando el cadáver de Cristo

extrañó los dedos sutiles que lo acunaban

y le dio miedo caerse por cuarta vez

quebradizo en la piedra del genio

y en la carne de obreros con que lo esculpió María.

Por el martillo hay que llorar, no por el mármol

por este pobre húngaro Laszlo Toth

vuelto loco, sin patria, sin familia

vagando como un gato en las calles de Roma

rabioso y solitario y muerto de hambre

al cruzar el Puente de las Cadenas de Budapest

encienden los faros los automóviles

una barca lleva por el Danubio

racimos de naranjas

y un sol de oro se enhebra en las góticas agujas

ay Hungría, pequeña y luminosa como gota de sangre

por ti pido perdón, Laszlo Toth

por ti y los suspicaces que no quieren perdonarte

y eres nuestro hijo

en carne violenta te engendramos

en cólera y en rabia

húngaro maniático, a ti quién te restaura

quién va a ponerte en su lugar la mano

el ojo, la razón, la vida

qué amor va a sostenerte en vilo la esperanza,

yo reclamo otra piedad para un hombre mutilado.

 

Joaquín Antonio Peñalosa

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es ensayista y narrador. Recientemente publicó la novela No soy tan zen (Almadía, 2022).


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