Sola y sin alas: el camino de Ida

Franca y sonriente, cortés y hospitalaria, Ida Vitale ha construido una obra poética caracterizada por una constante sensorialidad e interés por el mundo natural. Este ensayo celebra el centenario de una de las figuras más entrañables de la poesía latinoamericana.
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Hay cartas que se abren con emoción inusual, como la que recibió Ida Vitale en Montevideo a fines de 1948, firmada por Juan Ramón Jiménez. Ella lo consideraba entonces, y lo considera aún, el poeta español más trascendente de su época, el de lección más duradera y fructífera. Era una apreciación extendida entre lectores y poetas, y al poco tiempo refrendada por los académicos que otorgan un famoso reconocimiento anual en Estocolmo. Ida había cumplido recién veinticinco años, Juan Ramón iba para 68. Tres cosas le decía Juan Ramón en esa carta: ojalá que unas cuantas diferencias de carácter y opinión no fulminen la existencia de Clinamen, la revista literaria animada y sostenida por el trabajo de Ida y otros jóvenes atareados en renovar la poesía y la crítica en Uruguay. Le preguntaba su parecer sobre la poesía reciente de Jorge Guillén. Y también le decía: recibí sus poemas, refiriéndose a los de Ida, y esta sería la parte del texto que ella, joven poeta, esperaba con más ansiedad. Juan Ramón elogiaba los sonetos, “en los que hay estrofas encantadoramente líricas y de una penetración naturalísima”, y desaprobaba en particular un poema, que “da la impresión de un ejemplo literario más que de un hecho poético”. Con su ortografía personal, añadía Juan Ramón: “Es muy evidente, demasiado, su espresión como procedimiento.”

A vuelta de correo, Ida responde que, si la revista llega a desaparecer, ella lo sentirá en lo más hondo, pero está fuera de su control evitarlo. De la poesía de Guillén dice lo siguiente: “Su obra de joyero gigante que trabaja con cristales, acero, materiales asépticos y niquelados, me produce siempre admiración y sorpresa; pero nunca la busco, ni cuando la leo me emociona.” Ida no menciona sus propios poemas en la carta, pero al año siguiente pasa muchos fines de semana en la imprenta artesanal de sus amigos José Pedro Díaz y Amanda Berenguer, componiendo las páginas del que será su primer libro, La luz de esta memoria, en el que incluye solo catorce poemas, el primero de los cuales es precisamente aquel que no le gustó a Juan Ramón. Los sonetos no aparecieron en ese libro, ni en ningún otro.

También el segundo libro se gestó entre amigos, y de esa imprenta a la antigua que Berenguer y Díaz bautizaron con el nombre de La Galatea salieron poemas que revelan una terquedad de no asimilarse, de andar en busca de su propia melodía y su personal ritmo interior: “Tenderse e ir nombrando / las cosas, los sucesos, / la ardiente zarza del abrazo, / la seda que en las noches / el sueño pone sobre las frentes / como un llanto. / Porque entonces el tiempo / se detiene y aguarda, / deja a la voz que nombre, / que se gane a sí misma / o que se pierda, / a la medida del olvido ajeno, / a la medida de la propia fiesta.” Tenía veintinueve años cuando salió de la imprenta Palabra dada en 1953. Ya era madre de Amparo y al año siguiente nacería Claudio. Su primer libro llevaba la dedicatoria “para Ángel”, Ángel Rama, con quien se casó en 1950, padre de sus dos hijos.

