Las fórmulas de la política. Instituciones, racionalidad y comportamiento, de Kenneth A. Shepsle

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“Podríamos incluso hasta dudar de la idea de un interés público […] Como la ‘voluntad general’ de Rousseau, el interés público es un ideal normativo al que no se le puede dar concreción en la mayoría de los contextos reales.” Así podría plantearse —para Shepsle y Bonchek, dos de los más connotados politólogos estadounidenses de la actualidad— la compleja dificultad que implica, en un contexto de elección social, la toma de decisiones políticas y la necesaria —como quería el incomprendido Maquiavelo— desmitificación del bien común, ese tópico tan difuso al que con tanta frecuencia aluden, para justificar sus más diversas pretensiones, los políticos profesionales. Si con teóricos de la estatura de Tocqueville, Comte y Marx, la moderna ciencia política incorporó en su andamiaje intelectual todo un amplio registro de métodos destinados a ser los prolegómenos de una disciplina en formación, el análisis contemporáneo de los fenómenos políticos ha encontrado en la expresión formal y deductiva una de sus mejores herramientas de estudio. Las fórmulas de la política, de Shepsle y Bonchek, es en ese sentido un libro que se acerca a los fenómenos de la política, como casi nunca se los concibe.
     A decir de los autores, lejos de incurrir en la vieja práctica de juzgar los acontecimientos tildados clásicamente de “políticos”, hace falta entender los principios de racionalidad —prestados de la vieja economía política— que subyacen dentro de la lógica del comportamiento de ese zoon politikon que es el hombre, y sacar de allí conclusiones válidas para nuestro entorno. ¿Cuál es, a ciencia cierta, el papel que desempeña el comportamiento estratégico entre los políticos, entre cuyas modalidades bien pueden considerarse la dilogía, la manipulación y el falseamiento? ¿No es cierto, por otro lado, que, en los arreglos institucionales que implica la tarea legislativa, sólo un número reducido de cosas son posibles, debido a las reglas de procedimiento y a la existencia de comisiones que controlan el orden del día y que, de paso, restringen la posibilidad de que se produzcan los resultados deseables?
     Según Shepsle y Bonchek, en política habría que empezar a preguntarse, cada vez con más fuerza, sobre los por qués de los acontecimientos políticos, de modo que el prejuicio y la vituperación den paso a la identificación de regularidades empíricas. Se trata de entender que ese animal político que se mueve por los pasillos de las instituciones públicas, que lidera organizaciones partidistas, que vota en las sesiones legislativas o que emprende campañas masivas en busca de su elección como representante popular, tiene motivaciones que, después de todo, no dejan de ser perfectamente predecibles y modeladas por el análisis de sus elecciones racionales (las surgidas de sus inclinaciones y conveniencias). Sólo así es posible —señalan ambos autores— explicarse la amplia variedad de acontecimientos que conforman el espectro de lo político; de ese modo es factible asimilar la dinámica —y en no pocas ocasiones, la imposibilidad— de las grandes decisiones colectivas, el papel de las negociaciones entre grupos, la importancia de la cooperación y el liderazgo, así como el rol fundamental que juegan los bienes públicos, las relaciones intergubernamentales y las instituciones en la construcción de un sistema político que supere el autismo de las prácticas antidemocráticas.
     Si bien hay en el libro una clara resonancia del llamado enfoque conductista que campeó en la ciencia política durante varias décadas del siglo xx, y cuyo principal interés era estudiar las actitudes, los comportamientos y las conductas de los actores políticos, sin entrar en materia de ideologías e instituciones, hay en la obra suficientes elementos formales —y matemáticos— para darse una idea de en qué consiste el juego de la política. Después de todo, si ya grandes teóricos como Hobbes y Condorcet hicieron uso de las matemáticas para exponer sus respectivas conclusiones, y si ya más recientemente la teoría de juegos, de Von Newman y Morgenstern, entró en escena para explicar la dinámica de los contrarios en esa eterna arena que es el espacio político, qué más da que se nos explique con símbolos y fórmulas parte de la complejidad de una materia esquiva por la naturaleza de su objeto. En el fondo, si la política, en su esencia, es la búsqueda ampliada de mejores procesos de discernimiento colectivo, si al final de lo que se trata es de sortear los escollos que inexorablemente presenta todo sistema presuntamente democrático, bien vale la pena efectuar una aproximación a la mecánica de los procesos de elección social —¿qué otra cosa es la política?— para efectuar con suficiencia una lectura de la multiplicidad de acontecimientos sociales.
     Cierto: no es posible, como afirman los autores, dar formas antropomórficas a los grupos y a las instituciones para extraer de ellos una visión clarificada del interés público; es cierto que todo acto de decisión pública —y la democracia lo es— se funda en un acto de filosofía moral que apuesta, ante todo, por sus consecuencias. Pero si la única opción que no poseemos es la de prescindir de la política; si la búsqueda de una teoría positiva sobre los políticos y su forma de ejercer la política, sobre los grupos de presión y las instituciones, prospera en medio de tanta barahúnda, esa comprensión podría traducirse en escenarios mejores para las sociedades. Haría falta responder a la pregunta de ¿qué es lo mejor? en un contexto de preferencias individuales tan numerosas. Quizá ni la ciencia política ni ninguna otra ciencia social tenga respuestas concluyentes. Pero lo que sí es seguro es que la comprensión del fenómeno político, como sugieren Shepsle y Bonchek, contribuye a construir espacios de participación colectiva redirigida hacia la construcción de ámbitos más democráticos. Y también a la convicción de que la política es un escenario que puede dar cabida a esa gran masa de ideas que son los ciudadanos. –

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