Las herencias ocultas (de la reforma liberal del siglo XIX), de Carlos Monsiváis

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Si uno visita el museo de El Estanquillo, uno entiende: la imagen que mejor describe a Carlos Monsiváis es la del coleccionista. Allí, ante las extraordinarias piezas de su colección particular, se comprende: su impulso primario es acumular vorazmente, recoger lo marginal y exponerlo en el centro. Lo mismo en un mercado de pulgas que ante una hoja en blanco, Monsiváis procede de igual manera: recolecta temas y objetos sólo para poblar, con gozosa profusión, su museo. A veces, en lugar de analizar sus piezas, apenas las cura: las ubica aquí o allá con la esperanza de que su disposición sea ya elocuente. Así, por acumulación y no por síntesis, Monsiváis ha levantado –además de El Estanquillo– un museo imaginario sospechosamente parecido al país que lo contiene. Como apenas otros pocos, ha construido una imagen cabal de México y lo ha hecho a su manera: crónica a crónica, sin apenas teoría. Al revés de Octavio Paz o Edmundo O’Gorman, no ha tenido que interpretar al país para poseerlo. Menos hondo, lo ha coleccionado.

Las herencias ocultas es la nueva pieza en su museo imaginario. Es, como objeto, un libro de 384 páginas, tres ensayos y siete “crónicas históricas” sobre siete liberales mexicanos del siglo XIX. Su forma es fragmentaria; su estilo, el ya conocido. Mentiríamos si dijéramos que la obra despunta por un desusado rigor: no teoriza ni ofrece una sabia lectura del liberalismo ni es producto de una morosa investigación histórica. Antes que demorarse en una época y una ideología, el libro esculpe las figuritas de siete próceres mexicanos. Ése, su propósito: engordar el acervo del museo con la adquisición de un puñado de muñequitos heroicos. No son figuras realistas sino ejemplares, desprovistas de defectos y bañadas en bronce. No descansan en un rincón sino justo en el centro del museo, como homéricos padres de toda la cultura mexicana no católica. Si alguien resiente la tosquedad de las piezas, otro paseo por El Estanquillo puede ser aleccionador: Monsiváis envidia –y remeda, apenas puede– a los moneros.

Aparte de curar su museo, Monsiváis ejerce con insólita constancia otra función: la de Hombre Público. Demasiado brillante como para fingirse lerdo, se sabe una celebridad y como tal actúa. Plantado en el medio de la cultura mexicana, aprovecha su protagonismo para arrastrar hacia el centro e insertar en la discusión pública objetos y sujetos marginales. (El título de su libro sobre Salvador Novo, Lo marginal al centro, es también su programa.) Así, como si prestara un servicio más a la República, justifica la publicación de este libro: la herencia liberal –aclara– yace oculta y él, generoso, nos la devuelve. Si Monsiváis no miente, al menos tropieza. ¿Oculta la tradición liberal? ¿Poco estudiada, mal entendida, apenas refrendada? Más bien lo contrario. No son pocos –aunque tampoco suficientes– los libros al respecto, y son muchos –todos impostores– los políticos que persiguen el mote de juaristas. Más todavía: en México hay –ha habido– un prominente grupo de intelectuales dedicado a lustrar la herencia de nuestros liberales y a comulgar con sus principios. (Monsiváis está obligado a saberlo y decirlo.) Tan no yace oculta la tradición liberal mexicana que él no tiene que desenterrar nada para hablar graciosamente de ella. Recurre, como cualquier mortal, a la biografía disponible y, en su afán de arrastrarlo todo hacia el centro, sencillamente la divulga. Antes que exhumar, colecciona. Citas.

