Clara Janés
Guardar la casa y cerrar la boca
Madrid, Siruela, 2015, 188pp.
Resulta muy improbable que aquella jovenzuela intrépida y aficionada a los libros de caballerías que un día se quiso marchar con su hermano a tierra de moros, esa Teresa de Cepeda y Ahumada que hoy conocemos como Santa Teresa de Jesús y que escribió, entre otras grandes obras, Camino de perfección, imaginara en su lejano XVI que ahora que se cumple el quinto centenario de su nacimiento sería necesario recordar lo mucho que le costó sobreponerse a su condición de mujer para poder firmar su obra. De esos esfuerzos y de otros igual de valiosos, y de logros y de fracasos varios, habla Guardar la casa y cerrar la boca, el ensayo que acaba de publicar Clara Janés (Barcelona, 1940). Mientras haya un solo indocumentado que insista en afirmar que las mujeres no han visto coartada su libertad en función de la condición de su sexo, este y otros libros semejantes seguirán siendo necesarios.
La lista de aventureras de la pluma que lograron o no sostenerla es larga. Poetisas arabigoandaluzas que allá por el siglo x debían cantar veladas o bien ocultas tras una cortina, como hoy les sigue sucediendo a tantas mujeres en países en los que de ellas tan solo se espera el don de la fertilidad, y no precisamente literaria. Por no mencionar a las muchas de las que no quedó ni traza, como sucedió con la obra de la filósofa neoplatónica Hipatia, de la que sabemos solamente por sus discípulos. Más débil huella nos ha llegado aún de algunas autoras romanas como Sulpicia o Cornelia, aunque fuera en Roma donde, como dice Janés, “se configuró en verdad la mujer europea”.
La sabia Hipatia fue linchada por una turbamulta, mientras Margarita Porete, beguina giróvaga, murió en la hoguera a manos de la Inquisición, que la condenó a causa de El espejo de las almas simples. A otras se conformaron con arrebatarles el fruto de su trabajo, como sucedió con la albaceteña doña Oliva Sabuco, a quien su propio padre intentó robar la autoría de su Nueva filosofía. Y qué no decir de las jarchas medievales o de otras composiciones puestas en boca de mujer, de las que después hábilmente poetas varones se apropiaron.
Mientras que sor Juana Inés de la Cruz, artífice de la Carta Atenagórica, fue considerada poco devota para con las jerarquías eclesiásticas y castigada a arrumbar sus escritos y a abandonar la vida pública, hasta el punto de llevarla a autonombrarse “la peor de todas”, otros sacerdotes y confesores aguardaron pacientes a que algunas monjas de verbo fácil terminaran sus obras sin firmarlas para lanzarse sobre ellas y apropiárselas.
Otras religiosas corrieron mejor suerte, como María de Jesús de Ágreda, quien durante más de veinte años fue corresponsal de Felipe IV. O poetas provenzales como María de Francia o la condesa de Día a causa de su ascendencia noble; y por supuesto Santa Teresa. Lo que confirma las palabras de la autora: “En la antigüedad, solo las mujeres que no estuvieron absolutamente sometidas a sus tareas, es decir, las de clase elevada o las monjas, pudieron cultivarse, y estas demostraron su autonomía y su fuerza creadora.”
Privilegiadas que sí han pasado a engrosar la historia de las letras, como sucedió en el Japón del periodo Heian con Murasaki Shikibu, considerada la primera novelista de la historia, cuyas trazas nadie puede borrar. Incluso Platón rindió pleitesía a la gran poeta que vivió diez siglos antes que Shikibu: “Dicen algunos que son nueve las musas. ¡Cómo se engañan! Pues he aquí la décima: Safo de Lesbos.” Y como décima musa bautizó también Lope de Vega a la citada Oliva Sabuco en uno de sus autos sacramentales.
Clara Janés toma el título de su libro de unas ofensivas palabras de Fray Luis de León, aquel que gustaba de dejar a las mujeres con la pata quebrada y en casa, y recoge en sus páginas la voz de mujeres que se auparon por encima de sus circunstancias, como María de Zayas, gran autora hispánica, quien escribiera con lucidez y no poca rabia: “así, por tenernos sujetas desde que nacimos, vais enflaqueciendo nuestras fuerzas con temores de la honra, y el entendimiento con el recato de la vergüenza, dándonos por espadas ruecas y por libros almohadillas”.
Por si alguien cree aún que estos plañidos pertenecen a tiempos pretéritos, hace muy bien Janés en acabar su libro con el capítulo “La voz de las mujeres acalladas”, en el que da cuenta de algunas de las que hoy, en países vecinos como Marruecos, han logrado hacerse oír a pesar de múltiples impedimentos, algunos de ellos de gran enjundia: la marroquí Fatima Mernissi (la Concepción Arenal del mundo árabe, como la bautizó Fanny Rubio), la argelina Assia Djebar o la egipcia Nawal al-Sa’dawi, acusada de apostasía, con lo que ello conlleva.
El quinto centenario de Santa Teresa, que ha propiciado exposiciones como la que ahora mismo puede verse en la Biblioteca Nacional, ha llevado a la propia Janés a compendiar una selección de su poesía y prosa, editada por Alianza: Santa Teresa de Jesús. Poesía y pensamiento (antología). Se trata de una oportunidad para leer algunas de las Meditaciones sobre los Cantares que en su día se ordenó quemar, aunque algunas copias se salvaran. Y asimismo algunos retazos de Las Moradas, donde el alma atraviesa, prueba tras prueba, las siete moradas de un castillo; viaje que se inscribe en la tradición del ciceroniano El Sueño de Escipión, de La divina comedia o del Primer sueño de sor Juana. Palabras puestas negro sobre blanco en la luz y en la oscuridad, dependiendo de la altura de la ola que las intentó ahogar. ~
(Barcelona, 1968) es escritora y crítica literaria. Recientemente ha publicado la novela El silencio (Caballo de Troya, 2008) y el libro de poemas Gran amor (Egales, 2011).