Venidos de Italia, sus antepasados se instalaron en la Muy Fiel y Reconquistadora Ciudad de San Felipe y Santiago de Montevideo en el siglo XIX. En un poema sobre su abuelo paterno, la nieta escribe: “No le conocí. / Pero su viento oscuro / aún recorría los cuartos / como para aventar una brasa de amor / que alguien guardara.” Tuvo catorce hijos y para algunos destinó “agrios nombres fantásticos”: Pericles, Débora, Rosolino, Clelia, Publio Decio, Ida, Tito Manlio. “No le conocí. / Pero quizás, ya viejo, / hubiese sido blando conmigo. / No me hubiese servido.” Es bueno llegar a los cien años, como Ida este noviembre de 2023, pero basta con la mitad, y muchas veces menos, para darse cuenta de que la vida es pródiga en soledades, despedidas, tropiezos, arrancamientos, y de que es preciso trabajar sin detenerse, a pesar de los pesares. Despojado de su ferocidad, de poco le hubiese servido el abuelo complaciente a una mujer que escribiría un poema con el botánico nombre de “Saxífraga”:

Lección de la saxífraga:
florecer
entre piedras,
atreverse.

Sin ser persona hosca o erizada, Ida es una mujer firme, con la ductilidad que exigen las mudanzas drásticas e irreversibles, pero con la tenacidad y la elegancia para resistir, idéntica a sí misma, los ventarrones que acompañan a las décadas sobre este mundo. Cariñosa y sonriente con los suyos, cortés y hospitalaria con los ajenos, no es mujer de diminutivos ni de apapachos. Aunque a la hora de la conversación es propensa a todo tipo de digresiones, al momento de definirse prefiere la franqueza y no siente esa necesidad tan perniciosa de complacer al prójimo a como dé lugar.

Los años que pasó en Montevideo José Bergamín, exiliado de la República española, fueron un hito para ella y su grupo de amigos. Cada vez que hay oportunidad, Ida recuerda el magisterio de Bergamín, la amplitud de miras de su cultura, la generosidad para derrochar su tiempo y sus libros con los jóvenes que lo buscaban fuera de las aulas, su compromiso político, la manera de negociar la tensión interior entre su ideario comunista y su fe católica. No podía saber ella en ese momento que también seguiría a Bergamín en su condición de exiliado, pero antes hubo muchos años de labor: escribiendo artículos sobre Pessoa, Alberti, Mistral y muchos otros en el semanario Marcha; traduciendo y adaptando, para compañías locales de teatro, comedias y dramas del inglés, francés e italiano; dando clases de literatura en escuelas de enseñanza secundaria; encabezando la sección literaria del diario Época; traduciendo ensayos del francés, novelas del italiano y el portugués, cuentos del rumano; publicando los poemarios Cada uno en su noche (1960) y Oidor andante (1972).

Ida creció en una cultura donde las mujeres publicaban y eran reconocidas como poetas (Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou, Sara de Ibáñez) sin que su condición las determinase más allá de tomar algunas de ellas el apellido del cónyuge. Entre las escritoras de su generación, fue íntima de María Inés Silva Vila e hizo mancuerna con Idea Vilariño en Clinamen. Da la impresión de que la pugna por ganarse un sitio como mujeres en la cultura, que demoraría varias décadas en otras partes de Latinoamérica, en Uruguay estaba muy avanzada antes de promediar el siglo XX. Pero más allá de figurar en la cultura impresa de su tiempo, la gracia es haber nacido dentro de un nuevo paradigma de libertad para la mujer, paradigma que está lejos de ser reconocido en todo el planeta. Escribe Ida en el poema “Fortuna”: “Por años, disfrutar del error / y de su enmienda, / haber podido hablar, caminar libre, / no existir mutilada, / no entrar o sí en iglesias, / leer, oír la música querida, / ser en la noche un ser como en el día. // No ser casada en un negocio, / medida en cabras, / sufrir gobierno de parientes / o legal lapidación. / No desfilar ya nunca / y no admitir palabras / que pongan en la sangre / limaduras de hierro. / Descubrir por ti misma / otro ser no previsto / en el puente de la mirada. // Ser humano y mujer, ni más ni menos.”

Hacia 1964 se separó de Ángel Rama. Ida nunca habla de ese rompimiento. “Fue un buen padre de sus hijos. Con eso me alcanza”, dijo en una entrevista publicada en El Universal. “Y yo fui muy feliz después, así que me alcanza y me sobra.” En esa misma época inició su relación con Enrique Fierro, casi dieciocho años menor que ella. Varios de sus libros están dedicados a él (“A Enrique, en cuya soledad habito”), que sería su pareja por el resto de la vida.

