La venganza de Artemisia

Hombres fatales

Elisenda Julibert

Acantilado,

Barcelona, , 2022, , 176 pp.

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Un día, Elisenda Julibert (Barcelona, 1974) contempló una reproducción del cuadro Susana y los viejos, de Artemisia Gentileschi (1593-1653), y cayó en cuenta de un par de cosas. La primera, que las versiones que conocía del mismo tema encubrían una historia recogida en el Libro de Daniel: la del intento de violación de una mujer llamada Susana por parte de dos ancianos que hacían de jueces en su pequeña comunidad. El encubrimiento era consecuencia del punto de vista masculino, pues en las representaciones que hicieron el Veronés, Tintoretto o Rembrandt, por nombrar solo algunos artistas que se interesaron por el pasaje bíblico, el foco recaía en la desnudez de Susana y no en la agresión que estaba a punto de sufrir. Lo segundo que comprendió Julibert es que estas representaciones constituían una violencia de segundo orden: “De esa otra violencia parecía advertirme también el cuadro de Gentileschi al ofrecer una perspectiva desde la cual las Susanas que le había legado la tradición se convertían en signos de barbarie.”

(( Llama la atención que Julibert no haga mención de lo que, en este caso, sería el verdadero primer orden de la violencia: la violación que sufrió Artemisia Gentilaschi a los catorce años por parte de su profesor de pintura, Agostino Tassi. Lo que dio pie a un juicio por estupro que fue un segundo ultraje. Circunstancia que explicaría, al menos a nivel anecdótico, algunas características principales de la obra de Gentileschi y su frecuente inclusión hoy día como una figura adelantada del feminismo. Existe una edición de las cartas de Gentileschi, precedidas por las actas del juicio por estupro, publicada por la editorial Cátedra en 2016. Otra referencia destacable es la novela Artemisia (1947), de la escritora italiana Anna Banti, en homenaje a la artista barroca. Fue publicada en español por la editorial Periférica en 2020.))

Estos descubrimientos fueron el origen del libro Hombres fatales (Acantilado, 2022), en el que Elisenda Julibert desplaza la mirilla desde el mundo del arte hacia el de la literatura y el cine para desmontar el mito de la femme fatale. “¿Qué ocurriría si lo que el tópico de la mujer fatal atestigua fuese, más que un determinado comportamiento femenino, una singular (y tradicionalmente masculina) representación del deseo?”, se pregunta la autora en la introducción de su ensayo. Una premisa que recuerda a la planteada por Edward Said en Orientalismo pero con perspectiva de género, o a la de Siri Hustvedt en La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres.

En Hombres fatales, el lector encontrará una serie de brillantes análisis en los que Julibert nos señala una y otra vez lo que, después de leerla, resultará evidente: que cuando los artistas, escritores y cineastas nos hablan de las mujeres fatales, esas que con sus atributos carnales y poderes de seducción conducen a los hombres a la autodestrucción, en realidad nos están hablando de sus propios deseos. De sus propias fantasías y miedos proyectados en el chivo expiatorio de la mujer y de lo femenino.

Su recorrido comienza con la novela Carmen (1847), de Prosper Mérimée, pues “solo a partir del Romanticismo se acuña el estereotipo de la femme fatale”. El resumen que hace Julibert de esta obra permite no solo ver en esta Carmen asesinada por su amante, el bandolero don José, el modelo de la supuesta fatalidad femenina y sus rituales sacrificios futuros, sino, además, que los estereotipos nunca se presentan de forma aislada. La historia de Carmen y José le es contada por este último al narrador de la novela, “un historiador del mundo clásico con un gran interés por las exóticas costumbres y gentes de España –en particular del sur–”. La escogencia de este escenario para la trama de su historia, nos explica Julibert, tiene que ver con que “España fascinaba a Mérimée porque, comparado con la Francia moderna, parecía un lugar detenido en el tiempo y perfectamente exótico”.

Este dato de Julibert me ha permitido apreciar, así como a ella se lo permitió el cuadro de Gentileschi, lo tópico en otra obra que está indirectamente relacionada con su ensayo, aunque no lo menciona. Me refiero a la Lolita de Heinz von Lichberg, de 1916, a quien con seguridad leyó y olvidó y recuperó, inconscientemente, Vladimir Nabokov.

Se trata de un cuento fallido de un autor mediocre, como ya lo han señalado varios estudiosos, que solo ha llamado la atención gracias a la repercusión que tuvo la Lolita de Nabokov, con la cual comparte una perturbadora similitud: es la historia de un hombre mayor, universitario, que se enamora perdidamente de una niña llamada Lolita. La acción transcurre, al igual que en la obra de Mérimée, en el sur de España. En este caso, en Alicante. Así describe el personaje de Von Lichberg su fascinación:

Siempre he sentido debilidad por el Sur, y muy especialmente por España. Allí se vive, por así decirlo, “al máximo exponente”: todas las vivencias se multiplican por sí mismas. El sol torna cálida e indómita cualquier forma de vida. Su gente es como su vino: fuerte, ardiente y dulce; pero también colérica y peligrosamente iracunda cuando fermenta. Yo tengo para mí que todos ellos llevan dentro algunas gotas de la sangre de Don Quijote.