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¿Será de mal gusto traer a cuento el nombre de Andrés Manuel López Obrador? ¿Será insolente recordar al Carlos Monsiváis del año pasado? Como no lo sé, rememoro: Monsiváis gastó el 2006 al lado del antiliberalismo y concluyó el año dando a imprenta un elogio de los liberales. (Una primera edición de este libro apareció en 2000, editada por el Sindicato de Maestros, auspiciada por Elba Esther Gordillo.) ¿Esquizofrenia? No exactamente. Si Monsiváis escribe sobre el liberalismo es, en rigor, por necesidad política. Primero: ante el embate conservador que observa, reivindica válidamente el anticlericalismo de nuestros liberales. Después y más importante: para justificar su simpatía por la izquierda populista, se sumerge en el siglo XIX con el fin de probar que entre ella y el liberalismo mexicano no existe una distancia importante. Su esfuerzo no es insólito: Jesús Reyes Heroles escribió una copiosa obra –por otra parte, muy útil– sobre los liberales intentando demostrar que el régimen posrevolucionario era, en esencia, liberal. Monsiváis escribe casi cuatrocientas páginas con un propósito aún más disparatado: atar esta izquierda con aquel liberalismo. Sobra decir que no convence y a veces, más bien, apena. Así se empeñe épicamente, la izquierda antiliberal, antiliberal se queda.

¿El objetivo? Demostrar que los liberales fueron, sin saberlo ni desearlo, tipos de izquierda. ¿Cómo probarlo? Mutilando, desde luego, a los liberales. No hay uno de ellos que salga bien librado, el cuerpo entero, de este libro. Uno por uno son masticados hasta emerger, páginas más tarde, desprovistos de todo elemento polémico, hombres probos y correctos. Para no hacerle el juego a la derecha, no se señalan sus tropiezos ni defectos. El tratado McLane-Ocampo –caballito de batalla de los conservadores contra Juárez–, ¡ni mencionarlo! Más grave es otra “limpieza”: Monsiváis despoja a los liberales de su pensamiento económico. Cuatrocientas páginas sobre ellos y ninguna que diga lo que cualquiera sabe: el liberalismo es, entre otras cosas y tal vez en esencia, una teoría económica. Monsiváis prefiere no discutir el asunto para no descubrir las monstruosas diferencias entre los liberales y su izquierda. De hacerlo se toparía con que el liberalismo es, cosa curiosa, el “enemigo”: confía en el mercado, detesta el estatismo, mira con fascinación hacia Estados Unidos.

Lo malo de los liberales son sus ideas. Esto parecería creer Monsiváis, que priva a cada liberal de sus principios. Ni Juárez ni ningún otro de sus contemporáneos aparece como heredero de una tradición de pensamiento llamada –raramente– liberalismo. Ninguno es parte de un proyecto universal de modernización. Ninguno luce, para decirlo pronto, como un liberal riguroso. Para acercarlo más a su temperamento, Monsiváis reduce el liberalismo mexicano a un momento histórico: no fue tanto –parece sugerir– una idea del mundo como una manera de enfrentar, en un periodo determinado, a la derecha. Si sus artífices le interesan no es porque crea, como Ortega y Gasset, que el liberalismo es “la suprema generosidad”; le importan porque son anticlericales. Cierto y, sin embargo, no es suficiente. Aun en su tarea negativa los liberales fueron más que eso: se enfrentaron, muy admirablemente, al clero, pero también a otros resabios tradicionales, como la propiedad colectiva de los indígenas, cosa que Monsiváis esquiva. Es necesario precisarlo: todos ellos fueron más radicales de lo que este libro está dispuesto a reconocer.