En una reciente antología de poemas de Enrique Fierro (No dicen nada, cantan, 2022), me sorprendió encontrar un poema escrito por Ida, pero con título diferente y enteramente en cursivas, para señalar el préstamo. El poema surge de una encrucijada vital, un momento de duda y tribulación, poco antes de que tomaran la decisión de exiliarse juntos en México. Es posible que ella se lo enviara a Enrique cuando él pasaba unos meses en Alemania Oriental en 1974, ya iniciada la dictadura militar en Uruguay. En el libro de Enrique se llama “Hotel Warnow, Rostock”; en el de Ida, “Mes de mayo”:

Escribo, escribo, escribo
y no conduzco a nada, a nadie;
las palabras se espantan de mí
como palomas, sordamente crepitan,
arraigan en su terrón oscuro,
se prevalecen con escrúpulo fino
del innegable escándalo:
por sobre la imprecisa escrita sombra
me importa más amarte.

La atmósfera política en Uruguay, irrespirable desde principios de los años setenta, cruzó el límite tolerable con el golpe de Estado en junio de 1973. Al año siguiente, Ida y Enrique fueron recibidos en México por Ulalume y Teodoro González de León, y al poco tiempo se mudaron a un achacoso edificio en la calle Shakespeare, de donde ella tomó el nombre para su libro de recuerdos mexicanos, Shakespeare Palace (2019)A los cincuenta años, Ida se encontró con que tenía que empezar de nuevo. Dio clases en El Colegio de México, escribió en ExcélsiorEl Sol de MéxicoUnomásuno, tradujo para el Fondo de Cultura Económica, colaboró en Plural Vuelta, integró jurados en concursos de poesía, “y nadie me hizo sentir que ocupaba un lugar indebido”, según ha dicho con agradecido y significativo énfasis en varias ocasiones.

En la agitada vida del freelance, los pequeños ingresos fijos son una tabla de flotación, y eso era para Ida el trabajo en El Correo del Libro, revista mensual que promovía la lectura entre los maestros. Con el cambio de sexenio, venían relevos en el equipo y ella iba a quedar fuera, a menos que consiguiera una colaboración punto menos que imposible: un artículo, escrito en primera persona, del ganador del Premio Nobel, un tal Gabriel García Márquez. No podía pedírselo directamente, “porque yo era sapo de otro charco”, pero tenía a Álvaro Mutis, un amigo en común. “Dile que sí”, mandó decir García Márquez por medio de Mutis, “que lo escriba ella”. Echando mano de entrevistas y semblanzas, Ida hizo ventriloquía literaria para hablar de su vida como narrador y periodista colombiano. No le pareció mal el resultado a García Márquez, puesto que simplemente agregó un par de frases manuscritas al final del texto y puso su firma. Ida conservó la chamba.

Al término de la dictadura, en 1985, regresaron juntos a Montevideo. Julio María Sanguinetti, presidente de la restablecida democracia, ofreció a Enrique la dirección de la Biblioteca Nacional. Enrique hacía bromas sobre aquellos años: “Mis amigos me decían: ya eres director de la Biblioteca, ahora solo te falta ser Borges.” Exagerando su fracaso en la carrera hacia la gloria literaria, decía con sorna: “Sé bien que no soy el mejor poeta de mi país, ni de mi ciudad, ni de mi barrio, ¡pero ni siquiera de mi propia habitación!” Cinco años después, él aceptó un puesto de profesor en la Universidad de Texas en Austin, y una vez más emprendieron juntos el camino.

Para alguien como Ida, que frecuentó decenas de diccionarios (por esos años aparecieron sus traducciones de Nélida Piñón, Simone de Beauvoir, Mario Praz, Jules Supervielle y Benjamin Péret), era tal vez natural publicar un Léxico de afinidades, libro compuesto de narraciones breves, poemas, evocaciones provocadas por fotografías, viajes, amigos, y a veces simplemente por la simpatía o atracción de los átomos que componen las palabras y misteriosamente nos hacen guiños, como la definición de “difunto” que Ida entresacó de un diccionario de portugués: pessoa que já se desobrigou do encargo da vida.