Y luego remata con esta confesión, casi homérica, de servidumbre: “Nunca pensé por aquel entonces en irme. El Sur y Lolita me tenían cautivo.”

La relación entre ambos textos, el de Mérimée y Von Lichberg, me parece obvia. Pero el tópico, insisto, lo he visto gracias al lente construido por Julibert. Los capítulos siguientes serán como la pulitura progresiva de ese instrumento óptico. Luis Buñuel, Marcel Proust, Alfred Hitchcock, Vladimir Nabokov, Gustave Flaubert y Billy Wilder desfilarán por estas páginas. Más que un examen de la vista, Julibert somete a juicio a los oftalmólogos. A esos artistas cuyas obras nos llevan (o al menos deberían llevarnos) a ver la realidad humana con mayor nitidez.

Este ejercicio de close reading tiene, también hay que decirlo, sus limitaciones. Si bien es cierto que Julibert sustenta sus lecturas a través de esporádicas incursiones en el psicoanálisis (Freud y Lacan), en la filosofía (Platón y Kant) y en la crítica especializada en literatura y cine (Praz y Truffaut), como lector eché en falta el esbozo del contexto cultural que le ha permitido a la autora, y a otros antes que ella, hacer este tipo de aproximación. Pues a veces da la impresión de que todo proviniera de esa revelación inicial, individual, que tuvo Julibert ante el cuadro de Gentileschi. Lo cual dejaría traslucir cierto adanismo interpretativo que sería la negación de una mirada que trabaja precisamente desde la perspectiva de género. Un rasgo, por cierto, que comparte en mayor o menor medida el movimiento feminista de hoy en sus distintos campos de acción: el de denunciar los sesgos sexuales y las situaciones de injusticia que (lamentablemente) todavía persisten, pero sin los matices que las transformaciones y avances (afortunadamente) han ido asentando en nuestras sociedades. En otras palabras, como si el feminismo y sus conquistas no hubieran existido. O fuera necesario eclipsarlas para poder pronunciarse.

Por ejemplo, en el ensayo que le dedica a Lolita, Julibert hace referencia a “lo poco que han cambiado los términos de discusión en torno a la novela al cabo de sesenta años”. Esto me parece que no es cierto. De hecho, se puede medir parte del impacto del feminismo teórico y crítico de las últimas décadas en la relectura que se ha hecho del clásico de Nabokov. Una reinterpretación colectiva que ha desmontado la tesis de que Lolita sea “una niña un poco perversa”, como la llamó el periodista Bernard Pivot, o que su relación con Humbert Humbert sea una historia de amor. Es una discusión que en España ha sido particularmente movida, lo que ha conducido a un nuevo encuadre de la novela, desde su portada (en la reedición de Anagrama), hasta el modo en que se aborda la naturaleza de lo narrado.

En Estados Unidos, la relectura de Lolita ha sido uno de los momentos importantes asociados al movimiento #MeToo. En 2021, Jenny Minton Quigley, la hija de Walter J. Minton, el primer editor de Lolita en Estados Unidos, compiló y publicó una valiosa antología de ensayos titulada Lolita in the afterlife, en el que, en medio de la pluralidad de enfoques, resulta evidente que los términos de discusión sobre la obra sí han cambiado y mucho.

De hecho, la existencia y el éxito de un personaje como Lolita serían impensables sin los logros del feminismo. Esto es lo que planteaba Simone de Beauvoir en su ensayo Brigitte Bardot y el síndrome de Lolita, de 1959. Se trata de una lúcida reflexión sobre el fenómeno de “BB”, a quien De Beauvoir ve como un ejemplo de los reacomodos de la industria cinematográfica para reavivar el deseo masculino por las mujeres en una época en que el feminismo ha acortado la distancia entre los sexos. “El amor tolera la familiaridad; el erotismo, no”, dice De Beauvoir y más adelante agrega: “En una época en que la mujer maneja autos y especula en la bolsa de valores, en una época en la que despliega con sin aspavientos su desnudez en las playas, cualquier intento de revivir a la mujer fatal y su misterio estaba descartado

(( El ensayo Brigitte Bardot and the Lolita syndrome fue publicado originalmente en inglés, el 1 de agosto de 1959, en la revista Esquire, acompañado de fotografías de Richard Avedon. La traducción de los fragmentos citados es nuestra.)).”