No extraña que Monsiváis dedique el ensayo más largo del libro a Ignacio Ramírez. También Reyes Heroles intentó utilizar al Nigromante para demostrar que la Revolución Mexicana había sido una “eclosión liberal plena de sentido social”. Ramírez es el radical: declara tempranamente que Dios no existe y presume con gusto su jacobinismo. Ramírez es el “comprometido”: resiente –como todos pero también como ninguno– la injusticia social. Ramírez –escribe Monsiváis– es el anticipo de Ricardo Flores Magón. Puede ser y sin embargo Ramírez es, ante todo, un liberal pleno, convencido. Preocupado por la miseria, no desespera ni descree de las soluciones liberales. Por el contrario: las defiende con una pasión que Monsiváis no registra. Basta leer dos cartas suyas –dirigida, una, a Guillermo Prieto el 14 de octubre de 1875 y otra, once días después, a Carlos Olaguíbel y Arista– para descubrir, en apenas unas líneas, cuatro frases que harían temblar a nuestra izquierda: 1) “Tengo entera fe en la ciencia económico-política […] que ha resuelto graves cuestiones, demostrando entre éstas lo absurdo del sistema proteccionista”; 2) “La producción extranjera, por sólo el hecho de su existencia, no perjudica a ninguna industria en el mercado mexicano”; 3) “Los comunistas han inventado la pobreza general”; 4) “El libre cambio abre el mercado de todas las naciones en favor principalmente de los desvalidos.”

¿Qué decir? Acaso que el país también aparece, en Las herencias ocultas, salvajemente mutilado. Monsiváis celebra a los liberales por haberse opuesto a los conservadores y, paradójicamente, los conservadores nunca aparecen en el libro. Están los héroes, no los villanos. Como si no considerara necesario describirlos, Monsiváis los aglutina bajo una etiqueta feliz –“derecha clerical”– y se entretiene con otras cosas. ¡Una caricatura digna de ser colgada en El Estanquillo! ¡La derecha que, tras siglo y medio de historia, sigue idéntica a sí misma! Mentira. Si Monsiváis refiriera las ideas de los conservadores, descubriría los radicales cambios. Descubriría, por ejemplo, que la izquierda que él hoy vota, ésa, comulga en numerosos aspectos con la derecha de ayer que él hoy censura. Una y otra coinciden en puntos fundamentales. Descreen del mercado. Confían en el estatismo. Añoran la protección que la Colonia prestaba a los indígenas. Detestan a Estados Unidos. Extrañan a los caudillos (austriacos o tabasqueños). Como quiere Gabriel Zaid (“Muerte y resurrección de la cultura católica”, Vuelta, noviembre de 1989), don Lucas Alamán se ha colado por la puerta trasera en más de una oficina izquierdista. ¡La de vueltas que da la vida! ¡La vida que este libro se empecina en negar!

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Sería uno un cretino si no reconociera las múltiples bondades de Carlos Monsiváis. Basta releer alguno de sus libros para confirmarlo: estamos ante una de las prosas más potentes, uno de los temperamentos más singulares, uno de los autores incuestionablemente canónicos de la literatura mexicana. De reseñar otro de sus libros yo sería tan monsivaísta como cualquiera y repetiría, uno a uno, los lugares comunes con que hemos intentado fijar sus elusivos talentos. Ahora no hay manera. No es fácil –ni aconsejable– criticar a Monsiváis, pero esta vez es necesario: uno sería un cretino si tolerara que se envilezca de este modo el refulgente legado liberal.

Para elogiarlo es necesario olvidar al Monsiváis político –que se enreda con la verdad y la ideología– y volver al Monsiváis de siempre. Es necesario decir: aparte de sus deslices, este libro contiene los acostumbrados fogonazos, el conocido humor (ese texto sobre Juárez, elemental y todo, pero muy divertido), las penetrantes intuiciones morales del mejor Monsi. Sobre todo eso: torpe para referir lo político y económico, Monsiváis brilla cuando se ocupa de los asuntos culturales y morales. Sus apuntes sobre el Ignacio Altamirano novelista y el Guillermo Prieto cronista son notables, y no menos aguda es su sensibilidad para percibir la funesta opresión moral que ejercía –ejerce– la Iglesia Católica. Si el propósito de un historiador es habitar con lucidez el pasado, Monsiváis vive contradictoriamente el siglo XIX mexicano: alumbra su cultura, se extravía políticamente. Un poco como ahora. ~

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es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).


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