Empezaba a destacarse también, entre las afinidades recurrentes, la presencia de todo tipo de bichos y flores, desde el extravagante narval hasta los humildes yuyos del campo. Se había distraído tanto de las tareas urgentes dedicando su atención al mundo natural, sin propósito alguno, alegremente desprovista de disciplina zoológica o botánica, que aquello cuajó con cierta facilidad en la prosa ensayística de un libro titulado De plantas y animales, escrito con la intención de “atisbar la reserva de tensión espiritual que ofrece la naturaleza”. Apareció en México cuando Ida rondaba los ochenta, y fue relanzado después en España y Uruguay.

Otro tipo de tensión –giratoria, memoriosa, musical– anima unos versos publicados en Trema (2005), en donde los endecasílabos encadenados reproducen el vértigo de un recuerdo infantil. Cuando lo leo, no puedo dejar de imaginar a esa mujer cuya madre murió cuando ella era muy niña. El padre, fotógrafo, la lleva un sábado a la feria, compra un boleto y le dice que elija si quiere subirse al caballo, al cisne, o al carruaje:

El carrusel, el tiovivo, el cómo
se llamaba, la calesita, llama
que me ofrecía un ciervo, una calesa,
un cisne y un caballo encabritado,
el prodigio que giraba tan quieto,
que tan quieto trotaba por un aire
con organillo y campanillas, aire
que no movía la cola del caballo
dorado y blanco, pero de peligro,
peligro de caerme en pleno vuelo,
de caerme y quedar así olvidada
del padre, de bajar en otro punto
del punto de subida y verme sola,
sin nubes, sin ya viento en el pelo,
perdida sin el miedo delicioso
de volar con las manos aferradas
a crines que me sueltan y yo arcilla
que en el horno del aire recupera
su forma quieta, forma del principio,
de ser sola y sin alas.

Arcilla maleable en el torno del ceramista, la niña experimenta el asombro, la ilusión del vuelo, la saturación de colores y notas, el miedo al abandono, hasta que la velocidad disminuye, el viento amaina y en el horno del aire ella recupera su forma, la de todos nosotros, solos, sin alas. No dice estar sola o encontrarse de pronto sola. Ser sola y sin alas no es andar extraviada un momento, es nada más ser. Darnos cuenta de que estamos irremediablemente solos, o mejor dicho caer, caer en la cuenta de la soledad es como enfocar el instante en que emerge, del magma de la infancia, la consciencia. A partir de ahí andar en soledad y aprender, como correlato, que para vivir necesitamos de los otros. “Independencia”, dice Ida, es palabra feúcha, con sus acentos militares y sus cascabeles. “Todos dependemos de todos y eso tiene algo de bueno: hace crecer nuestro derecho a exigir de los demás cordura, decencia y justa generosidad, y nuestra paralela obligación de rechazar las pretendidas rupturas que nos desligan.” Ella se sintió ligada, para siempre, con los clanes que le abrieron sus tiendas y la recibieron como una de los suyos, tanto en Uruguay como en México: los Maggi Silva, los Mutis Miracle, los Pereda Rodríguez y los Villegas Medina.

Tuve la fortuna, hace diez años, en Austin, de subirme al carrusel en un punto que coincidía con el trayecto Ida y Enrique. Yo trabajaba en una de las bibliotecas frecuentadas por estos dos escritores que a veces parecían como arrojados por el azar en una extremada extranjería de lengua y costumbres. Ida nunca me permitió hablarle de usted, puesto que nos separan solamente cincuenta años. El clan que nos admitió en su tienda durante esa época fue el de los Howard Sheridan.

