Libros, de Christiane Zschirnt

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Where is the wisdom we have lost in knowledge?
     Where is the knowledge we have lost in information?
     — T.S. Eliot, “The Rock” (1934)

 
     En su prólogo a Libros — Todo lo que hay que leer, el doctor Dietrich Schwanitz se pregunta: ¿No traza cada canon unas fronteras arbitrarias? Según Schwanitz, la autora Christiane Zschirnt “saca los libros de la penumbra de los presbiterios, donde el aire cargado de incienso y murmullo de sacerdotes adormecen los sentidos; borra toda pompa ceremonial y los libera del imponente estilo académico”. También considera que ella (Zschirnt) “recupera los libros del destierro del esnobismo y hace que la cultura sea realmente democrática. Eso significa el libre acceso para todos los que lo deseen”.
     Me he extendido en citar palabras del prólogo, tratando de interpretar la intención original y verdadera del volumen escrito por la filóloga e historiadora Christiane Zschirnt. Lo primero que se me ocurre es que, si bien resulta maravilloso que alguien se proponga una cruzada contra la solemnidad, también es peligroso, en extremo, usurparle al libro su calidad de objeto imantado, acaso sagrado. Es más que evidente que, más allá de ser el prologuista, Schwanitz concuerda con la autora en esta aproximación a la literatura, siendo él mismo quien firma un libro de la colección, coincidente en el espíritu democrático y sintetizador: Cultura — Todo lo que hay que saber, donde en cuestión de párrafos nos resume movimientos sociales, históricos y artísticos de gran complejidad. No pongo en duda su capacidad de condensar los datos —tampoco he dudado, jamás, de la destreza del maestro de pintura Bob Ross—, pero sí me pregunto, seriamente, si los datos así enlistados, por sí mismos, guardan la esencia de los hechos, los personajes, los episodios. Es como pretender que la osamenta encontrada por el paleontólogo contuviera el soplo de la vida. (Ni siquiera es eso lo que el paleontólogo esperaba presenciar.)
     En la colección de libros mencionada, existen, que yo sepa, uno sobre ciencia, otro sobre música clásica y uno más sobre filosofía, por Matthew Stewart, titulado La verdad sobre todo. Por la naturaleza de la ciencia, aunque su historia se preste a interpretaciones diversas, puede que el libro de Detlev Ganten cumpla más claramente la función que se traza. En el caso del libro de Stewart, por algo su subtítulo es Una historia irreverente de la filosofía: su sentido del humor es explícito, rebosante, y es el único del lote verdaderamente erudito, en el sentido de que la información ha sido debidamente procesada y digerida, en el sentido eliotiano; no ha perdido el aspecto del conocimiento y a veces, tal vez, raya en los destellos de la sabiduría. Su don para tributar y al tiempo hacer mofa del platonismo, Terencio, Wittgenstein o Foucault no habla de un aprendiz: más allá del ingenio hay capacidad de decantación, discriminación, atributos de una mente de primer orden. Por eso el título de Stewart es elocuente, mientras en los otros casos parece cosa poco seria o demasiado solemne. (No olvidemos aquel libro de Lenin ¿Qué hacer?, cuyo contenido necesariamente decepciona porque no resuelve lo que el título promete).
     El título original de Stewart en inglés, The truth about everything, es una invitación al pitorreo. El libro de Zschirnt, regreso a él, carece de pitorreo. Si acaso, contiene algunos tímidos intentos de humor que la traducción ayuda a frustrar.
     No sé qué pueda, del resumen anecdótico del Ulises, atraerle a un neófito de la literatura, como tampoco entiendo que una sinopsis de la Comedia pueda seducir a ningún criterio contemporáneo. De hecho, la renuencia temprana de muchos de nosotros respecto al Paraíso de Dante, o al Paraíso perdido de Milton —para el caso es lo mismo—, se debe a que nos los presentaran en prosa, es decir: reducidos a recuentos narrativos (y, para colmo, en tipografía mezquinamente reducida). Sobre todo, creo en la seducción. Me parece, verídicamente, más factible que el ritmo del verso de Dante, por sí solo, acabe creando una impresión estética memorable en el lector, sea éste quien sea. La cuestión es que el libro sea abierto.
     Al finalizar, Sotileza, la novela de ambiente marítimo de J.M. Pereda, el venerable autor español de larga barba, añadió un glosario para aclarar algunos términos técnicos y locales que el lector pagano pudiera no entender.
     Lo curioso es que, en múltiples casos, la explicación no arroja luz sobre la palabra ignota. Por ejemplo: Macizo: parrocha; Manjúa: majal; Pernal: rainal; Reñal: rainal. Este fenómeno involuntario es parodiado en distintos contextos. Me vienen a la mente dos: el diccionario apócrifo del grupo cómico Monty Python, o bien James Joyce en Finnegans Wake: un capítulo donde se multiplican los asteriscos, y así, el neologismo puddywhack queda explicado como sinónimo de patatatapudatback (fw, p. 289).
     Tengo cierta impresión, no del todo comprobable, de que esto mismo sucede con el libro de Christiane Zschirnt: por más que quiera abatir la pedantería y huir de lo acartonado, lo que hace es sustituir un modelo de intelectualismo por otro, y un canon por otro, aunque anote Schwanitz, y luego recalque ella, en su propia introducción, que no pretende establecer una lista canónica.
     A propósito, de nuevo, de James Joyce: se cita el libro Finnegan’s Wake, así, con un apóstrofe indebido, mismo error que se encuentra en tantas partes, siempre despertando sospechas de qué tanto se sabe del tema. ¿Será otra vez cosa de la traducción? No lo sé, pero lo que sí sé es que en un dos por tres, Christiane Zschirnt hace un cuadro sinóptico del Ulises, mismo que al estudioso Stewart Gilbert le tomó años de desvelo, y eso que contaba con la asesoría directa de Joyce. El ejemplo vale, pues ilustra esta actitud altanera con la que se pretende abarcar el fenómeno literario, por dentro y fuera, con un espíritu informático, encapsulador: la autora nos resume tanto a Keynes como a Goethe y a Mann. Nos describe sus esqueletos, sus osamentas.
     En un gesto retador ante la Academia, incluye Harry Potter como lectura obligada. Pero eso no la salva. Tristemente —y aquí recurriré al repetido ardid de regresar a mi fuente inicial—, todo el asunto hace que retumben en los oídos los otros versos del coro de “The Rock”, donde se concluye que el proceso en el que la sabiduría se rebaja a ser información nos aleja de Dios y nos acerca al Polvo. Yo no creo en el dios de Eliot, pero sí digo: amén. Desde la perspectiva de cualquier escuela de pensamiento, sea socrática, budista o mahometana, saberlo todo es una aspiración absurda. Por eso nadie quiere ser un sabelotodo. –

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