La porcelana como aleph

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Edmund de Waal

El oro blanco: Historia de una obsesión

Traducción de Ramón Buenaventura

Barcelona, Seix Barral, 2016, 523 pp.

Esta singular historia de la porcelana, escrita por el alfarero británico Edmund de Waal, es al mismo tiempo (y como se indica en el subtítulo) la historia de la obsesión del autor por esta loza fina. Quien albergue dudas sobre cómo es posible sostener a lo largo de quinientas páginas un relato acerca de este noble material cerámico las despejará en esta aleación entre libro de viajes, memoir y ensayo, que conserva un cierto aire de familia con La liebre con ojos de ámbar, su exitoso relato memorístico donde describía el tortuoso viaje que siguieron los netsuke o miniaturas japonesas propiedad de su familia desde el siglo XIX hasta hoy.

Organizado en cinco capítulos y una coda, El oro blanco recorre los que en distintas épocas fueron epicentros de la porcelana –o “colinas blancas”, como a De Waal le gusta denominarlos–, además de otros tantos enclaves significativos en la biografía de este material inventado en Jingdezhen, China, donde se hallaba la fábrica de porcelana que abasteció a la corte imperial durante diversas dinastías. Fue también en este país donde Marco Polo se hizo con la primera pieza que se pudo ver en Europa: un frasco verdinegro que De Waal acude a contemplar a la basílica de San Marcos en Venecia en su incansable rastreo de las huellas de la porcelana por el viejo continente.

Pero en El oro blanco no todo son jarrones decorados con dragones, peces o garzas: la porcelana revolucionaria maoísta con sus nuevos motivos ornamentales o incluso los millones de pipas de girasol de porcelana pintada a mano que formaron parte de la exposición del artista chino Ai Weiwei en la Tate Modern londinense en 2010 también cuentan con su espacio en este relato.

En sucesivos capítulos, el narrador visitará Dresde, Plymouth, Carolina del Norte e incluso Dachau, para indagar aquí en los dolorosos vínculos entre el gobierno del Tercer Reich y la porcelana, pues fueron los prisioneros del campo quienes fabricaban todas las piezas de la marca alemana Allach. En su exploración por los caminos de la arcilla y el caolín, el autor elige como acompañantes a los testigos del surgimiento de las fábricas de porcelana a lo largo del mundo. Entre ellos se hallan el padre D’Entrecolles, un jesuita francés enviado a China hace trescientos años, que documentó esmeradamente el proceso de fabricación de la porcelana oriental; el alquimista alemán Friedrich Böttger, artífice de la porcelana de Meissen en el siglo XVIII, y el cuáquero británico William Cookworthy, que puso en marcha la factoría de Plymouth en 1770. Por sus mentes entra y sale De Waal con toda naturalidad (“He dejado a mi fraile jesuita y mi matemático con sus lentes y a mi boticario cuáquero y a un niño de una fábrica trabajando en una polvareda, los he dejado a todos ellos encallados en mi relato”) y este procedimiento resulta eficaz, salvo en las ocasiones en que se decanta por la segunda persona del singular para hablar de ellos, lo cual genera cierta confusión.

Otro de los recursos exitosos del texto es el empleo de la sinestesia –“oigo objetos”, “porcelana es sinónimo de lejos”–, a través de la cual el autor desea confundir en un trampantojo gozoso al lector, emborracharlo de sensaciones táctiles y hacerle sentir la arcilla entre las manos al describir el proceso de moldeado de los diversos objetos.

Su manejo del tiempo y la manera en que introduce en la urdimbre de la narración el hilo autobiográfico también funcionan con acierto en su misión de fundir lo espiritual de la porcelana con su materialidad. Así, además de los viajes por China, Alemania y regiones diversas del Reino Unido en busca del oro blanco, lo acompañamos por su etapa de aprendizaje como joven alfarero en Sheffield, donde montó su primer taller y luchaba a diario con su horno de alfarería o kiln: “Lo odiaba. Me pasaba quince, dieciocho, veinte horas mimándole la temperatura al kiln para que se fundieran mis esmaltes y el color de la arcilla dejara de ser gris.”

Nos encontramos por tanto en las antípodas de un texto histórico meramente informativo y con su correspondiente índice onomástico al final, y no porque en él falten menciones frecuentes a escritores, artistas, emperadores y otros mandatarios, sino porque El oro blanco es en gran medida un libro de viajes que recorre ese vasto territorio llamado porcelana. Las descripciones sensoriales del proceso de fabricación de la cerámica son coherentes con el deseo del autor de traer al presente cada uno de los objetos, pues para él “el acto de volverlo a imaginar cuando lo tengo en las manos es el acto de volverlo a hacer”.

El texto, durante el proceso que su autor describe como “tratar de poner orden en el relato de la porcelana”, se convierte por momentos en un material tan dúctil como la arcilla, que se puede moldear y volver a tornear a capricho, pero siempre en las manos de quien domina ambos oficios: el de dar forma al barro y el de narrar, cosa que le sucede a De Waal.

Tras la lectura de El oro blanco es imposible volver a mirar cualquier vajilla con la misma indiferencia de antes; a partir de ahora sabemos que cada una de las piezas contiene la memoria de una época y un pueblo, y el esfuerzo de al menos setenta personas, tal como documentaba el padre D’Entrecolles en una de las cartas que envió a Europa desde Jingdezhen. ~

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