Para alargar todavía más las sobremesas dominicales, que duraban hasta el anochecer, como Dios manda, salíamos a dar la vuelta a la manzana hacia las seis de la tarde. Una vez, Ida me tomó del brazo, me detuvo y me hizo el gesto de ponernos a escuchar. Como yo a duras penas distingo un canario de una tuba, no supe dónde fijar mi atención. Era un cenzontle, me dijo, el ave que imita sonidos. ¿Sabes de dónde viene su nombre? Del náhuatl: “el de las cuatrocientas voces”. Yo, que no conocía los orígenes del nombre, sí conocía la “Serie del sinsonte”, los poemas con que abre Procura de lo imposible (1998):

Iridiscente en lo más alto de su canto
entre dos luces libre celebra, labra
un elíseo de música en un árbol,
el pájaro burlón, el sinsonte de marzo.

Algunos meses después de la muerte de Enrique en 2016, Ida me contó que se había quedado despierta hasta muy tarde viendo un documental sobre el vuelo de los patos, y aún después de terminar no había podido conciliar el sueño. Por supuesto, se disponía a hablarme sobre El maravilloso viaje de Nils Holgersson, la novela de Selma Lagerlöf que una maestra le regaló cuando cursaba tercer grado de primaria. Y sí, me habló de ella, como solía hacerlo, pero esta vez dijo algo más: “Estuve pensando que a fin de cuentas ha sido el libro de mi vida.”

No dijo que fuera su libro favorito. Ni el que más hubiese releído. ¿El que la acompañó sin agotar su sentido durante más tiempo? ¿El que mejor expresa su trayecto interior, su anhelo más íntimo, el camino de Ida? No sé exactamente lo que quiso decir.

Para escribir sobre Ida, me puse por fin a leer la historia de Nils, un muchacho de catorce años, gandul para la escuela, cruel con los animales, que un buen día se ve reducido a un palmo de estatura por las artes mágicas de un gnomo gruñón. Aferrado al cuello de un pato, Nils vuela hacia el norte y desde los aires observa los sembradíos, los bosques de hayas, las fincas, los lagos, los castillos. Quiere viajar a Laponia con la bandada. Para sobrevivir debe sacar de sus adentros coraje y astucia. En lugar de la duermevela y la rutina de su vida ordinaria, Nils ha de permanecer alerta, prestar atención al viento, a los ruidos, a su propio instinto de preservación. Debe arriesgarse por sus amigos los patos y cuidarse de los peligros que acechan a un hombrecillo en tal predicamento; en el camino descubre un universo nuevo habitado por osos, ardillas, búhos, cisnes, ratas, cornejas, una zorra rencorosa y vengativa, un águila conflictuada entre el instinto cazador y la lealtad; también hay labradores y mineros y estudiantes y pescadores, pertenecientes a un mundo en que contar historias y formar coros de música es tan indispensable como encontrar techo y comida. Más que un libro esópico, El maravilloso viaje consiste de mil y una noches sobre los campos de Suecia.

El tamaño de Nils le permite ser testigo de una ceremonia secreta, una danza de la primavera en la península de Kullaberg. Cien gallos silvestres subidos en un roble ostentan sus alas y cantan, las liebres ejecutan giros circenses, los ciervos entrechocan sus cuernos. Una suerte de embriaguez se infiltra en las venas de todos. “Es la primavera –decían los animales–. Ha desaparecido el frío del invierno. El fuego renovador quema la tierra.” De pronto las grullas descienden desde las nubes, no se sabe si vuelan o danzan, si se desmayan y vuelven a despertar en el aire, y todos los animales las contemplan deseando tener alas y viajar sin detenerse más allá del horizonte. “Esta nostalgia de lo inaccesible solo la sentían los animales una vez cada año, viendo el gran baile de las grullas.”

No es fácil extraer el secreto del Maravilloso viaje porque su protagonista es la naturaleza, su fuerza y misterio, su crueldad y gozo y a veces hasta su bondad. Hay un poema de Ida que tiene el mismo protagonista y que también menciona el fuego renovador, igne natura renovatur integra, y que termina con estos versos: “Quien se sienta a la orilla de las cosas / resplandece de cosas sin orillas.” ~

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es ensayista y narrador. Recientemente publicó la novela No soy tan zen (Almadía, 2022).


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