Dejad de lloriquear. Sobre
una generación y
sus problemas superfluos.
Traducción de Patricio
Pron, Barcelona, Alpha
Decay, 2012, 265 pp.
Meredith Haaf (Múnich, 1983) vivía en Londres cuando se produjeron las protestas en torno a la cumbre del g-20, en abril de 2009. Mientras ella celebraba el fin de su beca en una revista, “miles de manifestantes han sitiado durante días la city londinense, el famoso distrito londinense que se halla a solo cinco minutos a pie de la redacción”. Desde el sofá, ovillada y con resaca, Haaf se pregunta por qué no ha acudido a las manifestaciones y, sobre todo, por qué “casi ninguno de mis conocidos se habría comportado de manera muy diferente o me habría reprochado mi pasividad política”. Sin embargo, esta promesa de autocrítica se va desvaneciendo poco a poco a lo largo del libro, puesto que, en el fondo, Haaf justifica los lloriqueos de su generación: no pueden esperar nada, dice, porque lo han tenido todo y, además, han crecido con la presión de que podrían hacer todo lo que quisieran. “Si nos hemos convertido en lo que somos es por una serie de razones que no tienen nada que ver con una debilidad de carácter colectivo, como afirman algunas personas mayores. Este libro trata de tales razones”.
Haaf habla de los problemas del término generación en uno de los capítulos más interesantes del libro, no solo por la reflexión acerca del propio término, sino porque, como sugiere Haaf, quizá una de las características de su generación es que se niega a formar parte de ninguna. La generación de los “empollones tristes” sufre tres grandes males, según Haaf: el postoptimismo, el exceso de comunicación y el pragmatismo, de los que se derivan otros efectos secundarios. Ha crecido sin utopías, lo que convierte a los jóvenes en seres inseguros y miedosos. Además, “nuestra capacidad de expresión fue estimulada al máximo” y “La comunicación deviene en lo que la religión fue para Marx y el consumo para Adorno: un límite a la libertad de acción del individuo”. El pragmatismo les hace estar desconectados de los asuntos públicos, vivir solo para el currículo y valorar la vida privada por encima de todo lo demás. Les hace ser cobardes y oportunistas. Se pregunta: “¿Qué ha ocupado el lugar de la solidaridad en nuestra estructura mental? La ética del rendimiento profesional. No el ‘juntos somos fuertes’ sino el ‘mis codos y yo ya nos arreglamos’. Para expresarlo en nuestro idioma: no estamos unidos, sino que formamos equipos.” Esa actitud conformista resulta retrógrada: “mi generación está interesada en el statu quo y es una cohorte conservadora antes que revolucionaria. No quiere necesariamente que las cosas mejoren, pero le gustaría que no empeoraran”.
Haaf va enumerando los problemas de su generación mientras desmenuza estadísticas y estudios sobre la juventud, repasa otros ensayos sobre el tema y recupera anécdotas y fragmentos de conversaciones con sus amigos y conocidos –lo que hace que el libro esté vivo y le otorga uno de los grandes méritos: atreverse a contar y analizar lo que sucede a su alrededor sin esperar a una perspectiva histórica–, pero esos datos que aporta y esos diálogos solo sirven a su propósito. Tenemos la sensación de que, como ocurre con la superstición y la magia, solo tiene en cuenta la realidad cuando esta le da la razón. A veces pone ejemplos que le llevan la contraria (al hablar de la solidaridad o de la implicación política de los jóvenes), que según ella solo demuestran su carácter extraordinario: “Por supuesto que hay excepciones, pero estas desempeñan el que, según el tópico, es el mejor cometido de las excepciones: confirmar la regla”. Puede que tenga razón y que la mayoría de los jóvenes sea como ella dice, pero el salto que propone de lo particular a lo general es demasiado grande. Y, a pesar de eso, retrata algunos comportamientos típicos de esa generación con humor e ironía: la banalización, la obsesión con las redes sociales, la vuelta de lo retro y vintage, la cultura hipster, a la que Haaf critica con ferocidad, la precariedad y la eterna adolescencia a la que está condenada esa generación mantenida por sus padres hasta casi los treinta años.
Por otro lado, es mucho mejor enumerando los males que analizándolos. Cuando trata de explicar el origen de dichos males, siempre encuentra un culpable ajeno a la generación: las circunstancias, la presión, que los padres les prestaran demasiada atención haciendo de ellos unos mimados, que se divorciaran, los gobiernos y sus medidas, la competitividad, etc. Sin embargo, no encuentra un motivo que explique o justifique la inacción. Escribir este libro es una manera de romper con la apatía, de participar y de llamar la atención de su generación, y es un intento valiente, ambicioso y arriesgado –aunque al mismo tiempo como ensayo sea fallido y redundante en su argumentación–. Haaf es honesta y reconoce no tener una fórmula, pero sí de quién es la responsabilidad: “Creo que cuando empecemos a ejercer la crítica y a no querer hacerlo todo bien, los cambios se producirán por sí solos. […] Está en nuestras manos”. ~
(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).