La prueba de ello son los artistas y obras estudiados por Julibert. Todos pertenecen al siglo XIX (Carmen, de Mérimée, y Bouvard y Pécuchet, de Flaubert), o a la primera mitad (La prisionera, de Proust) y segunda mitad del XX (Lolita, de Nabokov, Vértigo, de Hitchcock, Con faldas y a lo loco, de Wilder, y Ese obscuro objeto del deseo, de Buñuel). La obra más cercana a nuestro presente es la de Buñuel, de 1977, es decir de hace 45 años.

Reconocer el impacto decisivo del feminismo en una fecha tan temprana como 1959 le permite a Simone de Beauvoir comprender el surgimiento de una figura como Brigitte Bardot o el éxito de una novela como Lolita: “La mujer adulta ahora habita el mismo mundo que el hombre, pero la niña-mujer se mueve en universo en el que cual él no puede entrar. La diferencia de edad restablece entre ambos la distancia que parece necesaria al deseo. Al menos, en eso han cifrado sus esperanzas aquellos que han creado esta nueva Eva al fusionar el tópico de la ‘muchacha inmadura’ y la femme fatale”.

Es cierto que a Julibert no se le escapa que la nínfula es “la enésima metamorfosis de la mujer fatal”, otro producto más “de la fantasía desbocada de un hombre”, pero se trata de una metamorfosis forzada por los cambios sociales, una parte importante de ellos conquistados por el feminismo. Sustraer este dato nos colocaría ante una especie de omnipotencia masculina que entretiene su eterna e insaciable lujuria renovando por simple capricho las apariencias de su olímpico deseo.

Quizás la atemporalidad de este ensayo tenga que ver con que, para Julibert, las obras son el medio para señalar esa dimensión en la que el ser humano parece haber cambiado muy poco desde el inicio de los tiempos: la de los instintos y las emociones, cuya expresión ancestral serían los mitos. “Mi propósito”, dice en el epílogo, “ha sido desenmascarar la falacia de atribuir al objeto deseable una fatalidad que solo puede ser el resultado de una determinada forma de desear del sujeto. Y puesto que tradicionalmente esa forma ha sido masculina, los distintos relatos en los que se ha elaborado a lo largo de los siglos no deberían haber contribuido a establecer el mito de la mujeres fatales, sino más bien el de los hombres fatales”.

Queda la pregunta, que excede las intenciones de Julibert, sobre si se ha construido el mito de los hombres fatales y cómo sería. Lo interesante es que, de hecho, existe y se construyó en paralelo al mito de la mujer fatal, solo que desde el registro de lo periodístico popular. Es lo que plantea Ivan Jablonka en Laëticia o el fin de los hombres, donde narra el atroz asesinato de Laëticia Perrais, una muchacha de dieciocho años, ocurrido en enero de 2011 en la región de Nantes, en Francia. Fue uno de esos crímenes que conmocionan a toda la sociedad. Jablonka no solo investiga y hace el recuento del delito sino que revela el historial de abusos que Perrais había sufrido previamente y el modo en que su “personaje” fue diseñado y utilizado políticamente por el entonces presidente Nicolas Sarkozy. Jablonka investiga el crimen y su representación morbosa por parte de la prensa de sucesos, los llamados fait divers que en Francia se hicieron populares en el siglo XIX. El problema es que la construcción del hombre fatal ha sido eficaz. Demasiado eficaz. El criminal es tan abominable, nos dice Jablonka, comete actos tan atroces, que se vuelve superior al común de los mortales. De ahí que “el ‘gran’ criminal es el doble del ‘gran’ escritor, su hermano maldito”, agrega. Y cita ejemplos, ya en el siglo XX, como los de Truman Capote, Norman Mailer o Emmanuel Carrère.

A la pregunta sobre qué mito, que no haya sido engendrado por los hombres, ha sustituido al de la mujer fatal, la respuesta la podemos encontrar en la narrativa contemporánea escrita por mujeres, en la que abundan los testimonios (muchas veces autobiográficos) de abusos sexuales. La femme fatalethe vamp, ha dejado su lugar al mito o tópico (para seguir abusando de los términos) de la víctima. Un personaje mucho más fiel a la terrible realidad fáctica que encarna pero que desde el punto de vista estético resulta sin duda más aburrido.

Si se quisiera, en cambio, ser fiel a la realidad psíquica, el feminismo de hoy tendría que abrazar abiertamente el deseo de venganza y sublimarlo a través del arte. Los explosiones de sangre, las cabezas cortadas y las evisceraciones en las películas de Quentin Tarantino son un logrado, liberador, ejemplo. Pues Tarantino es un gran discípulo de la pobre, la genial, la aguerrida artista del barroco italiano, Artemisia Gentileschi. ~

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(Caracas, 1981) es escritor, editor y profesor universitario. Su primera novela The night (Alfaguara, 2016) fue reconocida con el Premio Rive Gauche à Paris du livre étranger.


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